El hechizo de Pantea
A través de la luz, se podía vislumbrar a la reina con un frondoso vestido color crema, que, contrastaba perfectamente con su rosácea piel; aun cuando llevaba una gran cantidad de maquillaje sobre su alargado rostro. Su cabello color azabache; lo tenía recogido en un elaborado peinado, con algunos mechones a sus costados cayendo en bucles.
La reina besaba un hombre. Era un hombre fornido; nada comparado al cuerpo enclenque del rey. Tenía un cabello color chocolate bastante espeso, que de no ser por qué lo mantenía tras sus pequeñas orejas, le taparía sus ojos negros. Su rostro cuadrado, en contraste con su cuerpo musculoso; le daban al hombre, un aire intimidante. Sin embargo, se trataba de alguien trabajador, humilde y de buenos modales: todo un caballero.
La mujer abrió los ojos y le regaló una sonrisa de complicidad con sus labios delgados. El hombre, embelesado por la picardía que irradiaba ella, también soltó una leve sonrisa.
—Alguien... alguien viene —habló la mujer y acomodó un poco sus mechones, sacudió un poco la parte baja del vestido, y mantuvo su postura, mirando a través de la ventana por la cual entraba esa leve luz—. Escóndete en el guardarropa, Adrián.
Efectivamente, el guardarropa era una habitación adyacente a la enorme que ya habían ocupado; un lugar donde se desplegaba una gran variedad de vestidos de todos los colores, y de un gran número de telas diferentes. Aquel hombre, podría esconderse en aquel lugar sin ningún problema.
—Cariño, qué bueno verte —saludó el rey. Un hombre alto de cabellos rubios; piel blanca, la cual, reflejaba un aire lozano. Miraba a su esposa con sus diminutos ojos azules.
Con toda su presencia y glamour que desbordaba, no se podía ocultar la preocupación que en su rostro se desplegaba.
—Necesitaba un momento a solas —respondió Emma, la reina, y caminó unos cuantos pasos hasta una silla cercana y se sentó.
—Oh, mi reina —expresó, con un tono de voz lastimero—, he hecho... he hecho algo horrible, y... hay pueblerinos frente al castillo.
—¿De qué hablas? —preguntó la mujer, se levantó de la silla y se asomó por la ventana.
En efecto, una gran turba de gente se aglomeraba en las inmediaciones del castillo y el paisaje se mostraba turbio, con nubes negras aproximándose al terreno, como si una enorme tormenta se aproximara.
—Yo... —comenzó a titubear el rey—. Hace un año, exactamente, hice un pacto con una hechicera. —Antes de que su esposa respondiera, levantó una mano; señal de que debía dejarlo terminar su interlocución—. A la muerte de mi padre, sentí que ser rey sería más difícil de lo que imaginé; por ese motivo, negocié con una hechicera. Le pedí astucia y sabiduría para poder tomar las riendas de este reino. Su poder me sirvió; pero, me temo que, ha venido a cobrar el precio de la negociación.
—¿Qué...? ¿A cambio de qué? Dime, Gael, ¿qué le prometiste a cambio?
—No hay tiempo, ven conmigo —respondió el hombre.
Tomó la mano de su esposa y la arrastró por los diferentes pasillos del castillo, hasta llegar a la planta baja. Momento que sirvió para que, el valeroso Adrián, saliese de su escondite, para así huir entre los diferentes pasillos y pasadizos secretos de aquel recinto.
A las afueras del castillo, una gran multitud de personas se congregaron para reclamarle a la realeza por aquel aire siniestro que envolvía a la villa. No tenían idea de por qué, de un momento a otro, el panorama se mostró siniestro y en los rostros de los habitantes se podía vislumbrar la inquietud que los acogía.
Un ser de ropaje oscuro se acercaba al castillo. Iba levitando y sostenía en sus manos una especie de bastón; lo que, podría tratarse de un báculo mágico. Cuando se dio a conocer, reveló una figura femenina de cabello negro como el petróleo que le llegaba casi a la altura de sus caderas; un rostro con forma de corazón, unos grandes ojos ambarinos y una fina línea que eran sus labios.
—¡Pantea! —exclamó el rey Gael—. ¡Fuera de mi reino!
Los caballeros que cuidaban del reino, se apresuraron hasta el rey para protegerlo; sin embargo, este, hizo una señal para que no intervinieran.
—Gael, mi querido Gael —comenzó a decir la hechicera, mientras se acercaba—. Ya deberías saber qué hago aquí. El papel de incrédulo no te queda bien. Vengo a cobrar el pago por mis servicios; de lo contrario, arrasaré con la villa y sus habitantes.
—No te atrevas a...
—No te atrevas, tú, a retarme —interrumpió la hechicera—. Nunca dudes de mi poder.
—Lo s-siento, Pantea; pero, temo decir que aún no he cumplido con el trato —dijo Gael en su defensa—. No tengo primogénito.
La hechicera, con su semblante oscuro y mirada siniestra, lo escuchó atentamente.
—Hmmm, es una pena —rebatió la mujer—. Mientras parloteabas y te excusabas, pensé en algo para castigarte por tu insolencia; te di el tiempo suficiente para que al menos lo engendraras, pero... tal parece que no ha habido... ya sabes.
El rey Gael bajó la cabeza. Las palabras de la hechicera calaron hondo en su mente y en su corazón; había tenido encuentros íntimos con Emma, pero en ninguna de esas oportunidades había quedado embarazada y tampoco se iba a molestar en dar explicaciones sobre su vida privada.
—¿Usaste el poder de esa bruja para...? —La indignación de Emma era notoria. Aunque luchara en sus adentros sobre las palabras que debía decir, se sentía ofendida; su esposo le había guardado ese enorme secreto a lo largo de un año.
—Le prometí que le daría el primer hijo que engendrara —respondió Gael—. ¿Qué harás, Pantea? —preguntó en un tono más fuerte, refiriéndose a la hechicera.
—La reina caerá un hechizo de sueño que solo el amor verdadero podrá romper. —Pantea dibujó una sonrisa funesta en su rostro.
—Eso es absurdo —se quejó el rey—. Tú hechizo no servirá.
—Pronto lo entenderás —dijo la hechicera y tras un movimiento con su báculo, una neblina gris se aproximó a la reina, la envolvió y cayó de bruces en el suelo—. Y en vista de que no tengo pago, el hechizo que te di se romperá.
—¡Pantea, espera! —gritó Gael, pero sus palabras quedaron flotando en el aire.
Sin su astucia, ni sabiduría, volvería a ser el joven temeroso y cobarde que era, como en aquellos días en que su padre era el rey de la villa. Se sentía solo e indefenso. Perdido en una vorágine de pensamientos.
«Un hechizo de sueño que solo el amor verdadero podrá romper», las palabras de Pantea, resonaban en su mente una y otra vez. Gael pidió a sus caballeros llevar el cuerpo dormido de su reina a una habitación especial. ¿Acaso había alguien más, aparte de él, que amara a Emma? Sabía que sus padres vivían en un lugar lejano; por tal motivo, que sus padres ayudaran a romper el hechizo... era una idea que debía descartarse.
Con miles de pensamientos turbando su mente, se acercó hasta la habitación donde reposaba el cuerpo de Emma. Se acercó hasta ella, la tomó de los hombros y besó sus labios con profundo amor. Nada. No funcionaba. Emma seguía durmiendo y no iba a permitir que desconocidos besaran a su esposa.
Los siguientes días, el rey Gael, buscó hechiceros, brujas y hadas de todo tipo; sin embargo, no había poción o brebaje que rompiera ese hechizo y todos ellos llegaban a la misma conclusión: el hechizo se romperá, si recibe una muestra de amor verdadero.
Amaba a Emma, más de lo que podría imaginar. La había provisto de lujos, la comida que prefería; la consintió como la reina que era, pero, ¿ella lo amaba? No bastaba con que él lo hiciera; después de todo, ambos debían sentir lo mismo. ¿Así funcionaba el hechizo o se requería de algo más?
Gael no se rindió y buscó más soluciones. Llamó a los padres de Emma, pero de nada sirvió. Aunque sus padres la amaban, y ella amaba a sus padres, eso no era el tipo de remedio para romper el hechizo de Pantea.
Sin más soluciones a su mano, llamó a cada hombre de la villa y de los terrenos que rodeaban el castillo. Acudieron sus caballeros, los cocineros del castillo, los que hacían la limpieza. Nadie podía romper el hechizo y dicha situación, volvía iracundo a Gael.
—¡¿Cuántos hombres más tendrá que besar mi reina para que despierte?! —preguntó colérico una mañana. Solo quedaba un hombre en la villa, un hombre que se negaba a hacerlo y de no hacerlo...
¿Acaso la perdería? ¿Tendría a su esposa dormida por toda la eternidad?
Finalmente, tras varias insistencias, aquel hombre se ofreció a besar a la reina. Un herrero de la villa. Su nombre era Adrián; vivía solo en una pequeña casa y se dedicaba a realizar objetos de diversos metales: espadas, floreros, candelabros, entre otros.
Todo el pueblo se reunió alrededor de la reina. Tuvieron que sacarla de la habitación donde reposaba y presenciar el último intento del rey en el gran salón de eventos. Si ese hombre la despertaba, estaba más que seguro que lo liquidaría, no podría soportar semejante bajeza.
Adrián se acercó y besó a Emma. Tras unos segundos de espera, ella, finalmente abrió los ojos.
—¿Adrián? —preguntó la reina. Estaba desconcertada y tenía miles de preguntas por hacer.
—Rompí el hechizo, eres libre —respondió el herrero y le sonrió.
—¡Atrápenlo, tiene que morir! —ordenó Gael.
Y antes de que los caballeros del rey llegaran hasta Adrián, Emma intercedió y ordenó que se detuvieran. Todo el mundo estaba confundido, y expectantes por saber el desenlace de aquella situación tan incómoda.
—Él será libre —habló Emma—. Al igual que yo. No puedo ocultarlo más tiempo, amo a Adrián, lo amo desde hace un par de meses y aunque han sido pocos, no se comparan con nada.
Los habitantes del pueblo estaban aterrados. El rey estaba furioso. Sentía como su corazón se destrozaba ante las palabras de Emma. Tenía deseos de acercarse a ese hombre y destruirlo con sus propias manos; mas no tuvo el valor de hacerlo, ni siquiera podía moverse.
—Te he dado todo lo que has querido ¿qué más te falta? No puedes irte con él, ¡es un simple herrero! —gritó Gael y sentía que en cualquier momento caería al suelo y se derrumbaría en llanto.
—Fuiste una gran compañía, Gael —contestó Emma—, te amé en su momento, fuiste una gran compañía; pero, el amor que siento por él, no se puede describir tan fácilmente, él es humilde, gracioso y muy trabajador. Tú, solo tienes que chasquear los dedos y tienes todo a tus pies. Un hechizo de astucia y sabiduría es inútil, pudiste llevar las riendas del reino sin necesidad de eso, y lo sé porque te conozco; por ello, condenaste al reino a un futuro incierto, luego de ello, yo, tuve que pagar por tu egoísmo, por tu ineptitud. Además, me di cuenta que no puedo vivir así, ser reina no es lo mío y por ello, me iré con Adrián; ni tú, ni nadie, me detendrá.
Las contundentes palabras de Emma lo dejaron sin aliento. Exigió que todo el mundo saliera del castillo; y entre la multitud, vio como su Emma, su hermosa y gentil Emma, se mezclaba entre los habitantes junto a aquel herrero; mientras que, entre los pueblerinos de aquella villa, danzaban los rumores y un par de risas, más uno que otro lamento.
Lo que tuvo con Emma era amor, un amor que con el tiempo se esfumó. Tal vez tomó otro rumbo; uno que jamás imaginó. Ahora, no solo había perdido esa magia que le concedió la hechicera, si es que alguna vez la tuvo; también, había perdido a la única mujer que amo; aun cuando ella, amaba a otro hombre, y ese... ese es un amor verdadero.
Este relato de fantasía, participó en el desafío de San Valentín 2021 que crearon los embajadores.
Espero sea de su agrado y gracias por la visita :3
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