Propósito
Ya nadie tiene tiempo para vivir.
El precio de la comida está caro. El de la vivienda, ya ni se habla. Las ropas están híper valoradas y su calidad es pésima. Los electrodomésticos se rompen al cabo de un año. El transporte nos vacía las billeteras.
Por eso, todos tienen que vender sus almas en su trabajo. Perder horas, y horas, y horas, siendo esclavos de un sistema que jamás nos beneficiará, y cuya única función es esclavizarnos para su progreso y estabilidad.
Pero no tenemos opción. Es hacerlo, o morir de hambre. Es hacerlo, o perder nuestras casas. Es hacerlo, o caer en la miseria.
Por eso, ya nadie tiene tiempo para vivir. Existimos, pagamos cuentas, vemos el noticiero, bebemos cafés sin sabor de máquinas anticuadas, nos quejamos cuando están averiadas, nos quedamos atascados en el tráfico, encerrados en oficinas sin jamás ver un único rayo de sol... y existimos. Pero no vivimos.
Yo, por mi parte, no recuerdo la última vez que vi a luciérnagas brillar en la noche oscura. No recuerdo cómo se sentía contar a las estrellas con la punta de los dedos, ni ver a preciosos dibujos en las nubes. No recuerdo oír a los pájaros cantar por la mañana, con sus voces dulces y melódicas. No recuerdo la risa, la diversión, la inocencia, y el deseo de aventura que solía sentir en el pasado.
Y no creo que esto se deba apenas a la "vida adulta".
Trabajar siempre ha sido una necesidad del ser humano, al final de cuentas. Si "ser adulto" fuera el culpable de dicho desánimo, todos mis antepasados se hubieran sentido así de desalentados. Pero este no es el caso. Mis padres, abuelos, tíos, profesores, todos me lo han comentado; su adultez solía ser más liviana. Más entusiasmante.
Por lo que creo que esto se debe a la máquina imparable, ambiciosa y sanguinaria del capitalismo. O al trauma internacional causado por la pandemia. O a la crisis climática. Al auge del fascismo...
A muchos otros factores.
Pero no al trabajo en sí.
A mí me encanta mi trabajo. O bueno, solía encantarme.
Me gustaba el ruido sutil de las computadoras a mi alrededor. El parpadeo de las lámparas viejas a mi cabeza. El olor a papel, a tinta, a corrector. El ponerles estampillas a documentos nuevos. Recibir llamadas de clientes nuevos. Rellenar fichas con sus datos. Enviar e-mails.
Cosas que una persona común y corriente detestaría, a mí me fascinaban. Me causaban placer.
Ahora... nada.
Mi trabajo de oficina me hostiga. El ruido de los ordenadores me hace doler la cabeza. La inconstancia de las luces me marea. La mezcla de aromas me confunde. Marcar mi firma en hojas infinitas me agota. Contestar el teléfono me agobia. Recopilar información que no me interesa en lo más mínimo me irrita.
¿Qué me ha sucedido?
No tuve ninguna pérdida grave en los últimos años. No vi a nadie morir. Me enfermé con COVID una vez, pero en nada me afectó.
Y el mundo siguió girando. La vida siguió avanzando.
En cambio, yo... me quedé en el limbo.
Entre una nostalgia por el pasado y un miedo paralizante por el futuro.
Estoy de pie afuera del edificio donde trabajo. Veo a la acera vacía, a la niebla, al humo residual de los tubos de escape de los autos que pasan por la calle, a las veredas que se repiten hasta el horizonte... y no sé qué hago aquí. Ni siquiera el cigarrillo entre mis dedos me interesa.
Si alguien pasara por aquí, me confundiría con un fantasma. Estoy vacío. Transparente. Me he vuelto una sombra más del mundo.
Sin propósito. Sin gusto por nada. Sin amores o pasiones. Sin intereses.
No me siento triste, necesariamente. Solo... confundido.
¿En qué momento todo se redujo a nada? ¿En qué momento mi labor se redujo a obligación? ¿En qué momento mis amistades se volvieron aderezos débiles a la trama insípida de mi vida?
Apago el cigarrillo. Lo tiro al pavimento gris y húmedo bajo mis pies. Lo piso, soltando un suspiro cansado.
Tengo que volver a mi departamento, pero las tinieblas de mi hogar me intimidan. No por lo que esconden, sino por lo que significan.
Estoy solo.
Estoy sin rumbo.
Estoy... ¿pero a qué costo? ¿Por qué motivo?...
Un maullido se escucha en las calles aledañas. Lo siguen varios más, cada vez más altos y desesperados. Yo pienso en moverme, pero no sé de dónde provienen. Arrugó el entrecejo. Trago saliva.
¿Debo hacer algo?...
La pregunta se responder por cuenta propia. Rodeando la esquina, veo a un gatito gris, tan diminuto y sucio que casi se camufla con la calle.
Miro alrededor. Sigo estando a solas.
El gato continúa llorando.
No puedo dejarlo ahí.
No puedo permitir que comparta mi misma soledad y amargura.
Con pasos lentos, para no asustarlo, me acerco al pobre animal. Lo sostengo entre mis grandes y resecas manos. Él me maúlla de nuevo, confundido y asustado. Yo le digo que todo estará bien. Su temor es momentáneo.
La bola de pelos me escucha.
Lo sostengo más cerca de mi pecho, para que no sienta frío. Uso mi bufanda para a abrigarlo.
Nos vamos a casa.
Las sombras huyen de mi mente.
Mi propósito ha llegado.
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Nota de la autora: No sé qué es esto. Pero es. XD
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