
Si quieres rescatar a un gato, debes pensar como un gato...
— Disculpa que te moleste, Alessandro, pero... podrías decirme otra vez, ¿cuál es tu plan?
— Utilizamos tus conocimientos de las instalaciones de Sparrowhawk para infiltrarnos sin que se den cuenta y salimos con los gatos por algún conducto de ventilación.
El hombre asintió, apretando los labios y tamborileando sus dedos sobre el volante mientras seguía el camino de asfalto frío con los ojos. El chico italiano a su lado parecía estarse comiendo sus dedos, sus largas rodillas delgaduchas casi tocando las del contrario en el confinado espacio del viejo Beetle color botella (que olía un poco a alcohol, pero Alessandro decidió no ponerle atención a eso).
— ... Va, ya entendí...
El auto de Camilo Buendía, un "clásico alemán invaluable", parecía un perro emocionado por ir a pasear después de mucho tiempo (en este caso, probablemente varios años) sin salir a más que olisquear la tierra. El motor tosía, de eso no había duda, y la forma en que el aire acondicionado hacía que el interior apestara a gasolina no podía ser normal... pero andaba, y los pequeños saltitos que pegaba aquí y allá lo hacían parecer una carcacha de lo más alegre.
Por alguna razón Alessandro siempre había tenido mala suerte con los automóviles.
¿Por qué no puedo atorarme con alguien que tenga, no lo sé, un Ferrari?
La vibración hacía que el mapa extendido sobre sus rodillas amenazara con caer al suelo. El chico dejó caer su mano sobre él, recorriendo las calles con su dedo e imaginando mentalmente el recorrido que tenían frente a ellos, su destino marcado con un círculo de tinta indeleble negra.
— ¿Cómo recuerdas en dónde están los laboratorios? — el chico inquirió, pensando en cómo había localizado el sitio sin titubear en cuanto tuvo en sus manos aquel mapa de tienda de gasera.
— Digo, ha pasado mucho tiempo.
— Algunas cosas no se olvidan — la respuesta fue corta.
Alessandro asintió y la manta del silencio los cubrió como un pesado edredón de lana cruda y porosa con tenues aromas a humedad y la acidez de la incomodidad.
Preguntas innecesarias. Silencio innecesario.
Sí tan sólo supiera mantener una conversación...
— ... ¿Qué sucedió?
El joven se despertó de su trance muerde-uñas y le dedicó una mirada a aquel que había puesto de chofer. No le había explicado mucho desde que prácticamente lo había arrastrado fuera de su propia casa y supuso que debía estar confundido, más después de su casi-victoria al intentar convencerlo de no hacer la cosa increíblemente estúpida que estaba haciendo en ese momento.
Titubeó.
— La casa de la tía de Isaac, el lugar donde creímos que era seguro dejar a los gatos, fue encontrado. Tara dijo que llegaron un par de camionetas y comenzaron a subirlos a la fuerza, ellas tuvieron demasiado miedo como para reaccionar...
Alessandro jugueteó con sus dedos, la imagen haciendo que su garganta se bloqueara.
— Son ellos, ¿cierto? — soltó al aire.
— Sparrowhawk.
Entonces fue Camilo el que suspiró.
— ... Se los dije. Si esos gatos son experimentos de ellos los querrán de vuelta.
— ¡Pero no lo entiendo! — el chico se acomodó en su asiento, haciendo un ademán con las manos.
— ¿Cómo supieron en dónde estaban? La casa de Tara y Calista ni siquiera aparece en mapas de papel, ¡es un punto ciego en medio de la nada! ¿De dónde...?
Bufó frustrado, la preocupación carcomiéndose sus entrañas. No tenía idea de lo que ese lugar pudiera hacerles a los gatos... a ese punto podrían ya haberlos abierto y vaciado sus entrañas con cucharas y él no tendría forma de saberlo.
Un escalofrío recorrió su espalda y se maldijo a sí mismo por ser tan pesimista.
Ideas idiotas, como siempre.
El alba apenas comenzaba a asomarse en el cielo color índigo espolvoreado de polvillo blanco. Habían pasado un día en la casa de aquel hombre, pero regresar a la carretera hacía sentir a Alessandro que había sido una eternidad.
Le indicaba con palabras cortas a Camilo por dónde entrar a la pequeña granja. Los atajos y desvíos que debía recordar sólo lo hacían estrujarse más el cerebro descifrando cómo demonios los habían encontrado.
— Supongo que no sirve de mucho que te recuerde qué podría pasar si decides hacer esto a este punto, ¿cierto? — Camilo soltó. El muchacho italiano se preguntó por qué le preocuparía tanto lo que hacía.
— No puedo abandonarlos — indicó, matando cualquier intento de su parte de distraerlo de su propósito.
— ¿Cómo podría verme a mí mismo en el espejo después de dejar que esos gatos mueran de una forma horrible?
El hombre sonrió con un dejo de tristeza. Alessandro enrojeció al darse cuenta de lo que había dicho.
— Ah, digo... — trató, mordiéndose la mejilla.
— Teniendo la oportunidad de salvarlos... o... pudiendo hacer algo sin tener consecuencias para mí... ya sabes, diferente a...
— Diferente a mí.
Alessandro se quiso ahorcar, pero Camilo negó con la cabeza comprensivamente.
— No te preocupes, chico, lo entiendo — exclamó, mirándolo por el espejo del auto del cual colgaban dos dados rojos afelpados.
— Si yo estuviera en tu lugar probablemente pensaría igual.
Su vista se perdió en el horizonte, dejando a Alessandro en el nuevamente incómodo silencio preguntándose por qué demonios no tenía un solo gramo de tacto en su ser.
La carretera estaba desolada. El desierto refrescado por el curso de las horas en la oscuridad parecía una pintura, congelado en el tiempo. Las ramas espinosas de algunas plantas apenas verdes temblaban, dando el único indicio de vida en una imagen, de otra forma, muerta. Plasmada en resina, o cristal, u óleo, incluso arcilla.
Las luces amarillentas del auto alumbraban la grava frente a la máquina mecánica que desaparecía bajo las llantas de caucho, remarcando las orillas de sombras de polvo y pequeños insectos encontrando su grotesca muerte en el parabrisas. El hombre al volante los maldijo a entredientes, pensando en tener que retirarlos a ellos y sus pequeñas alitas más adelante en el día.
Aunque pensar en el futuro lo hiciera tener sus dudas.
Algunos minutos transcurrieron en un plano existencial líquido, espeso, tan nebuloso que hacía al italiano cuyos círculos oscuros alrededor de sus ojos le daban sombras dignas de una obra de Burton tener que mirar sus manos pálidas y huesudas para asegurarse de que seguía en ese lugar en ese momento, sintiendo que se evaporaba en el ambiente inamovible sólo interrumpido por el murmullo del vehículo viejo y su tos de metal.
No había dormido bien, esta vez, peor que antes. Dos horas máximo y en una silla apenas acolchonada.
Podía ver los segundos deslizarse frente a sus ojos, uno a uno, su velocidad disminuyendo, como gotas escapándose por una llave mal cerrada.
El desierto estaba frío. Pensar en eso lo hacía rascarse la cabeza.
Las piedras amarillentas soltaban calor hacia el cielo en forma de ondas como aquellas del agua al ser disturbada en un lago pulcro, claro y vivo, deshaciéndose del trabajo duro de un astro ardiente colgado del cielo y quedando vacías, carcasas, cadáveres jamás vivos pero llenos de vitalidad, ancladas al mundo por gravedad y la fortuna de ser suficientemente pesadas para no irse con el aire, a diferencia de la sanidad de Alessandro.
Las estrellas tintineaban. Hoyitos hechos con un alfiler en la caja donde se resguarda una mascota pequeña recién comprada, o tal vez los ojos de dioses misericordiosos observándolos con orgullo inimaginable, o tal vez bolas de gas humeante constantemente quemándose a miles de millones de kilómetros de distancia... o tal vez nada, pues su brillo permanece por varios años aunque hubieran desaparecido consumidas (o por lo menos algo así le había dicho algún sabiondo en la primaria).
Diamantina en fieltro negro, lentejuelas en terciopelo refinado, polillas en una cortina.
Perfectas imperfecciones, pecas blancas.
... Dio...
Cada minuto le pasaba encima como una aplanadora cuya palanquita de gasolina insistía por una recarga (o dos). Abultada, débil. Un poderoso toro que estacas con plumas coloridas habían reducido a un becerro lloriqueante.
Alentándose, como sus respiraciones.
Arrastrándose por la vida.
Perezosa.
Jalándose a sí misma.
Apenas existiendo, pero tan... pesada...
Silencio...
Quería dormir, pero no podía.
No debía.
Pensar en el plan, eso debía hacer, no dormir, ¿quién demonios pensaría en dormir cuando hay gatos parlantes a los que salvar?
Plan, plan, plan, plan...
Flan.
Camilo Buendía tenía razón, su plan era el más estúpido de todos los planes que habían sido planeados alguna vez.
... Tal vez ni siquiera contaba como un plan, de tan estúpido que era; había planeado un plan estúpido, planeando el desastre inminente.
Planeando un plan planeado a fracasar.
... Su madre solía preparar un flan de caramelo delicioso...
— Llegamos.
El tintineo de las llaves mientras Camilo dejaba descansar al Beetle color pino lo trajeron de vuelta al mundo, pero sus pies aún le decían a su cerebro hecho caldo que caminaban sobre algodón. Peluche. Periódico.
Alessandro parpadeó un par de veces y se talló los ojos, regresándoles claridad a sus pupilas (la que les quedaba) y reconociendo entonces la casa de Tara y Calista bajo el lente púrpura de la mañana. Era más bonita de lo que recordaba.
Estaba ahí.
Había regresado.
Abrió la puerta con dificultad y el clima lo recibió con un abrazo que más bien se sentía como un estrellón contra la pared: hacía frío, de la clase de frío que se te cuela hasta los huesos y hace que te duelan los dedos y los dientes. Terrible, terrible frío.
Se le metía por la nariz.
Lo hacía temblar, cual hoja en otoño.
Capullo colgado de un árbol.
Mosca contra un huracán.
Estornudó.
Debo tener cuidado, otro de esos y se me saldrán los ojos. Pop, pop.
Escuchó al conductor dejar el auto y comenzaron a caminar hacia la puerta, cada paso resonando en el universo como el eco del único monstruo caminando en un llano de cuarzo, viviendo en un planeta de montañas altas y blancas.
Su cabeza dolía un poco... pero, a ese punto, ¿qué no le dolía?
Le dolía pensar.
Le dolía el cerebro.
Y le dolían los ojos, que se le iban a salir.
Sus nudillos impactaron contra la madera y las brisas gélidas silbaron en sus oídos.
"¿Está hueca mi cabeza?" pensó un segundo, "no, no es eso, demasiados pensamientos, demasiados planes...".
— ¿Alessandro? Alessandro, oh, chico... debes perdonarnos, pero no sabíamos qué hacer, ellos... ¡se los llevaron! ¡Se los llevaron a todos!
¿Las personas siempre habían estado en alta definición?
El italiano escuchó a Tara, cuya mirada lechosa yacía perdida en el horizonte, y le echó una mirada breve a Calista, cuyo ceño estaba fruncido.
Cada arruga, cada línea de expresión, cada detalle...
Lo veía todo, y al mismo tiempo, no veía nada.
El sonido de ambientación tomó la forma de un intercambio de presentaciones amistosas y consternadas entre las tías de Isaac y Camilo, el hombre que los había secuestrado, y Alessandro dejó que el calor de la casa de madera en la granja relajara sus estresados sentidos quienes, aparentemente, querían hacer que su cabeza estallara.
Se detuvo, disfrutando la noche de grillos y focos que tiemblan.
Sus rodillas juraron una amenaza.
... Entonces la copa de vidrio terminó de moverse, milímetro tras milímetro, al borde de la mesa, estrellándose contra el suelo y estallando en mil pedazos.
Pequeños, minúsculos pedazos.
Como las estrellas.
Su mente estaba hecha pedazos.
— ¡Alessandro!
Alivio. Sorpresa. Alivio y sorpresa fueron los que lo hundieron en una cascada de agua helada que sacudió sus nervios con espasmos que se sentían como calambres que se sentían como quemaduras. Friéndolo vivo.
Una descarga de electricidad lo suficientemente fuerte para doblar sus piernas pero no tan insoportable, pues lo hizo en silencio.
Un gato. Vio un gato grande, peludo y anaranjado, y lo vio hablar.
— Oliver — sonrió.
Entonces se desplomó.
***
Lo primero que Alessandro vio cuando sus ojos volvieron a abrirse fue a una mujer (hermosa, por cierto) en un bikini rojo.
Quitarle lo empañado a sus propias córneas se presentó como una tarea trabajosa. Parpadeó un par de veces para disipar la niebla que parecía estar llenando su cráneo, y cuando finalmente estuvo lo suficientemente consciente para creerse su propia existencia se dio cuenta de que... no estaba alucinando.
Una mujer. Una mujer en bikini.
Bronceada, con brillantes mechones del color del café con leche y una figura escultural posando frente a costas turquesas adornadas con detalles blancos y arena fina.
Frunció el ceño, enrojeciendo un poco.
Pero justo cuando comenzaba a pensar que todo lo que había pasado hasta ese momento no había sido más que un sueño y él era un exitoso millonario despertando en su mansión en las costas griegas junto a la bellísima modelo latina que había desposado notó que era la portada de una revista, la cual abanicaba brisitas frescas a su rostro con el esfuerzo de Calista, cuyas pálidas cejas rubias y cenizas se encontraban en su frente con una expresión de preocupación, analizándolo de cerca.
Sus ojos claros se agrandaron.
— ¡Despertó!
Las caras de Tara, la tía de Isaac, y Camilo Buendía aparecieron ante la mirada mareada del chico italiano que, sólo entonces, notó que estaba en un sofá.
Se talló la frente y soltó un quejido.
— ¿Qué...? — trató, pero su pregunta se quedó colgada en el aire.
— Te desmayaste, muchacho — el mexicano explicó, jugueteando con sus dedos nerviosamente.
— Bueno, te quedaste dormido.
— Te quedaste dormido de pie, jamás había visto a alguien hacer eso — Calista bromeó, pero su sonrisa delataba su preocupación.
El chico procesó las palabras con dificultad, sus ojos acostumbrándose a lo extraño que se sentía encontrarse en la perspectiva de un escarabajo, poniéndole atención a las planchas de madera que conformaban el techo y la forma en que la mañana se colaba, rosa, de afuera.
Había dormido toda la noche.
— Y vaya que lo hiciste, casi me conviertes en un panqueque.
La voz hizo que Alessandro diera un respingo, sentándose de golpe y latigueando con su cuello hacia su origen, descubriendo con una mueca que hacer movimientos repentinos no era lo mejor para su cabeza en ese momento.
Parpadeó de nuevo, asegurándose de que no estaba alucinando.
— ... Oliver.
El felino anaranjado se sentó en el suelo, tomando la apariencia de una grande jarra peluda con dos relucientes ojos del color de los troncos de los pinos en el bosque que rodeaba aquella granja. Una expresión de lucidez y pensamientos brillantes que lucía extraña, bizarra, en el rostro de un animal como él, usualmente guiado por no más que instintos y una necesidad nata de sobrevivir ahora presionado por otras preocupaciones como el pensamiento de "bueno, esto es incómodo"...
El muchacho italiano soltó una respiración que no se había dado cuenta guardaba en su pecho, enterrada cual estaca de hielo. Sonrió, sobándose el rostro.
— Creí... creí que tú...
— No es parte de sus experimentos — Camilo Buendía señaló, explicando la conclusión a la que había llegado hace algunos segundos. Alessandro parpadeó un par de veces.
— Se les escaparon veintiséis gatos. En tu departamento había veintisiete.
Claro, se le había olvidado el hecho de que el gato que lo había acompañado desde que tenía trece años no era un experimento de un laboratorio malvado.
— Me escondí y no me encontraron — Oliver exclamó.
— ... Pero sólo lo hice porque supuse que necesitarías ayuda planeando la misión de rescate, viendo cómo eres algo inútil sin mí, no porque me haya asustado ni nada...
— Si Calista no hubiera querido encender la chimenea para calmar mis nervios jamás lo hubieras vuelto a ver en tu vida, Alex — Tara trinó burlonamente.
— Se metió en el cofre de leña como salamandra entre las rocas.
Oliver negó con la cabeza desdeñosamente, dando saltitos hacia el muchacho y sentándose frente a él, su cola latigueando a su espalda y sus orejas echadas para atrás, dándole una apariencia decidida a su rostro gatuno.
— ... Sé qué causó que los demás comenzaran a hablar — soltó con un murmullo, mirándolo directamente a los ojos de una forma que adquirió la apariencia de taxidermia fresca.
— Sparrowhawk — el muchacho le respondió. Oliver lo miró por algunos segundos, en su mirada presentes la sorpresa y (algo que reconfortó profundamente a Alessandro) orgullo.
— Así es — Oliver asintió. Los tres adultos en la habitación permanecieron en un silencio incómodo mientras el joven y su gato conversaban entre susurros que rebotaban ruidosamente en el interior vacío de la cabaña con aroma a almendras y flores de lavanda, balanceándose en sus talones y buscando encontrar algo interesante en lo que poner sus miradas mientras aguardaban.
— Sparrowhawk.
El gato se quedó callado...
— ... Oh, ¡Alessandro! — chilló de pronto, haciendo que el chico mareado se quejara por la repentina cuchillada aguda en sus tímpanos.
— ¡¿Por qué me dejaste?! ¡Te extrañé demasiado! ¡No tienes idea de las horas que pasé llorando pensando que jamás te volvería a ver en mi vida! ¡Jamás hagas eso de nuevo! ¡Me matarás! ¡Estaba terriblemente asustado!
El animal se derrumbó sobre Alessandro soltando lloriqueos cargados de drama. El chico dudó por algunos segundos confundidos, incapaz de decidir entre sí quedarse callado como idiota o darle una palmadita en la espalda (como idiota).
— ... Yo...
— Es mejor que los dejemos solos, Alex, ¿cierto? — Tara, con las facciones ligeramente hinchadas por haberse despertado hace minutos, preguntó dulcemente, su mano en el brazo de su esposa y su rostro ciego bañado de bondad expresando que el momento le había llegado al corazón.
— No hace falta, nosotros-
— ¡Estuve a punto de hundirme en la depresión!
Camilo asintió con los labios apretados incómodamente, cruzándose de brazos y encaminándose a la cocina.
— Estaremos por acá si nos necesitas — Calista sonrió, mirando con empatía confundida al triste felino anaranjado antes de, también, retirarse de la escena, guiando con cuidado a la sentimental mujer cuyos ojos, aunque no miraban, aún podían llenarse de lágrimas.
Una vez solos y después de algunos segundos Alessandro finalmente había pensado qué decirle a su querida mascota, pero Oliver aclaró su garganta, mirando de reojo a su alrededor con sus sensibles orejas temblando como antenas de radar antes de acercarse al rostro del chico, cualquier dejo de malestar emocional evaporándose como agua en asfalto caliente.
— Anhura comenzó a actuar extraño cuando te fuiste — declaró.
Alessandro abrió la boca con silenciosa sorpresa ofendida, dedicándole una mirada molesta.
— ¿Entonces no me extrañaste?
— Hay cosas importantes que discutir, Alessandro — el gato volteó los ojos.
— Poco después de que se fueron, Anhura desapareció. Pasamos varias horas buscándola sin resultados hasta que, finalmente, la encontramos en medio del bosque. No teníamos idea de cómo había llegado ahí y, al parecer, ella tampoco. Dijo que caminó en una especie de trance, o algo así... pero había dibujado algo en el lodo antes de que despertara.
Oliver caminó rápidamente hasta el pie de un librero de madera, levantándose en sus patas traseras para husmear con su nariz rosada en el primer piso de libros viejos y adornos de vidrio y cuarzo en forma de pirámides y esferas.
Partículas de polvo resbalaron de su sitio al momento en que resopló, pegando un pequeño salto para tomar con los dientes una revista sobrepuesta sobre enciclopedias de piel.
La arrastró de regreso a Alessandro, quien la tomó entre sus manos y levantó una ceja.
— No creí que fueras aficionado a leer "consejos para una vida sexual activa: secretos de las mujeres".
— No seas ridículo, sabes que no sé leer.
El chico soltó una risita y abrió la revista, encontrándose con una hoja de papel atorada entre la sección de escándalos amorosos.
Una pieza de cuaderno de rayas con un logotipo dibujado encima.
El mismo logotipo que había visto cientos de veces en los documentos en casa de Camilo, y en las jaulas de los videos, y en las fotos de instalaciones...
Elevó la mirada ligeramente.
— Podré no saber leer, pero reconozco un dibujo cuando lo veo, y este es-
— El logotipo de Sparrowhawk.
Oliver asintió. El muchacho italiano se mordió el labio.
— Esta situación y algunos otros repentinos recuerdos que les surgieron a los demás me llevaron a la conclusión de que-
— Son experimentos que escaparon de los laboratorios.
Oliver lo miró fijamente, sus pupilas ensanchándose y alargándose mientras el sol, que ya se había puesto en el cielo y había pintado el día de celeste, se escondía y asomaba detrás de borrones blancos.
— ... Estoy comenzando a creer que estamos conectados.
Alessandro le dedicó una mirada breve. A ese punto no le sorprendería.
— Ni lo menciones.
Con un quejido que hubiera hecho creer a cualquiera que el joven italiano había estado en esta verde tierra desde la llegada de los noventas se puso de pie, deteniéndose contra la pared de ladrillos y estirando su espalda. El gato ahora inclinaba su cabeza hacia atrás para verle a los ojos.
— ¿Qué haremos ahora? — Oliver se encontró incapaz de susurrar ahora que los oídos de Alessandro se encontraban a dos metros de distancia.
El tono de la pregunta la delataba, pues no era una en realidad. El gato sabía perfectamente qué iban a hacer a continuación, sólo quería escuchar al chico italiano decirlo.
Alessandro dejó escapar un suspiro, el sello de su seriedad, fijando su vista en la pared y juntando las manos, su mandíbula apretándose en señal de que había tomado una decisión.
— Vamos a rescatar a los gatos.
***
— ¡Absolutamente no!
Tara se puso de pie, su rostro ciego y exasperado apuntando correctamente hacia Alessandro, que se había quedado completamente callado, Oliver mordiéndose la lengua a sus pies.
— Alessandro, ¿estás bromeando? ¡Te desmayaste en mi sala! ¿Cómo esperas que te deje ir a... a...?
— Sparrowhawk
— ¡A Sparrowhawk! — la mujer hacía ademanes con las manos, su esposa observándola desde su sitio en la mesa y Camilo mirando por la ventana, aparentemente interesado de sobremanera en el mismo escenario de nubes y pasto de las últimas horas.
— Una misión de rescate, válgame, ¿pero qué pasa por tu cabeza? — tanteó la superficie de madera en busca de su taza de té. Su mano temblaba ligeramente.
El chico se mordió el labio, repiqueteando con sus dedos sobre su rodilla.
— ... Escucha, Alex — Tara respiró profundamente, su cabello oscuro que no le había dado tiempo de arreglar esa ajetreada mañana atado en un peinado hechizo, las cuencas de sus ojos resaltando de la forma en que lo hacían cuando no conseguía sus nueve horas diarias de sueño.
— Sé que no estoy en posición de andarte ordenando nada, y no tienes porqué escuchar a esta vieja ciega... pero mi sobrino realmente te aprecia, y eso hace que yo te aprecie como familia — sonrió con empatía.
— No puedo dejarte salir en este estado, estoy segura de que puedes comprenderlo. Debes descansar por un día, incluso dos... — estiró su mano y tomó el brazo de Alessandro, sintiendo su escasa masa muscular (haciéndolo enrojecer ligeramente).
— ¿Pero qué cosas? ¡Estás hecho huesos! — exclamó horrorizada, incapaz de creer que había dejado que un muchacho tan delgado permaneciera de ese modo en su casa.
— Les prepararé el desayuno y me aseguraré de ponerle un par de plátanos extras al tuyo. Carbohidratos con potasio y mucha vitamina B6, te ayudará a recuperar la energía, mientras tanto tómate la Yerba Maté y échate una siesta... creo que también tenemos camotes, para la vitamina A, y me parece que el tarro de avena todavía tiene algo más de la mitad...
Las dos mujeres se alejaron a la cocina. Camilo se puso de pie.
— Ya la oíste, descansa — le sonrió, dándole una palmada en el hombro antes de seguirlas también a la cocina.
El chico se hundió dramáticamente en una de las sillas del comedor, echando su cabeza hacia atrás.
... No podía mentir, se sentía bien que alguien mayor se preocupara por él de esa forma, le recordaba aquellos años en dónde era más joven. De esos placeres que olvidas la forma en la que te llenan de pies a cabeza, pero al recordarlos no puedes creer todo el tiempo que pasaste sin ellos.
Escuchó en el fondo la voz de la mujer morena dándoles instrucciones a sus dos ayudantes de cocina y sonrió, recordando de pronto a sus amigos.
Imaginó en silencio las miles de cosas que pudo haber dicho en el momento de su partida que hubieran hecho todo menos difícil mientras le daba un sorbo a la taza. Arrugó el rostro, echando sus contenidos amargos en la maceta de un robusto Palo de Brazil y dirigiéndose a la habitación de huéspedes.
Empujó la puerta y se dejó caer sobre el colchón, quien dejó escapar un rechinado.
— ... Merda.
No pudo evitar pensar entonces en los gatos, y su estómago se hizo un nudo.
Estaba perdiendo el tiempo... Dios, debía rescatarlos, quién sabe qué podrían estarles haciendo en ese lugar.
— ¡Alessandro!
La voz de Oliver sonaba obstruida por algo, y cuando se trepó a la cama el chico descubrió porqué: de su hocico colgaban unas llaves.
— Supuse que necesitaríamos esto — añadió, dejándolas caer a su lado.
El joven las observó por algunos segundos, parpadeando lentamente.
— ... Sabes manejar uno de estos, ¿cierto?
— ... No puede ser tan difícil.
Alessandro armó un rompecabezas mental lo más rápido que pudo, metiendo su mano dentro de su bolsillo y tomando el mapa que había doblado cuidadosamente, estrechándolo entre sus manos.
Oliver lo miró expectante. Sólo los perros les aplaudían sus gracias a los humanos, y él no era ningún perro... pero estaba ansioso por ver qué cocinaba en esa cabeza lampiña tan grande.
— ... Bien, nuevo plan — sentenció finalmente, echándole una mirada la la puerta.
— No podemos salir por la entrada principal porque se darían cuenta, así que si logramos escabullirnos en silencio hasta alguna puerta trasera es posible que logremos...
Divagó por la habitación, fijándose en una estrecha ventana tragaluz casi en el techo que dejaba entrar iluminación natural. Revelaciones dignas de filósofos griegos apareciéndose una y otra vez.
Si quieres rescatar a un gato, debes pensar como un gato...
El felino anaranjado siguió su mirada, ladeando la cabeza.
— ¿Cómo piensas que vas a...? — su pregunta se quedó colgada en el aire, pues el chico ya había comenzado a mover la cama con empujones.
— Cierra la puerta, Oliver.
"Primero la cabeza, después los brazos, al final las piernas... no, no, me caeré de esa forma, mejor las piernas primero... no, pero así pierdo el balance, creo que debo meter una por una...".
Cualquiera que hubiera estado merodeando por afuera de la casa de madera se hubiera quedado mirando al larguirucho italiano con medio cuerpo colgando de la pared con una mueca de diversión en el rostro (por suerte la única alma ahí afuera era un pequeño pony enano, mirando el horizonte con añoranza y pérdida en sus ojos saltones). Empujaba sus pálidas extremidades por el cuadrado abierto como si se tratara de masa moldeable infantil por pequeños moldes de figuritas, sus muecas de trabajo cómicamente exageradas bajo la luz del sol.
"Primero el brazo izquierdo... no, el derecho, con el derecho tengo más fuerza... pero si paso primero el derecho no tendré con qué agarrarme... mierda, voy a tener que regresar, si sigo así voy a terminar atorado, ¿a quién se le ocurrió que una ventana tan pequeña podría servirle a-?".
Bam.
— ... ¿Alessandro? — los bigotes de Oliver se asomaron sin dificultad por la ventana.
Un pulgar se levantó desde el suelo, acompañado de una risa con aires adoloridos.
— Estoy bien...
El pecho del joven subió y bajó por el esfuerzo físico, su nariz apuntando a la tranquila atmósfera clara y las aves que volaban en parvadas.
— Vayamos por ellos.
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