
Descarga eléctrica y un atraco a la inversa
Alessandro jamás hubiera imaginado que un par de gaseras se convertirían en una parte tan importante de su semana.
La cantidad de veces que se habían tenido que detener para que Oliver fuera al baño lo había estado haciendo pensar que, probablemente, debería estar tomando más agua.
El aire se secaba mientras el sol trepaba por el cielo, que había adoptado un brillante tono celeste. Se frotó la nariz, asegurándose de mantener un ojo en el número de litros de gasolina que el viejo Beetle ajeno se bebería.
Se sentía considerablemente más tranquilo que antes, pero aun con cualquier pequeño sonido fuera de su campo de visión saltaba cual chihuahua histérico.
"¿Qué demonios le toma tanto tiempo?".
Se mordió la mejilla.
"Aún tienes tiempo de arrepentirte, Alex" la voz de su cabeza (la cual sonaba bastante parecida a la de Camilo Buendía) le habló, pero la espantó como a una molesta mosca.
No tenía tiempo para arrepentirse.
... y menos para que el gato parlante se tardara horas haciendo pipí.
Miró a su alrededor, impaciente y murmurando algún insulto de nerviosismo dirigido al ausente felino.
Fue entonces que el día, antes tranquilo, comenzó a rugir.
El muchacho volteó sobresaltado para encontrarse con un grupo de motocicletas que se acercaban por la carretera, desviándose de su camino para plagar la gasera como abejas a la miel.
El suelo temblaba bajo de las enormes llantas y los aún más enormes cuerpos metálicos y despampanantes. Una mezcla de negros, rojos y cromos que lo deslumbraban, haciéndolo cubrirse los ojos con una mano mientras las dejaban descansar en sus sitios.
No pudo evitar acobardarse, dando un paso lejos de la pandilla y mirando para el otro lado.
Individuos con chamarras de cuero se quitaron guantes y cascos, algunos alejándose a la tienda de conveniencia y otros rellenando los tanques de sus vehículos de dos ruedas.
No quería ser prejuicioso... pero, mierda, Oliver debía apresurarse.
La motocicleta más cercana, Alessandro pudo ver, era negra. Jamás había sabido mucho de motos (o de cualquier cosa con llantas, en todo caso), pero imaginó que su padre no sólo podría reconocer el modelo, sino que estaría bastante impresionado por el mismo.
De ella se desmontó una figura protegida por un pantalón de piel negra y una chaqueta de mezclilla rota y oscura.
Retiró dos gruesos guantes de sus manos y tomó el casco blanco hueso que resguardaba su cabeza, dándole un tirón para descubrir una encendida cabellera color neón, que nacía de las raíces, rosa, y terminaba verde en las puntas.
El chico parpadeó un par de veces: los mechones flamantes, ciertamente, algo que lo había tomado por sorpresa, ni siquiera notando que se le estaba quedando viendo.
La dueña de tal imagen volteó al sentir su mirada, haciendo que Alessandro latiguera su cabeza hacía la carretera y enrojeciera de vergüenza.
Ella sonrió, notó por el rabillo del ojo.
"... merda, Oliver, dove sei?".
— ... Oye, tú — una voz cargada de energía se dirigió a él. La chica se le acercó con pasos energéticos y tocó delicadamente el cofre metálico del Beetle.
— Tu auto es genial — señaló con un silbido, dedicándole una mirada de admiración a la pieza de hojalata.
— ... Ah, gracias — el italiano volteó lenta y disimuladamente e hizo una mueca que rezó se asemejara a una sonrisa.
Aquella chica, a los ojos del simplón italiano, era como una pintura.
Una pintura que encontrarías en un museo de arte moderno y probablemente sería criticada porque "el arte contemporáneo es una basura", pero una pintura al fin y al cabo.
Su piel, enrojecida en la tez por las que, imaginó, serían horas de andar bajo el sol, estaba decorada con un papel tapiz de escasas y pálidas pecas. Su nariz aguileña y grande sobresalía de su rostro, y sus ojos grandes eran de un musgoso tono verde-café, una refrescante electricidad en forma de un oasis de ánimo junto con una sonrisa de dientes ligeramente chuecos.
— Es un 1959, ¿cierto?
— Ah... — el chico vaciló.
— Sí, un 1959.
— ¡Dulce! — la chica sonreía de oreja a oreja. Alessandro se vio incapaz de no corresponderle.
Pasó una mano por su cabello, sacudiéndolo como si, en lugar de peinarlo, quisiera desordenarlo, recobrando el volumen que su casco le había quitado y demostrando que estaba cortado irregularmente.
— Una historia tan trágica, pero son autos exquisitos. Y pensar que Hitler tenía buen gusto para vehículos...
La chica se mordió la mejilla, pensativa. Alessandro frunció el ceño.
— ... Bueno, retiro lo dicho — rio tontamente.
— Tal vez no sea lo más adecuado de decir de un genocida, ¿cierto?
— ... cierto — el italiano soltó una risa airosa para no verse tan serio, haciendo a la motociclista sonreír aliviada.
— Mi nombre es Angie — extendió su mano, que tenía un tatuaje de abeja en el dedo anular.
— Alessandro — correspondió, estrechándole la mano aunque fuera un saludo anticuado, lo cual pareció divertirla.
— ¿Extranjero? Oh La Lá! — canturreó, sus hombros moviéndose al ritmo de sus palabras.
Era la personificación de la pirotecnia navideña que su hermano gustaba de encender y hacer a los perros ladrar cuando eran más jóvenes.
— ... Italiano — aquel que asemejaba a un rectángulo dudó, notando que estaba a punto de desbordar el tanque de gasolina y quitando la bomba con una mueca.
— ¿No fue eso italiano?
— Francés, eso fue Francés.
Angie frunció los labios. Alessandro se tomó la libertad de contar las diversas perforaciones en su rostro, que se distribuían entre su boca, nariz y orejas, quienes estaban descubiertas ya que los mechones en los costados de su cabeza eran significativamente más cortos que el resto de su cabello, que ya era corto por su parte.
— ¡Angie! — alguien la llamó a gritos. Otra chica, cuya chamarra de vinilo roja destellaba bajo el sol, le hacía señas con una mano.
— ¿Vas a comprar algo?
— ¡Pero si estoy haciendo un nuevo amigo, Gaby! — exclamó con voz potente, restándole importancia y regresando sus ojos a Alessandro, haciéndolo bajar la mirada.
— Estás bastante alejado de la ciudad, Alessandro de Italia, ¿qué haces por estos rumbos?
El joven dudó.
— ... Podría hacerte la misma pregunta — logró sacar dolorosamente, esperando no quedar como un tremendo idiota.
Pero es que no se le ocurría excusa alguna, y "estoy en una misión de rescate felino" probablemente lo haría quedar como un idiota incluso más grande.
Angie sonrío, alzando la cejas, como si no hubiera estado esperando que eso saliera de los labios de un chico tan tímido.
— Vaya, señor preguntas — chistó, "acomodando" de nuevo su cabello.
— Estamos de rodada, ¡planeamos recorrer el mundo entero!
— ... ¿El mundo entero?
— ... Bueno, por algo se empieza — rio.
— Viajaremos hasta la ciudad vecina y visitaremos un restaurante de costillas que le gusta a Gaby, regresaremos bajo la luz de la luna. La mayoría tenemos clases mañana.
Ni siquiera se había molestado dándole un pensamiento a la universidad. Alessandro se mordió la mejilla, evitando preocuparse también por eso.
— ¡Angie!
— ¡Ya voy! — exclamó molesta, soltando un quejido exagerado.
— Debo regresar al camino, Alessandro, pero fue un gusto conocerte a ti y a tu auto — lo miró seriamente, haciéndole una seña con dos dedos en la frente y encaminándose de regreso a su motocicleta.
Pequeñas burbujas, como gas en una lata de cola, nacieron en el interior de su estómago, abriéndose pasó por sus interiores, su esófago, su garganta y hasta su lengua.
— ¡Espera, Angie!
La motociclista de mechones vivaces se detuvo, mirándolo de regreso.
Alessandro tragó saliva.
"No es momento de acobardarse, Alex... ¡dejemos de ser cobardes!"
— ... Me... ¿me pasas tu número de teléfono?
Observó, con una sonrisa tonta en el rostro, a la jauría de bestias con motores rugientes alejarse hechas una nube de polvo, sol y risas como truenos. Sujetaba su teléfono fuertemente en una mano, temiendo que, en un movimiento en falso, el nuevo contacto guardado con un emoticón de corazón verde se fuera a borrar.
Oliver surgió de por atrás de la tienda de conveniencia, pateando hacia atrás para asegurarse de que toda la tierra de sus patas se le cayera y caminando tranquilamente hasta quedar sentado junto al italiano, quien aún veía a las motocicletas, ahora del tamaño de semillas de linaza en la distancia.
— ... ¿Todo bien? — el felino preguntó, frunciéndole el ceño a la expresión de su compañero.
Alessandro sólo pudo suspirar.
***
Con el paso de las horas y los kilómetros, los ya escasos indicios de la sociedad comenzaron a desaparecer por completo, reemplazados por rocas, árboles y flora que te harían pensar que el mundo es más mucho grande de lo que alguna vez creíste.
El joven miraba anonadado por fuera de su ventana, el gato, por el contrario, fruncía el ceño.
— ¿Cuánto falta para llegar? — se quejaba, dándose vuelta tras vuelta en el asiento del copiloto, subiéndose al tablero pese a los reclamos de pánico de su compañero y paseándose por los asientos de atrás.
— Me estoy entumiendo aquí adentro... además, tengo que ir al baño.
Alessandro lo miró de reojo, exasperado.
— ¿En serio? ¿Otra vez?
— ¡Soy de alto mantenimiento!
El chico gruñó, echando su cabeza para atrás.
— ¿De dónde crees que voy a sacar un baño? — le preguntó, señalando a sus alrededores con un molesto ademán.
— ¡Estamos en medio de la nada!
— Pues será mejor que te apresures — advirtió.
— Porque a estas pilas de papeles les estoy viendo cara de caja de arena.
El viejo vehículo se orilló en la carretera. Alessandro estiró la mano a la puerta del copiloto, jalando de la manija para dejar que el peludo felino se arrastrara fuera.
— Vaya, ¿no pudiste elegir un lugar más incómodo, cierto? — el animal masculló y el chico le hizo una mueca. Levantando las patas dramáticamente y pateando tierra hacia atrás, se retiró para esconderse detrás de algún arbusto como si ese chico no lo hubiera visto cagar cientos de veces (y en sus macetas, lo peor del caso).
Alessandro se recargó contra el asiento, pronto encontrándose con lo realmente pequeño que era el espacio del auto. No le había molestado antes, pero ahora sentía que lo iba a aplastar y dejar engravado en su superficie de verde metálico brillante como en esa escena de Star Wars.
Abrió su propia puerta y saltó fuera, estirándose y sintiendo la pequeña brisita que acompañaba los potentes rayos del sol en su cuerpo larguirucho, que se quedaba como si lo hubiesen metido en una pequeña jarra de cristal y sacudido por unas cuantas horas.
Respiró profundamente. Su mirada divagó mientras dejaba que el mundo lo absorbiera mientras absorbía al mundo. Aquella "carretera", que era sólo un camino de tierra se, encontraba alzada, y a un par de metros estaba el barranco que lo separaba de otro camino, que aunque no significaría una caída letal si llegaba a resbalarse (un pensamiento que siempre tenía al encontrarse en cualquier superficie relativamente elevada), le daba una buena vista de la carretera completa, además de una molesta sensación de vértigo.
Cerró los ojos, de pronto, apretándolos, confundido: ¿por qué la Tierra había comenzado a hacer sonidos extraños?
Y cuando los abrió y su mirada fue atraída al lugar en donde la carretera opuesta comenzaba en el horizonte descubrió que no era ningún efecto de sonido de rotación espacial, sino un vehículo.
Por un momento creyó, esperanzado, que las motocicletas (y Angie. Quizás sólo Angie) estaban regresando... pero pronto halló que sólo era un camión.
Frunció el ceño, perdiendo el interés, y estiró el cuello para ver de qué se trataba sólo por encontrar algo en qué ocuparse.
Lo vio crecer mientras se acercaba como una bestia metálica molesta por la bandera roja de un torero, y para cuando pudo ver el logo en su caja de gran tamaño, sus rodillas ya habían empezado a temblar.
— Merda — musitó, derribándose al suelo y arrastrándose detrás de un par de plantas espinosas.
Había reconocido el triángulo y el círculo, ese mentado par de figuras...
Era un camión con el logotipo de Sparrowhawk.
Como si el universo se hubiera detenido en toda su grandiosidad para mirar a la pequeño espora de polvo que es nuestro planeta, concentrando su mirada en una sola locación y en un especialmente flaco joven italiano, y hubiera decidido "sí, me parece que hacerlo pasar un mal rato es una buena idea", el vehículo se detuvo cerca de su escondite, las llantas dejando de girar y dejando varado al enorme monstruo en un mar de tierra y pasto.
Si los corazones pudieran escapar de los costillares, el suyo lo hubiera hecho desde hace varios eventos desafortunados, pues cada vez que se creía inmune al nerviosismo un nuevo infortunio lanzaba sus pálpitos a niveles preocupantes.
Se mordió la lengua. Sabía que estaba lo suficientemente lejos como para que no escucharan sus respiraciones, pero también sabía que su suerte no era exactamente buena.
Conociendo la forma en que el mundo lo trataba, daría un paso en falso y seguro caería rodando hasta los pies del conductor y su compinche, quienes dejaban los asientos y se estiraban de la misma forma que él lo había hecho hace unos pocos segundos.
Desenfocó su vista y se concentró en las distantes voces del par de individuos. Escuchaba murmullos que quería engañarse para creerlos palabras, pero, la verdad, estaban demasiado lejos.
No podía escuchar absolutamente nada.
— Listo, Alessandro, no pude hacer ni una sola gota, ¡resulta que fue falsa alarma! Tanto tiempo pensando en "¿qué pasaría si me dieran ganas de hacer pipí ahora?" lograron engañarme a... ¿qué haces en el suelo? — Oliver trinó a sus espaldas. El chico lo tomó rápidamente y tapó su boca, interrumpiéndole su curso de pensamientos.
— Ahora que no es conveniente sí terminas rápido, ¿cierto?
— Te dije que fue falsa alarma — se revolvió para soltarse, mordisqueándole los dedos y hablando en voz baja.
— ¿De qué nos escondemos?
Alessandro señaló al camión.
El gato, claro, aún no había entendido por qué se escondían, y ahora se preguntaba, también, por qué se escondían de un camión, pero se mordió la lengua y escuchó atentamente.
Entonces comenzó a reír.
— ... ¿De qué te ríes? — Alessandro tuvo que preguntar, jurando que si su gato, además de tener una voz, oía voces, se entregaría a los hombres del camión.
— Es gracioso, ese, el de abajo — Oliver señaló.
— Uno de ellos le preguntó al otro que si estaba bien, y le respondió "esto de las ocho horas me va a sacar hemorroides" — chistó. El chico notó que los hombres reían del mal chiste junto con su felino.
Pensó por un momento.
No sabía mucho acerca de gatos, pero sí había oído en algún lugar en el internet que los gatos escuchaban bastante mejor que las personas...
Sus ojos se iluminaron.
— Oliver, ¡bendito felino!
— ... ¿Ah?
Alessandro volvió a tomarlo con fuerza y le plantó un beso en la frente, acomodándolo lo más cerca posible del borde del barranco.
— ¿Qué están diciendo?
El gato entrecerró los ojos, acostumbrándose, a regañadientes, a la forma en que lo tenían sostenido.
— ... Están molestos por tener que manejar tantos kilómetros... que ese no es su trabajo... que su jefe es un jodido malparido... que la compañía "hija de la re-mil puta"... oh... oh vaya...
— ¿Qué?
El gato frunció el ceño.
— Dicen que todo fue por la culpa de... "las asquerosas ratas que hablan"... ¿también habrán hecho ratas que hablan?
— ... Sí, Oliver — el chico mintió.
— Vamos, no te distraigas.
— ... parece que regresan de hacer una entrega a "otro laboratorio"... les quedan un par de kilómetros de camino, pero no aguantaban más para descansar un rato. Dicen que comenzaban a oler a zoológico — Oliver continuó al momento en que el conductor encendía un cigarro y su contrario abría la compuerta de la caja del camión, las estelas de humo gris con olor a tabaco apenas acariciando sus sentidos, haciendo al gato arrugar la nariz. Estaban demasiado lejos como para asomarse dentro de los contenidos, pero algo le dijo al chico que nada bueno podría esconderse en un camión de Sparrowhawk...
— ... están desalojando algunas salas de experimentos en el laboratorio principal para hacerle espacio a los más importantes... o al menos eso estoy entendiendo, porque me cuesta pensar en otra razón por la que tengan un "mono ciego y sordo adicto a la nicotina" en la cajuela del camión.
— ¿Están regresando a Sparrowhawk? — el chico inquirió, recibiendo un ademán afirmativo.
Alessandro se mordió el labio. Los engranajes de su cabeza maquinando otra de sus ya comunes "grandes ideas".
Oliver casi podía oler el olor a gasolina quemada, poco sueño y destino (no específicamente del bueno) emanando por sus orejas, sus pensamientos galopando y cobrando velocidad.
— Van a "descargar el tinaco" — Oliver añadió, frunciendo el ceño en cuanto los hombres comenzaron a alejarse.
— ¿Los camiones tienen tinaco? Eso es nuevo. Los humanos son más extraños de lo que...
La frase se interrumpió en sus labios felinos, pues el chico lo arrancó de su sitio y lo sujetó como balón de fútbol americano (si su padre lo hubiera visto se hubiera sentido muy orgulloso).
Con una rapidez que incluso Alessandro descubría por primera vez, regresó al Beetle verde, abriendo la puerta con fuerza y tomando los documentos con todo el cuidado que sus brazos llenos de adrenalina y sus respiraciones, que comenzaban a subir el ritmo, podían lograr.
— ¡A-le-ssan-dro! — Oliver chilló, rebotando en su trote.
— Shush.
Corrió colina abajo con sus rodillas quejándose y el sol cegándolo. Intentó ignorar las espinas y piedras que le arañaban los tobillos con un solo objetivo en su decidida mente: "que no te vean. Si te ven, te asesinan, y a Oliver también".
"Esta es tu única oportunidad".
"No hay marcha atrás".
"... No eres un cobarde".
Saltó con sus piernas largas y se escondió detrás del camión, deteniéndose para impulsarse con sus manos y escurriéndose dentro de la cajuela con un empujón, colocándose detrás de una torre de cajas apiladas y abrazando al animal contra su pecho, respirando con dificultad.
— Phew, ahí se fueron tres cafés y seis cervezas — uno de los hombres, de voz rasposa por años de cigarros, chistó, el chico escuchando sus palabras claramente ahora, a un par de metros de distancia.
— Eres un maldito asqueroso — el otro respondió, sus cuerdas bucales más relajadas, sanas y maduras.
— Esa mierda te va a deshacer los riñones... la orina no debería ser café.
— Bah, a tu madre con eso.
— No digas que no te lo advertí cuando te tengan que abrir en dos para limpiarte.
Sin mucha atención, la puerta fue cerrada, bloqueándoles la única fuente de luz y amplificando el sonido de sus pulmones haciéndose grandes y pequeños al ritmo de un mustang.
Algunos murmullos después las dos puertas también se cerraron, y, de un momento a otro, el motor estaba en marcha, la cajuela metálica vibrando como en un sismo.
Pudieron haber pasado cinco minutos, pudo haber pasado una hora, pero Alessandro estaba completamente congelado en su sitio. Su ritmo cardíaco buscaba tranquilizarse, y en la aceleración ni siquiera había notado que las garras del gato estaban enterradas en su pecho.
— ... auch... ¡Auch! ¡Oliver!
— ... ¿Qué? ¡Ah! Lo siento — Oliver parpadeó, retirando sus uñas para que el italiano sobara las pequeñas marcas en forma de agujas en su pálido torso.
Respiraron profundamente al unísono. Alessandro tomó su teléfono de su bolsillo y encendió la linterna, iluminando el polvoriento y silencioso interior.
— ... No puedo creer que hayas hecho eso — el gato, derribándose a un costado, exclamó exhausto.
— ... Yo tampoco — el chico le respondió, soltando una risa tonta.
— Yo tampoco.
Tal vez era un tanto más valiente de lo que había pensado...
— ¿Qué crees que sea todo esto? — le preguntó a su gato, negándose a caer en meditación cuando se encontraban en una situación tan precaria.
Las orejas del animal temblaron en la presencia de misteriosos cubos ocultos debajo de mantas color beige.
— ... Cajas — soltó al aire, haciéndolo voltear los ojos.
— ¿Qué crees que tengan adentro las cajas? — volvió a preguntar, molesto.
El felino pelirrojo tragó saliva.
— Sólo hay una forma de averiguarlo...
El chico le pidió a quienquiera que estuviera escuchando que en esas cajas estuvieran los gatos. Que, por obra divina del destino, sólo tuvieran que esperar a una parada más, escudriñar fuera de esa apestosa cajuela y huir para jamás asociarse con esos laboratorios del demonio jamás.
La esperanza es lo último que muere... o, por lo menos, eso dicen, y cruzaba los dedos en la oscuridad de atrás de su linterna...
Pero cuando las garras de Oliver deslizaron las cortinas del cargamento para revelarlo, supo que alguien no sólo había ignorado su petición, sino que, además, le había escupido encima.
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