Capítulo 9. Angus
Al día siguiente, Arona vino a llamar a mi puerta a las diez de la mañana. Salí al rellano con los ojos chiquitos y envuelto en una bata de seda, con una raja que se abría cada vez que sacaba la rodilla.
-¿Qué quiere a esta hora, petarda? -le grité desde el rellano. Hacía un frío horrible por las mañanas y se me quedaban los pies helados.
-¿Qué llevas puesto? -preguntó Arona-. Se te ve un testículo por ahí.
-A ver si se estrella un Seat Panda enfrente de mi casa.
-Bueno. Vístete y sal.
No pregunté más; simplemente refunfuñé por toda la casa y obedecí.
A los veinte minutos salí vestido con una camisa larga de palmeritas, de estas de señor cocainómano de Pachá Ibiza que tiene una pecera gigante en su casa. En mi pecho asomaba un minúsculo pelo rizado que me daba un poco de heterosexualidad, pero no pasa nada porque la heterosexualidad es como el tabaco: solamente da cáncer en exceso. Y si no fumas nada mejor.
Arona me cogió del brazo y me arrastró hacia la plaza del pueblo, murmurando:
-Tengo un plan para identificar a los dos chicos que nos quemaron las peñas.
-¿Y cuál es?
-Preguntar al Servicio Secreto de Inteligencia de Arenas de Buitrera.
Llegamos a la plaza. Ante nosotros había una furgoneta blanca aparcada al lado del Ayuntamiento, con las puertas traseras abiertas y los cristales tintados. Un hombre junto a ella repartía bultos y recogía billetes.
Veinte abuelas hacían cola para comprar el pan, cada una con su bolsita de punto de tricotar o de propaganda de Seguros Ocaso. Algunas venían en bici y guardaban el pan en la cestita delantera. Otras lo ataban en la baca oxidada que tenían sobre la rueda trasera.
-Uy, qué vergüenza -susurré.
Arona me cogió del brazo para que no me escapase y se acercó a la cola, donde parloteaban las abuelas.
-¿Quién da la vez? (54)
(54) Significa«¿Quién es la última?» enclave.
-Deme una docena de huevos.
-A ver, hijo, ¿me has dado bien las vueltas? Me faltan cinco céntimos.
-Yo quiero una merluza, que viene mi hija a comer.
Yo alucinaba. No sabía que ese señor vendía tantas cosas. Pero claro, es que yo nunca estaba despierto a estas horas para verlo con mis propios ojos. Para los nietos siempre había pescado fresco en el congelador de la abuela, el pan aparecía recién hecho cada mañana y los huevos se reponían mágicamente en la nevera. Y todo sin haber ni una tienda física en el pueblo. Ya decía yo que algo estaba sucediendo.
Las abuelas nos miraron con curiosidad en cuanto aparecimos, pero a la vez tenían un ojo puesto en la cola para vigilar que nadie se colara. También aparecía algún hombre aparecía de vez en cuando, que esperaba su turno con las manos detrás de la espalda, adquiría el pan y se iba en absoluto silencio.
-¡Arona, moza! ¡Qué guapa estás!
-Hola, Sole -saludó Arona muy contenta.
-¿Y tú de quién eres? -me preguntó una yaya de setecientos años.
-Es el nieto de Sevidanes -dijo su amiga-. ¡Qué mayor! Y siempre andando con chicas.
Se echó a reír. Yo me froté el puente de la nariz.
-Oye, Sole -interrumpió Arona, agarrándola del brazo con amabilidad-. Vosotras que siempre andáis haciendo la Ruta del Colesterol(55), ¿visteis ayer a alguien de otro pueblo por la calle de las peñas?
(55) Nombre para designar los paseos (generalmente nocturnos) que hace la gente mayor de cincuenta años alrededor del pueblo. La primera vuelta comentando sobre las viviendas, la segunda vuelta de cotilleo puro. A la tercera, a alguna le duele el gemelo y se van quedando en casa.
La vieja negó con la cabeza. Luego dijo, en voz baja:
-A los negritos en bici, como siempre. -Y luego sentenció, como una Ordenanza Municipal-: No se sacan las bicis por la noche.
-¡Uy! Yo sí vi un coche desconocido -interrumpió otra señora-. En frente de la Teodora. Había dos jóvenes dentro, que yo decía: «esta gente viene a robar sandías de los huertos. O a llevarse las macetas al frontón(56)».
(56) Costumbre antigua de los jóvenes para hacer rabiar a la gente mayor, que consistía en llevar todas las macetas y jardineras al frontón del pueblo. A la mañana siguiente las abuelas tenían que identificar cuál es la suya y llevársela devuelta sin que tenga que intervenir la OTAN. En realidad esto se dejó de hacer hace muchos años, pero había abuelas que todavía metían las macetas dentro dela verja por si acaso.
-O a cagarse en tu puerta, que es peor -apuntó otra abuela, víctima de las fiestas del pueblo.
-¿Y cómo eran? -preguntó Arona.
-Pues uno era rubio; buen mozo, pero con los brazos tatuados como un legionario; y el otro tenía el pelo rizado como un perro de aguas. Aparcaron el coche y salieron con un bidón en la mano.
Arona y yo nos miramos en silencio.
Por la tarde, cuando les contamos la nueva información a la peña de La Camorra, identificaron a los pirómanos con rapidez:
-Ahí lo tienes -dijo el Chui con obviedad-. Los Sandoval de Cobos. El rubio es el Trepa, y el perro de aguas es el pequeño de la familia. Me los cargo.
-En ese pueblo son todos subnormales -declaró Kike.
El pique con Cobos del Cega traía años de antelación.
Cobos del Cega era un pueblo situado a quince kilómetros del nuestro. Era un poco más grande: quinientos habitantes, cuatro bares, un Caja Rural, un frontón con Kintos y una fuente contaminada de arsénico. Otro pueblo más que olía a leña quemada en invierno, que se llenaba de níscalos en otoño y que sufría una plaga de mantis religiosas en verano. Nuestro pueblo también sufría esta tremenda plaga de Moisés: tres días de terror absoluto dirigido por Gaspar Noé, donde sacabas las llaves para entrar en casa y encontrabas un alienígena verde en el picaporte.
No había nada que diferenciase a Cobos del resto de pueblos; hermanos de raíces, de ocio y de laboreo. Pero un año les tocó el gordo de la lotería, un montón de millones, y ya nunca volvió a ser lo mismo. Los chalets se multiplicaron como las mantis religiosas. Las tapias se hicieron altas para separarse del exterior, y dentro se escuchaban aspersores y chapoteos de alguna piscina enorme. La gente iba a los bares diciendo «ponme un cubata o te compro el bar».
-Si es que no hay peor cosa que un garrulo al que le cae dinero del cielo -decía la gente de otros pueblos. Muertos de envidia en realidad.
La envidia es una cosa intrínseca a la gente de los pueblos. La gente de ciudad también es envidiosa, pero como no conocen a sus vecinos, es más difícil que se acumule el rencor a lo largo de los años.
Si te iban bien las cosechas, o si heredabas una tierra espectacular para el ganado, es posible que a la mañana siguiente aparecieran tus sandías destrozadas y tu dehesa quemada.
En los años cuarenta, mi bisabuelo por parte de familia segoviana, que era maestro, postuló para el puesto de director del colegio principal de Sepúlveda. Al día siguiente de ser elegido, fue acusado anónimamente de ser republicano y el bando nacional vino a llevárselo preso. La idea era que no llegase vivo a la cárcel de Sepúlveda, pero sus familiares cogieron la bicicleta y persiguieron el furgón durante todo el camino, así que les fue imposible fusilarle en la cuneta. Llegó a la cárcel, y de la cárcel consiguieron sacarle alegando que sus hijas estaban bautizadas.
Luego se enteró de que le había denunciado un amigo suyo que también era maestro. La única explicación posible era la envidia.
Envidia, ira, gula, soberbia, lujuria, pereza y avaricia. Por más que Jesusito se hubiera esforzado en dejarnos unos tips de comportamiento, cada vez se nos hacían más difíciles de cumplir. A mí el primero, que había crecido bajo el aura de la Virgen del Rosario y de las manos de mi abuela, que me quitó de una hostia la peineta de la cabeza la primera vez que llegué a casa con ella.
La pelea que tuvieron mi madre y ella en el salón fue un puto cuadro. Mi padre se mantuvo ausente como un jarrón de geranios durante toda la conversación, hasta que un día llegó a casa con una peineta recién comprada y me dijo: «Dejá al niño que se ponga lo que quiera. Si totá, se le va a caer, que tiene tre pelo».
Yo quería todos aquellos colores de los vestidos, quería los flecos, la farándula. Me aburría la camisa blanca, la mandíbula cuadrada, montar al caballo de frente. Yo quería subirme de lado, con las piernas cruzadas mientras cantaba canciones de Raffaella Carrà. Que yo soy moderno, abuela. Que yo he nacido moderno.
Ella no veía lo que yo veía. Las piscinas estaban llenas de niños que ponían sus huevecillos diminutos en frente del chorro de agua y descubrían su sexualidad. Continuamente había niños en piscinas descubriendo su sexualidad.
Desde que vio un documental en España Directo sobre menores trans, mi abuela rezaba todos los días porque no me levantara un día siendo mujer. «Que no, abuela, que yo soy un hombre» Le explicaba. «Simplemente, soy moderno».
-¿Y cómo sabe que ere un hombre? -me preguntaba mi abuela.
-Hay que vé, awela, que has nacío filósofa. Estas cosa no se preguntan mientra me como un bocadillo de nocilla.
Bueno. Que no sé que estoy diciendo.
Que después de comer llegué a la peña con una ilusión que no me cabía en el pecho. Para atraer la atención, dejé el móvil en la mesa con un golpe que había debido de romper hasta el coltán de dentro.
-Vengo a contaro un cotilleo que os vai a quedar caritrini -dije-. ¡Bueno! El cotilleo del año. A la altura del beso entre Madonna y la Britney en los Premio MTV.
Arona abrió mucho los ojos, interesada. Marto puso algo de interés, pero lo justo, porque ella y yo seguíamos enfadados.
Ayala y Arona también estaban enfadadas entre sí. El clima estaba más tenso que un puré de patatas, pero si hay algo que he aprendido en esta vida es que el clima está como tú quieras que esté. El clima hay que manejarlo.
-Angus, no... -comenzó a decir Ayala.
-La Lola -declaré-, que ayer se lio con el Trepa de Cobos del Cega.
-¡¿QUÉ?!
Arona se levantó de golpe.
-Sí, sí. Que lo vi yo con mis propio ojo, detrá de la peña. -Levanté el dedo índice-. Y espérate que no estuvieran haciendo fornicio, que estaba ella muy despeiná. Yo creo que vi pezón ahí.
-¡¿Pero cómo se le ocurre?! -Arona no cabía en sí de la ira-. ¿Pero será pedazo de zorra? Que nos han quemado la peña. Que tienen amenazado a mi Adri. ¿Pero qué clase de traidora es esa tía?
-Un poco tarántula sí é.
-A ver, a ver -Ayala intentó calmar las cosas-. ¿Pero tú estás seguro de lo que viste?
-Qué va a estar seguro -intervino Marto, mirándome-. Este lo que es es un trolero. A ver cuándo abrís los ojos de una vez.
-Mira, chocho -me puse serio, juntando el índice y el pulgar para formar un círculo y sentar cátedra-. Te lo juro por que se muera mi madre. Por el cadáver de Avril Lavín, que falleció en 2003 y ahora está reemplazá por un clon. Que vi a la Lolita con el rubiazo de Cobos y se lo dije a Ayala ayé por la noche. ¿Es verdá o no?
Ayala terminó asintiendo, muy a su pesar.
Arona se paseó por la peña con la mano en la frente, maldiciendo:
-Pero qué hija de puta. Qué hija de puta. -Miró a Ayala echando chispas-. Qué pasa, ¿que en Madrid no habéis aprendido lo que es la amistad? ¿La lealtad?
-A mí no me hables así, que no te he hecho nada -replicó Ayala con fiereza.
Marto se cruzó de brazos y bufó, mientras murmuraba:
-Y el pobre Bergen arrastrándose por ella. Cuando se entere se le va romper el corazón. Yo si me pregunta no pienso mentir.
De repente nos quedamos callados. Clavé en Marto mis ojos analistas, y entonces levanté el dedo índice y la señalé, con absoluta dramatización.
-A ti te gusta Bergen.
-¿Qué? No.
Todas miraron a Marto en silencio, alzando las cejas.
-Hombre que no. Por eso lleva día criticando a Lola -arremetí-. Vale que esté pasando droga, pero ¿desde cuándo te ha importao a ti que se folle a uno o a otro?
-¡Que se folle a quien quiera, redios! -gritó Marto, mientras en la voz le salía un minúsculo gallo traicionero.
-Yo solo digo... -intervino Ayala, reconciliadora-, que en vez de enfadarte con Lola, que es tu amiga, deberías enfadarte con Bergen por no fijarse en ti. Las mujeres no tenemos por qué competir entre nosotras...
-¡Que no estoy enfadada con Lola! -gruñó Marto, empezando a perder la paciencia. Se notaba a la legua que se estaba sintiendo acorralada.
-¿Y por qué coño no estás enfadada con Lola, si es una zorra traidora? -espetó Arona.
Me levanté con un movimiento grácil y anuncié, con un tono de voz digno de que me tiraran un Nobel de la Paz:
-No os molestéis, Bergen está por mí.
Bufaron de exasperación.
Noté que por alguna razón no me estaban tomando en serio y me indigné.
-Marto... -comenzó a decir Ayala, con todo el cariño del mundo-. No te preocupes. Él se lo pierde.
-No, yo me lo pierdo. Como siempre.
Salió de la peña dejando un silencio fulminante a sus espaldas. Ayala la vio marcharse con tristeza, y luego se dejó caer en el sillón con un suspiro.
Me rasqué la nuca y anuncié solemnemente:
-Cucharme. A mí como nadie me quiera de aquí al verano que viene, me pienso morí metiéndome un tripi en una bañera y rodeado de actore del Método.
En ese momento, por la calle pasó el Poncio paseando a las perras. Al ver a Ayala a través de la puerta de la peña, alegró la cara y levantó la mano.
-¡Hola, Reyes!
Ella se frotó los ojos.
-El que faltaba, viejo de mierda incansable... -murmuró. Entonces se levantó de la silla como una cobra y le encaró, colérica-. ¡Que me dejes en paz, hostia! ¡Que te puto pires!
Levantó la mano hacia el infinito, temblando de la tensión y señalándole la ruta para que se fuera directamente al infierno. El Poncio siguió su camino asustado.
Nadie dijo una palabra. Arona vio la escena con la boca entreabierta y se quedó mirando a Ayala como si fuera Mussolini. O peor aún, como si acabara de pisarle la pata a un perrito.
Se levantó a su altura, la miró a los ojos y la señaló con el índice:
-Eres... una irrespetuosa... Eres...
-No hables de lo que no sabes, Arona -espetó Ayala con fiereza-. Ese viejo me pidió que le enseñara las bragas cuando tenía seis años.
Arona se quedó paralizada.
-Eso... no es verdad.
-Oh, ya te digo yo que sí -se rio Ayala, nerviosamente-. Los abuelos no son animalitos de Pixar que están aquí para alegrarte la historia, Arona, los abuelos son personas arrugadas que llevan ochenta años existiendo en este mundo y que creen que nadie se acuerda de lo que han hecho, o que probablemente no se acuerden ni ellos mismos; me da lo mismo. Y la gente mala también puede arrugarse.
-¿Pero le enseñaste las braga? -acerté a decir.
-Sí. Se las enseñé. Recuerdo que estábamos solos en su corral; me estaba enseñando a coger los huevos de las gallinas.
-¿Pero... te hizo algo?
-No me acuerdo -dijo ella sentándose de golpe en el sofá de la peña-. Cada vez que le veo la cara me sube el vómito por la garganta, te lo juro, como si me hubiera tomao un chupito de pacharán.
Me senté a su lado en el sofá, muy despacio. Arona se había quedado sin palabras y se limitaba a mirar a Ayala a un par de metros de distancia, como si quisiera evitar contaminarse de aquella información tóxica que no le venía nada bien. La confusión la dejó fría e insensible, así que la barrera entre Ayala y ella pareció tensarse todavía más.
Estaba tan tensa que era imposible saber si se había desgarrado ya. Estaban en el colapso ardiente de una supernova, donde el caos es tan destructivo que ni siquiera queda espacio para el sonido. El silencio en el que se quedaron fue más dramático que Amaia Montero dejando La Oreja de Van Gogh. Un café con sal, ganas de llorar (IX).
En aquel momento apareció Cabracho asomando la cabeza por la puerta.
-¿Y Marto?
-Se acaba de í -respondí-. ¿Por qué?
-Nos hemos enterao de que el Trepa tiene una nave de pollos. Vamos a quemársela, como nos quemaron a nosotros la peña.
Dio una palmada al marco de la puerta y desapareció de dos zancadas.
Significa «¿A quién le toca?» en clave.
Nombre para designar los paseos (generalmente nocturnos) que hace la gente mayor de cincuenta años alrededor del pueblo. La primera vuelta comentando sobre las viviendas, la segunda vuelta de cotilleo puro. A la tercera, a alguna le duele el gemelo y se van quedando en casa.
Costumbre antigua de los jóvenes para hacer rabiar a la gente mayor, que consistía en llevar todas las macetas y jardineras al frontón del pueblo. A la mañana siguiente las abuelas tenían que identificar cuál es la suya y llevársela de vuelta sin que tenga que intervenir la OTAN. En realidad esto se dejó de hacer hace muchos años, pero había abuelas que todavía metían las macetas dentro de la verja por si acaso.
Capítulo 9. La Oreja de Van Gogh (2003). Puedes contar conmigo. En Lo que te conté mientras te hacías la dormida [CD]. Sony Music.
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