Capítulo 8. Ayala
Cuando Arona llegó a la peña, todo el mundo tenía un cubata en la mano.
Entre los ojos alcoholizados de los mayores, encontró la mirada de Adri y se fundió en un beso apasionado. Se notaba que algo había pasado entre ellos.
La gente de Halconada había bajado a Arenas para festejar una noticia: la novia de Molina estaba embarazada. El Gatito se paseaba por nuestra peña borracho como una cuba, hablándole a la gente muy de cerca y dándole la turra al personal para demostrar torpemente su afecto.
El ambiente estaba caldeado entre nuestra peña. Arona me dirigió una mirada finísima, casi translúcida, como para comprobar que seguía arrastrando mi existencia sobre Castilla y León. Supe que seguía enfadada conmigo cuando cogió una silla y se sentó en el lado opuesto del círculo que se había creado a la puerta de la peña, frente a mí, en toda una declaración de intenciones.
Marto tenía cara de perro y le hacía el vacío a Angus. Angus estaba cruzado de brazos y si le preguntabas qué le pasaba con Marto, solamente te decía:
—¿Has visto cómo me ha hablao ante? —Y negaba con la cabeza—. Homofobia. Juzgá por el Tribunal de la Haya.
¿Y Lola? Lola volvía a faltar.
El ambiente festivo de los mayores diluía un poco nuestras crispaciones. Todo el mundo felicitaba a Molina con alegría. Los de Halconada habían puesto un poco de dinero y le habían regalado una guitarra nueva, que el tío era capaz de afinar de oído en medio del barullo.
Cabracho le apretó el hombro cálidamente, lo suficientemente cerca de mí para que pudiera escuchar sus palabras:
—¿Y tus hermanos qué dicen?
—Todos mu contentos —contestó Molina.
—¿Y tu hermana pequeña qué tal? ¿Cuántos años tiene ya?
—Va a hacer catorce.
Cabracho ladeó la cabeza con una risita.
—Ya está en el mercado.
Molina hizo una mueca de risa incómoda, que se quedó en el silencio. Yo negué con la cabeza y me levanté del sofá para evitar liarme a hostias. El Gatito aprovechó el sitio libre para dejarse caer como un filete. Tardó sesenta segundos en quedarse dormido.
Enseguida llegaron Cabracho y el Navajas a reírse como duendecillos detrás del respaldo, señalando la raja del culo de su amigo y susurrándose movidas. Algo estarían tramando, los notas.
Arona se acercó a Molina, que probaba el sonido de la guitarra con rasgueos al azar.
—Bueno, Molina. ¿Y qué tal con Alba? ¿No discutís?
—No —se rio—. Y menos ahora. La mujer está hecha pa que se le digan cosas bonitas.
Arona guardó un momento de silencio, se miró a sí misma y le preguntó algo en un susurro que no pude escuchar.
Molina le respondió sorprendido:
—Qué vas a tener piernas de pollo. ¿Quién ta dicho eso?
Ella dudó un segundo.
—Nadie.
Molina se arrancó con unos acordes rápidos y la invitó a bailar con un movimiento sugerente.
—¡A ver esas piernas, que yo las vea!
Arona se quedó mirándole con perplejidad, pero Molina cambió el rasgueo al ritmo del reggaetón melódico, pachú pa chú, pachú pa chú, pachú pa chú. Arona se levantó muy alegre, haciendo girar los volantes de su camiseta.
—¡Oleee!
Kike se llevó el cigarro a la boca y usó las manos libres para iniciar unas palmas. El Navajas acompañó también desde la otra punta de la peña, haciendo percusión en la silla de plástico. Estar fumado todo el día no le impedía seguir el ritmo que tenía en la cabeza desde los quince años.
—¡Mira cómo baila la Arona! ¡Cómo baila!
Arona se contoneaba, levantaba las manos y giraba por el círculo que se había formado, devorando el espacio y clavando sus ojos encantadores en la gente, muy seria y con la boca entreabierta. Estoy segura de que en su cabeza se creía Sara Montiel.
—¡Toma que toma! —animaba Molina, combinando el rasgueo de las cuerdas con unas palmas en la madera.
Luego levantó unos punteos a una velocidad incapaz de seguir con la vista y se arrancó con más fuerza, mientras cantaba:
—"Ay, que en esta generación
Todos hemo salío artista,
Porque pica como una avispa
La tristeza en el corazón.
Y la farra que me da el ron
que me corre por la vena
Me trae a cada verbena
A cantarte esta decimita
Que ni la Rosalía imita
Ni en Kiss Fm suena".
Arona bajó hasta el suelo como una serpiente y luego volvió a subir, acariciándose el cuerpo. Los chicos la aplaudían y la silbaban para animarla, pero ella solo tenía ojos para una persona: para mí.
Las reacciones que levantaba a su alrededor me tensaban todo el cuerpo. Su sensualidad me ponía enferma. En mi mente solamente sonaban las palabras "está en el mercado". Me miraba desafiante como un gallo de pelea, defendiendo el territorio donde se pavoneaba y batallando en el nombre de la estética.
Bufé. Quería agarrarla del pelo. Dejarla calva de esa estúpida melena californiana hasta convertirla en un objeto no deseable, en un trapo de cocina húmedo y apestoso. Se estaba objetivando a sí misma para molestarme. A mí, que no era capaz de comerme un plátano por la calle sin sentirme incómoda porque un señor tuviera la sensación de que me estaba comiendo un pedazo de rabo.
Queríaborrar a Arona de la faz de la tierra por alimentar esa fantasía. Quería tirarle a Despentes(53) a la cabeza.
(53) Virginie Despentes, escritora feminista francesa y exprostituta, autora de "La Teoría King Kong". Para que al menos aprendáis algo con este libro, hostia.
Los mayores la recorrían con la vista. Adri estaba confuso. El Gatito roncaba en el sofá. Molina cantaba por encima de la guitarra:
—"Menos mal que te mantienen,
Que lo papi te hacen la cena
No hay Gucci's que te consuelen
Si la vida es una condena.
¿Qué harás con esta pena,
Con el brillo que sa apagao,
Y la Visa que te has gastao?
No mire a tu anillo
Y así encontrarás el brillo
Donde nunca habías mirao".
Apreté los dientes.
Entonces noté la mano de Angus agarrándome del brazo para sacarme del círculo. Me dejé arrastrar hacia donde el aire corría más frío.
—Ayala, nena. Ven, que te cuento un cotilleo. ¿Quieres que te cuente un cotilleo?
—...
—Vengo de echá un meo y, ¿a que no sabes a quién he visto dándose el lote en una esquina? A la Lola. Es que es inconfundible, la pajarona, tan chiquita y con la coleta en la punta la cabeza.
—¿Con quién? —murmuré.
—Pos con un rubiazo que no sé quién era. Es que estaba muy oscuro. Qué misterio, ¿a que sí? Esta chica está desatada. Nos está revolucionando el gallinero, como las sueca llegando a Torremolino.
Yo estaba distraída. Arona me ponía ojos de felina desde el círculo. Le sostuve la mirada con valentía y murmuré, lentamente:
—El gallinero ya está revuelto.
Angus no entendía.
—¿Pero no te preocupa que la Lola...?
—Déjala —espeté—. Que haga lo que quiera. Paso de ser la madre de nadie, que bastante tengo ya con soportar a la mía. La gente tiene que aprender qué fuegos quiere encender.
Molina cortó el rasgueo de golpe.
—¡Tú me dejaste caeeeer...!
—¡Pero ella me levantó! —corearon todos.
Busqué a Marto.
Estaba sentada con una mueca estrecha, como de señor occidental asistiendo a una danza tribal amazónica. Miraba a Arona con cierta distancia, analizando cada uno de sus movimientos con unos ojos imposibles de descifrar. Quizá reflejaban cierta sensación de recelo, de no pertenecer al momento, como quien observa un cuadro en un museo.
Quise acercarme a hablar con ella, pero se levantó y se fue a la peña.
—"Mujer de mal querer
Baby criminal, cri-criminal,
Es la dueña del anochecer,
Es fanática de lo sensual"(VIII).
Arona bailaba con todos en el círculo. Con Molina. Con Papi. Con Cabracho. Hasta con el Navajas, que a estas alturas era un porro andante. Con todos menos con Adri.
La canción terminó con unos punteos alegres de guitarra, que se fueron ralentizando hasta desintegrarse en el aire. Los reunidos acabaron estallando en aplausos, así que yo aproveché para ir a la peña a comprobar si Marto estaba bien.
Al llegar la luz estaba dada, pero no era Marto quien se encontraba allí. En su lugar estaba Lola, echándose un chorro de Absolut Vodka en el vaso. Angus me había seguido como un cuervecillo maquiavélico.
—¡Hombre, Lolo! ¿Con quién has estao?
Ella alzó las cejas.
—Con nadie.
—¿Como que nadie? ¿Y ese rubiazo quién era? ¡Que te he visto, guapa! ¿Qué hacías?
Lola se echó a reír, dejó caer un par de hielos en el vaso y canturreó la canción con la que había terminado Molina, a modo de respuesta: por su manera de respirar, puedo imaginarme lo que está haciendo.
El Gatito se despertó en el sillón, levantando la cabeza con los ojos como pipas. Kike le saludó desde la calle:
—¡Princesooooooo, buenos días!
—Tú... —El Gatito notó algo en el culo, se rebuscó en el pantalón y sacó un guiñapo de plástico—. ¿Esto que es? ¿Qué me habéis metío, tontopollas?
Era un condón usado. Lo tiró rápidamente y la gente estalló en carcajadas.
—¡Otro que ha ligao! ¿Qué has hecho, Minino? —preguntó Cabracho malicioso.
—Bienvenío al club de lo maricone —se rio Angus—. Más conocío en el instituto por "La Chupa En Los Baño".
—¿No te duele el culo? —inquirió Kike, malévolo.
El Gatito se llevó la mano atrás inconsciente, asustadísimo e intentando remar en las lagunas de su memoria.
—Qué asco dais —reproché, cruzada de brazos junto a la puerta.
Arona me miró con un aburrimiento tremendo y habló al aire, en un tono mazo de pasivo-agresivo:
—Que alguien le diga a esa tía que ser politicosa no es una personalidad.
Fui a replicarle, pero Cabracho se apoyó en el marco de la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, intentando establecer un vínculo de complicidad conmigo.
—Hombre, Ayala, es que el culo no es pa eso. Es una puerta de salida, no de entrada.
No pude aguantar más.
—Pues a ver cuándo dejas de metérsela a tu novia por ahí —le grité en la cara.
Me di la vuelta y cerré la puerta de golpe, notando los goznes rebotar contra puro hueso, como un cascanueces. Cabracho soltó un aullido de dolor a mis espaldas que me puso los pelos de punta; le había pillado los dedos con la puerta.
Salí a la calle con la respiración agitada y una ira cargada de intención. Me cagaba en el mercado, en las fanáticas sensuales, en Arona y en los maricones traidores. Me cagaba hasta en Despentes.
No tenía ni la más remota pretensión de ir a pedir perdón a Cabracho. Además... había sido un accidente, ¿verdad? Me miré las manos.
Al salir a calle abierta, el aire nocturno me despeinó como si hubiera entrado en el océano Atlántico. Se escuchaban maldiciones y murmullos en la peña, pero la música de mi cabeza seguía sonando, como un chiste malo y atemporal acompañando la situación. Eché andar para distraer el cerebro. Si le hablo malo se pone intranquila.
—¡Ayala! —escuché a mis espaldas—. ¿Ayala, chocho, onde va?
Cerré los ojos. Era el último al que quería oír, así que comencé a andar más rápido. Angus me perseguía dando voces, haciendo callar a los grillos a lo largo de la calle.
—¡Ayala, carajote, cúchame una cosa!
—¿Qué? —Me giré de golpe—. ¿Qué ahora soy yo la mala? ¿No les vas a decir nada? Porque flipo con que estés riéndoles las gracias a esos mandriles.
—Estoy siendo práctico —replicó Angus, contundente—. Mira, maricones los ha habío to la vida, aquí y en la China. No somo una moda que haya caído del cielo, como teñirse los pelos de los sobacos de rosa. En los pueblos también había maricone, lo que pasa es que era la época de Franco y tenían que casarse con una mujé pa que no les fusilaran.
Qué coño estaba diciendo. ¿Me estaba distrayendo?
—Ahora el mundo cambia muy deprisa —prosiguió—. No es que haya más: somo los mismo, pero más visible.
—Y qué.
—Que si les obligas a callarse las bromas lo único que van a hacer es soltarla cuando tú no estés. Lo que hace falta es que convivan con nosotra y que lleguen a sus propias conclusione, porque esto es un cambio cultural, y en la cultura lo rápido no se asimila. La gente está confusa.
—Qué pena, que se abrume Manolo —espeté, llena de veneno—. Tiene que haber alguien que no se quede callada y que tire del carro. La cultura siempre cambia, pero para eso tenemos que ayudarla. El cambio está en nosotras.
—Tan importante es tirá del carro como no perdé de vista el contexto —advirtió Angus—. Mira, en los 70, nuestra gente lo único que sabía era que quería vestirse de mujé, maquillarse, ir a su bola por la calle y bailar en fiestas clandestinas. Y luchar contra el SIDA y la Iglesia. No se planteaban más. Era más fácil y había más unidá. —Respiró hondo—. Las cosas cambian, sí, pero no podemos dejá a nadie atrá. Esto no es Madrí, ni tu círculo de Twitter, Ayala. Esto es la vida reá.
Chasqueé la lengua. De repente estaba cansadísima de pertenecer a la humanidad.
—Te digo una cosa. Por estadística, a alguno de ellos le saldrá un hijo marica. Voy preparando la Asociación de Acogida.
Angus rio.
Luego relajó la expresión. Me puso una mano en el brazo, que sentí que había traspasado la carne y me había llegado al corazón. Solo quería irme a casa; no volver a ver la cara a Cabracho jamás. Me habría pirado de no ser porque en ese momento, nos interrumpieron unos gritos desde las peñas.
Nos acercamos para ver qué estaba sucediendo. Un humo denso y oscuro salía por las ventanas y las puertas, tanto de la Camorra como de la nuestra.
—¿Eso es fuego? —acerté a decir.
Entonces Cabracho asomó la cabeza y gritó:
—¡Arena, arena! ¡Traed arena!
Luego se volvió a meter, seguido del Gatito y Adri, que entraba a ayudarles. Papi y Chui se montaron en su furgoneta blanca y salieron derrapando al pinar que había al lado a por arena.
Arona y Lola berreaban dentro de nuestra peña:
—¡Coge de ahí! ¡Los altavoces!
Salieron de la peña con la minicadena entre los brazos, dejándola a salvo en la acera. Angus y yo nos acercamos corriendo y entramos.
Nos recibió una hostia de calor en toda la cara. El sofá que había junto a la ventana ardía como un bodegón del infierno; había extendido las llamas al sillón de al lado y al mantel de la mesa.
—¡¿Qué ha pasao?! —grité.
Lola entró detrás de mí a toda prisa.
—¿No lo ves, hostia?
Marto asomó la cabeza detrás de la barra de repente, cargada con cartones de vino y botellas.
—¡El alcohol, sacad el alcohol!
Cogí todas las botellas que pude agarrar y chillé enfadadísima:
—¡Os he dicho mil veces que no fuméis en la peña, me cago en vuestros putos muertos!
—¡Que no hemos sido nosotros! ¡Que a los mayores se la han quemado también! —contestó Arona, empezando a toser y sacando las botellas que yo le daba.
Salí al exterior para coger aire, y entonces los vi.
Dos chavales vestidos de negro salieron de detrás de las peñas y echaron a correr hacia el final de la calle. En ese momento llegó Chui con la furgoneta y aparcó a la puerta. Los faros alumbraron las espaldas de los escapistas, que se pusieron la capucha rápidamente, a tiempo de ver el pelo rubio de uno de ellos.
—¡Esos hijos de putaaaaa! —gritó Chui, haciendo el motor rugir—. ¡Les atropelloooo!
Molina se lanzó al capó de la furgoneta para frenarle.
—¡Chui! ¡Déjalos! ¡La arena!
El Chui apagó el motor cabreadísimo.
En ese momento, Angus se acercó a mí y me susurró al oído:
—Ahí va.
—¿Quién?
—El rubiazo de Lola —dijo señalando al forastero encapuchado, antes de que desapareciera tras la esquina.
Le miré. No fui capaz de contestar.
Papi y Molina abrieron el maletero y un montón de arena gris se escurrió al suelo. Nos tendieron unas cuantas palas que les habían dado los vecinos.
Arona cogió una y la clavó en la arena, pero no la pudo levantar. Lola agarró con ella y alzaron la palada, pero al girarse perdieron el equilibrio y se les cayó al suelo.
—No valéis ni pa tomar por culo —se quejó Marto.
La chica cogió una pala, la clavó con el pie y se internó en las llamas con la arena, con la cara manchada de cenizas. Cuando salió de nuevo, Angus la esperaba con una sonrisa.
—¿Qué? —dijo ella.
—Eres un minero asturiano.
Ella alzó las cejas y soltó una carcajada, antes de coger más arena.
Con el cuerpo que tiene, dime quién no le daría.
Molina cogió otra pala y nos echó una mano.
Me asomé a la ventana de la Camorra, que tenía su propio percal montado. El fuego estaba consumiendo sus sillones, la mesa de madera y los posters de plástico, así que el humo se estaba volviendo negrísimo. Se les escuchaba discutir:
—¡Sacaros la chorra y echad un meo!
—¿Eres tonto o tus padres son primos? Que se me derriten los pelos.
—A mí ahora mismo no me sale ni una gota.
—¡Cubatas, echad cubatas!
Tras cada cosa que probaban, se escuchaba el siseo de las llamas plantándoles cara. Mientras tanto, Cabracho y el Gatito echaban arena en el sofá.
En ese momento llegaron Julia y Uxue en su coche. Abrieron el maletero y sacaron unas cuantas garrafas de agua. Kike les dio un beso en la coronilla para agradecérselo.
Repartimos el agua rápidamente y entramos para enfrentarnos al fuego con las garrafas cargadas al hombro.
De repente, Angus entró corriendo a la peña como si estuviera en peligro la cosa más importante de todo Cádiz. Al momento salió envuelto en la bandera arcoíris, que había perdido un tercio de la tela y todavía humeaba por un extremo.
Se sentó en el bordillo conmigo, mientras veíamos a Marto y a Julia terminando de apagar el fuego. Las cenizas rayaban el aire.
—Me siento como un refugiado serbio —presumió Angus, arropado de colores.
A esas alturas de la noche, todos los vecinos de la calle habían salido a la puerta de sus casas para observar el jaleo. No tardó en aparecer la alcaldesa para ver qué sucedía.
Una vecina aprovechó para señalarnos y malmeter:
—¡Han estao haciendo derrapes! ¡A ver si les quitas las peñas!
—Señora, pero qué dice —se indignó Kike.
—Oye, a la gente mayor no le hables así —le regañó Arona.
Mientras Lola y Kike hablaban con la alcaldesa, Chui se acercó a nosotros. Estaba que se subía por las paredes.
—Han sido esos desgraciaos de Cobos del Cega. Se habrán enterao de que quisimos ir a pegarles ayer.
El Gatito se acercó también.
—Hablando de enterarse de cosas... que to las abuelas saben que ayer nos pegamos con la gente de Ortigosa.
—Qué dices. ¿Y cómo se han enterado?
Abrimos mucho los ojos y nos miramos entre nosotros, confundidos.
—No sé, pero yo alucino. Esas viejas son como la CIA, me cago en la puta.
—Como sepa quiénes eran esas dos cucarachas que corrían les arranco la cabeza.
Arona se llevó la mano a la barbilla y dijo:
—Creo que tengo una idea.
(VIII) Plan B (2014). Fanática sensual. En Love & Sex. Pina Records / Sony Music Latin.
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