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Capítulo 6. Marto

Oí las ruedas de mi hermano-móvil por el pasillo. A los pocos segundos bajó la rampita hasta el porche y llegó hasta mi lado. En el regazo traía una bandeja con dos vasos de zumo y dos bocadillos de mortadela.

—Te traje la merienda.

Le miré con suspicacia, intentando adivinar dónde estaba la trampa, pero él cogió su bocadillo y empezó a comérselo mientras disfrutaba del sol, con la mirada limpia como una profesora de ética que lleva collares hechos a mano y viste del Desigual. Lentamente, tomé el bocadillo y le di un mordisco.

Mi casa siempre había estado llena de rampas por mi hermano. Cuando era pequeña me lo pasaba bomba tirándome por ellas con el triciclo primero, y con la bici de ruedines después. No tenía ni idea de cómo hacía la gente que no tenía pueblo para aprender a montar en bici, pero debía de ser por eso que se estrellaban contra los taxis en cuanto cogían un patinete eléctrico o una bici por la Capital.

Las cigarras cantaban en el pinar que sobresalía por detrás. Me quedé mirando la tapia destartalada, las hierbas diminutas que nacían entre las tejas.

En ese momento, la pantalla de mi móvil se encendió y mostró una notificación de Tinder. Me lo guardé rápidamente, pero mi hermano ya lo había visto.

—¿Aún sigues usando eso?

—Bueno... —murmuré, evasiva—. A veces me doy una vuelta a ver qué hay.

—¿A ver qué hay en el escaparate de guapos? —resopló—. Ten cuidado, Marta, que ahí hay una subcultura rarísima de decir cuánto mides de alto, como si fuerais galgos de carrera.

Percibí la preocupación en su tono de voz, pero solo me salió cerrarme en banda y replicar:

—Tú qué vas a saber, babayu. No has tenido Tinder en la vida.

—Claro que no —se rio—. ¿Para que la gente me pregunte por qué salgo sentado en todas las fotos, o si me funciona la polla?

Entonces me dio un insólito arranque de pena. No supe qué contestar, así que él añadió:

—La gente que te habla solo quiere que una gorda les pise la espalda o se les siente en la cara.

—¿Y qué pasa porque una gorda se les siente en la cara?

Mi hermano me miró con una sonrisa de compasión.

—No te preocupes, hermanita. Si a mí tampoco me va a querer nadie que no sea un fetichista siniestro al que su padre le ha tocado el pito cuando era joven.

Dejé de masticar. Me giré para mirarle como un dragón. Él siguió hablando:

—Tú encima tienes que ir con tus análisis de sangre por delante. Demasiadas

barreras que derribar ya para la persona promedio... incluso para los moralistas que están buscando su pin de buena persona.

—Cago en mi mantu, Enol, me estás tocando los cojones. Preocúpate mejor por ti, porque ya hay ONGs que envían a gente a pajear a los retrasados mentales por pena.

—Es verdad —asintió—. Qué asco. ¿Los voluntarios que quieren dedicar su tiempo a eso? ¡Meca ho! Son más turbios que un adulto yendo solo a Disneyland. Sería la última persona que quisiera que me tocase. Espero que no tenga nunca salir corriendo, porque no voy muy rápido. —Se echó a reír él solo—. Pero lo más gracioso es... que parece que los discapacitados somos los únicos descarriaos de la sociedad que necesitamos asistencia sexual. Si la mitad de vosotros no podéis relacionaros sin ir a terapia dos años.

Me levanté de golpe.

Me coloqué frente a él y quise pegarle, pero en lugar de eso, me incliné y vomité los restos de bocadillo masticado encima de sus pies. Él puso una mueca de asco e intentó quitárselos con la mano, pero yo sabía que no podía doblarse lo suficiente para llegar.

Así que me largué y ahí le dejé, restregándose contra la columna del porche para intentar sacudirse los tropezones de mortadela de los pies.

Estaba de mal humor.

Salí a la calle a que me diera el aire y miré el WhatsApp, donde tenía un mensaje de Arona diciendo: "Estamos en la peña". Así que emprendí el camino hacia allí sin demasiada prisa.

De camino observaba los edificios a mi alrededor para intentar calmarme.

Había una cierta aura de respeto por las calles ancianas del pueblo. Por los bancos de piedra que había a la puerta de las casas para que se sentaran las abuelas a tomar el sol. Por los letreros grabados que había encima de las puertas, donde se podía leer el año de construcción: 1919(40), con las vigas roídas por la carcoma y setenta capas de barniz; 1936(41), con la fachada restaurada en forma de casa de veraneo para los chiquillos; 1970(42), casoplones que reflejaban los años de prosperidad. La historia de España contada a través de los marcos de las puertas.

(40) 1919, el año en que se les hincharon las pelotas a los obreros y consiguieron la jornada laboral de ocho horas. Aunque para los jornaleros el único horario que reinaba seguía siendo el del Sol.

(41) 1936, cuando la Reforma Agraria fracasó una vez más y volvió el caciquismo a los pueblos. Luego los mineros asturianos en sindicato tomaron Oviedo con sus cojones gordos, entre ellos los de mi bisabuelo.

(42) 1970, años de modernización agrícola y casas llenas de chiquillos del Baby Boom en los que todo iba de puta madre, hasta que empezó a molar más la ciudad que el campo y todo el mundo se piró.

Y a la vez, se mezclaban las memorias irreverentes de la juventud.

Los caminos de tierra por donde entraban al pueblo los machos de los segadores en los años sesenta, yendo solitos a dormir cada uno a su corral; la misma tierra donde Arona y Angus enterraron una botella de ginebra cuando tenían quince años y jamás la volvieron a encontrar. Todas las esquinas donde mis amigas habían potado y había tenido que meterles los dedos en la garganta, en un acto absoluto de amistad.

Arenas de Buitrera era una nebulosa de recuerdos de cuatro generaciones diferentes. Abuelos que habían vivido una guerra y que, a la vez, eran testigos de cómo sus nietas de siete años encontrábamos gatines y les cuidábamos hasta que se morían de diarrea o de infección en el ojo; nuestra única manera de aprender lo que era el dolor.

Debían pensar que nos habíamos vuelto subnormales de vivir tan felices. Antes de que existiera la Play, el WhatsApp y el Internet, cuando te divertías quemando escarabajos hasta que chisporroteaban o haciendo goti-goti(43). O tirándote por las cuestas en un carrito del Mercadona y rompiéndote la cara contra el suelo. O llamando a los timbres de las casas, que en la edición de pueblo, los yayos salían a cagarse en ti con escopetas.

(43) Quemar el palo de un Chupa-Chups y observar cómo caen las gotas ardiendo, que suenan como las flechas encendidas de Juego de Tronos. La versión para adultos era la "corrida del camello", que si no sabéis lo que es pues lo buscáis en YouTube.

Pasé al lado del frontón, el paredón enorme donde se jugaba al frontenis y a la pelota vasca. La cara interior estaba pintarrajeada con la frase "Viva los kintos del 86", o "del 95", o "de 2011", o "de 2014"(44). Cada frase en un color, unas encima de otras y rodeadas de nombres.

(44) El nombre de Kinto proviene del año 1760, cuando el rey Carlos III decretó que un quinto de los mozos de España que cumplieran la mayoría de edad debían dedicarse al servicio militar y a servir a la Corona.

Un Kinto antes de los 2000 era una persona que cumplía dieciocho años y se marchaba a hacer la mili (a.k.a. servicio militar obligatorio), así que la última noche de fiestas se agarraba una cogorza impresionante y escribía su nombre en el frontón por la mañana, mientras intentaba esquivar litros de vino mezclados con colorante de paella, que si te tocaba te dejaba amarillo como Homer Simpson durante quince días.

Un Kinto después de los 2000 era un guaje que había sobrevivido a dos meses seguidos de fiestas de verano y que estaba a punto de entrar en la Universidad, así que ya puede comprarse la botella de Eristoff con su DNI y estrellar el coche de papá con su carnet de conducir recién sacado.

Sin embargo, los chavalillos modernos empezaron a pisar las firmas antiguas y a dejar el suelo hecho un desastre de pintura, así que el Ayuntamiento prohibió volver a pintar los Kintos y dio punto final a una tradición de hacía trescientos años.

Cuando llegué a la peña, me encontré a Kike y a Cabracho sentados en medio de la carretera en dos sillas de plástico que habrían robado de algún bar, recostados cara al cielo con las gafas de sol y tomando calorcino como las lagartijas.

Hice una mueca al pasar por su lado. Las sillas de plástico blancas siempre habían sido una pesadilla para mí, porque se te sale el culo por los huecos y tienes que rezar porque no se rompan delante de todo el mundo.

—Ey, Marto. —Kike inclinó levemente la cabeza para mirarme, con el rostro impasible por las gafas de sol. Sorprendida porque se dirigiera a mí, me quedé paralizada mientras esperaba su respuesta—. Cago en la mar, te echamos de menos ayer por la noche. Nos dimos de ostias contra unos de otro pueblo.

Su amabilidad me dejó desconcertada. No estaba segura de si me complacía o me molestaba que me "ajuntaran en su cuadrilla" de machos alfa. A veces era cuestión de supervivencia heredada de los neandertales para no quedarme fuera del grupo; el clásico follow the leader, leader, leader[VII].

Es cierto que de pequeña me gustaba ver las máquinas de arar el campo y que me dejaran subir a los tractores.

Recuerdo a los agricultores irse a trabajar a Sevilla, montados directamente en las cosechadoras porque alquilar plataformas les salía demasiado caro. Tenían los santos huevazos de hacer un viaje de quinientos kilómetros por el andén de la carretera a 25 km/hora. Así pasaba, que el año pasado una cosechadora se llevó por delante los cables de la luz y dejó a ocho pueblos sin Internet durante una semana.

Me fascinaban. Las cosechadoras, los motocultores y la maquinaria pesada.

En Gijón trabajaba en una planta de tratamiento de aguas residuales, donde todo se manejaba con unas gigantescas pinzas de metal. Pero no porque no me gustasen los restaurantes de cinco tenedores o las revistas de decoración, sino porque había aprendido desde pequeña que, si me movía por el entorno de las flacas guapísimas, siempre iba a ser un E.T. vestido de señora.

A mí en realidad me encantaba la película de Mamma Mía y Toxic de Britney Spears, pero para el público general, era la gorda ruda que tenía la piel dura de tanto bañarse en el Cantábrico. A las gordas nadie nos dice dónde tenemos que ir, pero siempre vamos a acabar ocupando nuestro lugar.

Es obvio que los obsesos somos una rareza de la naturaleza. En la sabana no hay ni leonas gordas ni antílopes gordos. Ser gordo equivale a tenerlo más jodido para seguir viviendo; yo lo noto cuando tengo que correr al autobús y casi se me sale un pulmón por el coño. Los gordos siempre hacemos por morirnos, como los chiquillos de tres años.

Pero en el mundo animal tampoco hay subnormales como Jerôme, o porretas como Kike. Tampoco sobrevivirían los tontos, los runners que se depilan las piernas o los ciclistas que deciden circular al lao de una carretera llena de coches. Pero la sociedad es así y aquí cabemos todos, con nuestras taritas incluidas.

Cuando veía la cara de Kike veía la cara diabólica de mi hermano. Pero ya no me ofendía por sus miradas, porque no es que yo sea igual de válida que el resto, sino que todos somos igual de deficientes para la especie. Yo seré gorda, pero al menos soy consciente de ello desde los diez años. No como tú, que tienes las neuronas peleadas por los porros y aún no te has dado cuenta.

De repente me había enfadado yo sola y estuve a punto de sacarle el dedo del medio a Kike. Entré en mi peña y vi a Arona, a Angus y a Ayala sentado en los reposabrazos de los sillones.

—¡Marto! No veas qué jaleo te perdiste ayer por la noche.

—Que sí, hostia.

Me dejé caer en el sillón y salió una voluta de aire con olor a sudor de ratón.

Nuestra peña era un habitáculo corriente y acogedor. Unos sillones alrededor de una mesa, una baraja de cartas y unos cartones del bingo encima, una ventana medio rota, una bombilla escuchimizada y una comunidad de patilargas en cada esquina.

En el lateral colgaba una banderita de España que había traído Arona y que Ayala había tolerado poner. A su lado, una bandera arcoíris por las mamarrachas del grupo.

En ese momento, Bergen asomó la cabeza por la puerta.

—¿Está Lola?

Su cabeza opacaba la luz del sol y me llegó el olor de su colonia; una cosa fresca y sobria que transmitía confianza, como de psicólogo que bebe kéfir.

—No —respondí con suavidad, a pesar de que podía comprobarlo por sí mismo con una mirada por la peña.

Así que igual que vino, se largó.

Lola entró poco después.

—Bergen te está buscando —comentó Arona.

Lola se echó a reír, por toda respuesta.

—¿Te estás escondiendo? —Ayala alzó una ceja.

—No quiero hablar con él. No quiero otra conversación intensa en la que me esté mirando a la boca. —Dejó escapar un resoplido de risa y se sentó en el sofá—. El pobre es más triste que ir solo al IKEA, colega, todo el día orbitándome como un golden retriever.

—Y babeando también —apuntó Angus con humor.

—Tienes a alguien que te presta atención y se preocupa por ti, y lo tratas así —gruñí—. Qué mal repartido está el mundo.

Lola pareció darle importancia a mis palabras y me dirigió una mirada cálida de acercamiento.

—Yo creo que no está mal repartido, sino que siempre hay un estilo de amor para cada persona. Todas las personas tienen su nicho y son perfectamente válidas; simplemente tienen que esperar a que lleguen las personas que lo valoren.

Ayala se mostró muy de acuerdo, pero lejos de conmoverme, solo pude responder en un tono irónico y resentido:

—Vaya. Hay dos flacas guapas aquí que dicen que hay que esperar a que llegue la persona que te valore. Hagámoslas caso.

Resulta que las gordas y las feas tenemos que ser majas para tener amigos, porque es el único recurso que nos ha concedido la naturaleza para no morir desterradas y excomulgadas de la comunidad. Pues solo eso me basta para que no me salga de la hueva ser maja.

A Lola le dejó mi respuesta con el culo torcido, así que cambió de tema:

—En plan... Yo es que no puedo olvidarme de que Bergen es un ricachón. A mí me gusta la gente corriente —explicó—, la que comparte cuentas de Spotify, la que compra las ofertas del Eroski, se crio con Los Serrano y va a discotecas donde el retrete tiene la tapa desencajada.

—La gente trabajadora —asintió Arona, muy digna—, como mi Adri. Mi Adri está partiendo leña a la entrada del pueblo; luego voy a verle. Qué guapo, mi Adri, qué castellano.

—¿Sabes qué es muy castellano? —repliqué—. Caerse a un pozo.

Mientras tanto, Lola jugaba a tirarse las cutículas de los dedos con la mirada perdida en los ladrillos quemados de la peña. Ayala se percató de ello también y le puso la mano encima de las suyas.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí, sí. —Lola sonrió con cierta anormalidad—. Mejor que nunca.

—Quilla, eso es lo que diría Lindsay Lohan después de que le pillen con un pollo de cocaína en el parking del Walmart —replicó Angus.

Arona le fulminó con la mirada y puso su mejor tono de voz:

—No le hagas caso. Ya sabes que puedes contarnos lo que sea.

Lola respiró hondo, se rascó la frente y salió de la peña.

Ayala le tiró la manta a la cabeza a Angus y le regañó:

—Te has pasao mazo; la has asustao. A veces eres una pedazo de mandrila.

—Anda, guapa. A ve si ahora vamos a tené que hacer de FBI con nuestra amiga, que solo nos falta espiarla detrá de una esquina.

Ayala se dio una vuelta por el habitáculo, pensativa, y finalmente acabó agachándose detrás de la barra.

—Chicas... —Levantó una botella de color rosa—, ¿este alcohol de quién es?

—¿Qué es eso? ¿Puerto de Indias? —resoplé de risa—. Mío no.

—Mío tampoco —respondió Arona.

—Mío menos, onde vas —bufó Angus.

Nos quedamos un momento calladas, con evidencia.

—Cómo va ser de la Lola, si no tiene donde caerse muerta —habló Arona por fin—. Si hasta hace dos días bebía Almirante de cinco pavos.

—Bueno, bueno, que yo últimamente la he visto fumando Marlboro... —comentó Angus—, que ahora va de Cayetana con una finca de ponis.

Contuvimos la respiración un segundo. Ayala seguía preocupada, mirando la botella como si la respuesta estuviera flotando dentro.

—Pero... ¿y de dónde está sacando la pasta?

Nadie quiso responder directamente, pero todas nos llevamos las manos a la frente.

—Uy, uy, uy. A mí me dijo que nunca iba a acabar haciendo eso —comentó Arona.

—Nena, una es digna mientras puede —declaró Angus—. Cuando tienes que sobrevivir, no hay moralidá que valga.

—Si sobrevivir es fumar Marlboro y beber Puerto de Indias, la gente que está durmiendo en un cajero del Santander está sobreviviendo mal —critiqué con los ojos entrecerrados.

Ayala resopló en alto.

—Yo confiaba en Piki. Me dijo que nunca iba a permitir que Lola acabase pasando droga, como él.

—Pos ya ve —declaró Angus—. Y se cree que no nos íbamo a dar cuenta... ¡Que aquí la policía no es tonta!

Arona se levantó y se colocó en el medio de la peña para que la escuchásemos, como en un mitin del P$OE.

—Ya que vamos a abrir el cajón de mierda... ¿podemos empezar a hablar de por qué Lola últimamente está siendo más puta que las gallinas?

Ayala la miró con los ojos muy abiertos.

—No digas eso de tu amiga.

Luego me miró como buscando apoyo, pero encontró mi expresión fría y sentenciadora.

—Yo también creo que ha escuchao demasiado Bad Gyal —afirmé solamente.

Ayala arrugó el ceño y dio una patada a la silla al salir de la barra, porque la chica cuando quería tenía mucha mala hostia. Encaró a Arona.

—Creo que estamos ya en pleno siglo XXI para que andes haciendo slut-shaming(45) a otras mujeres, tronca. —Luego la miró la mano con desprecio—. Que vas con la pulsera de la bandera de España y luego tratas fatal a las tías que viven dentro. Hija de mi vida, un poco más facha y naces en Aranjuez(46).

(45) Significa "tildar de puta" en el diccionario avanzado este de las perroflautas feminazis.

(46) Ciudad al sur de Madrid que está llena de palacios, iglesias y agentes de la GuardiaCivil.

Arona no se quedaba atrás tampoco.

—Pues tú tienes un problema si no puedes llevar la bandera de tu propio país. Cuando la lleva la tía esa del bádminton en las competiciones no te quejas.

—Tú no eres Carolina Marín. No representas a tu país.

—¿Cómo que no? Yo siempre desayuno un pincho de tortilla en el bar Casa Abilio, de Valladolid. Compro un boleto de la Lotería Nacional todos los años, y luego otro del Niño, que dicen que toca más. Aprendí a cortar jamón serrano con siete años y en Semana Santa hago torrijas con el pan del día anterior. Me encantaba el Grand Prix y ver Cine de Barrio con mi abuela, a la que ALGUNA VEZ he llamado agüela, y a mucha honra. Sé jugar al mus y al tute y tengo jornada partida en el trabajo. Si hay alguien aquí que representa a mi país soy yo, y no tú, roja triste y enfurruñada, que ya no sabes ni de dónde eres.

Quedaron en un silencio aterrador, mirándose como dos hienas.

Angus rompió el momento con un lamento dramático:

—No se peleen, chocho, que mi madre me puso de nombre Angustias y con los gritos se me cae el pelo.

Mientras Ayala salía de la peña para no pegar a Arona, yo me volví hacia él y estallé.

—Y tú me tienes hasta el coño también. Te llamas Angus por Andrés Gustavo, así que asume de una vez que eres otro gusano ridículo más de este pueblo y deja de llamar la atención.

Salí de la peña también.

Angus se quedó solo.



[VII]. The Soca Boys (1998). Follow the leader. [Single]. Países Bajos.

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