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Capítulo 3. Lola

Me subí las bragas sin prisa.

Sentía el cuerpo ardiente todavía, mientras miraba a Cabracho abrocharse el botón del pantalón. Era mucho más alto que yo y tenía la ceja partida, pero su cara de chiquillo satisfecho aunque tuviera treinta años me daba mucha ternurita.

Luego sacó tres paquetes de tabaco de Marlboro del bolsillo de la chaqueta y me los tendió. Los cogí como una ejecutiva aceptando un regalo.

Dudó si volver a la peña con sus colegas, pero al final accedió a fumarse un piti conmigo del nuevo paquete.

—Ha estao bien... —comentó entonces—. Joder con las canijas, ¿eh? Te mueves como una lagartija.

Le dediqué una sonrisa traviesa, con la mirada de complicidad de alguien que acaba de tocarte las fibrillas. Expulsé una calada de humo.

—Buah. Hacía mazo años que no fumaba industrial —dije mirando el paquete.

—¿Vas a querer repetir? —preguntó Cabracho, poniéndome la mano en el costado­.

Se la aparté de un golpe seco y me reí.

—Ya veremos. De momento, si me vuelves a tocar me haces Bizum(16).

(16) Método rápido de hacer transferencias bancarias, pensado pa las desgracias humanas que nunca llevamos suelto.

Cabracho soltó una carcajada, se acabó el piti y lo tiró al suelo. Luego me hizo una reverencia y me dijo, el cabrón:

—Gracias, su majestad.

Se dio la vuelta para volver a la peña.

—¿Gracias? —me enfadé, alzando la voz—. ¿Cómo que gracias? Que no te he vendido unos putos chicles.

Bufé y me quedé un rato más a cierta distancia, mientras él volvía con sus colegas y saludaba a Adri.

Disfruté de las últimas caladas del piti, apoyada contra la pared de la peña.

El sol dorado del atardecer lanzaba sus colores sobre los tejados. Me recordó a todos los días que había pasado a la puerta de un antro.

Me había criado en la calle.

Primero con las chonis de los tupés y los pokeros de sudaderas de estrellitas. En aquella época nuestros referentes eran la Britney Spears y la Hillary Duff, porque andaban podridas de pasta pero se vestían como adolescentes marroneras. Mi religión era las Converse gastadas y las camisetas de El Niño. Mi amor platónico era Eminem con el pelo teñido de rubio pollo.

Cuando cumplí diecisiete años, me metí un par de rayas y empecé a salir con punkis y raveros, que tenían el espíritu de los antiguos bakalas valencianos y andaban con chicas peligrosamente menores que ellos. Me censuraron de Tuenti por subir fotos de drogas. Me rompí la muñeca en los coches de choque.

Entonces mi padre murió de cáncer de pulmón. Mi madre entró en depresión y se suicidó dos años después, cansada de pedir ayuda y que la Seguridad Social le diera la espalda.

Nadie me controlaba.

La moviduki me daba la vida. Ligar a la puerta de Kapi(17). Hacer transbordo en Atocha viendo triple, pura cultura madrileña. En esa época salía de fiesta tres días seguidos y tenía conquistados los mañaneos(18), cuando todavía se podía fumar dentro de los bares. A veces iba tan puesta de droga que el sol estaba ya alto y aún no tenía ganas de comer nada. Una vez pedí un ron-cola y el camarero me vio tan demacrada que me echó un huevo en el cubata a traición, para que comiera algo.

(17) "Kapital Young" como nombre completo, jamás dicho. Discoteca madrileña famosísima pa la chavalada en 2010.

(18) Alargar la fiesta hasta la mañana del día siguiente, normalmente en tu local o desayunando en un bar lleno de palillos y servilletas tiradas por el suelo.

Sin darme cuenta llegué a la veintena y la pasé de largo. Yo seguía agarrada inconscientemente a una estaca, en medio del océano furioso que me arrastraba hacia la vida laboral, los planes de pensiones y el piso en el extrarradio que me tenía que comprar antes de los treinta.

Pero no podía parar el tiempo, así que me pasaba las horas bebiendo Chipys(19) en un banco y recordando a dj Marta. Siempre digo que la música me salvó, igual que salvó a mucha gente.

(19) Cervezas españolas de 50 cl., que duran lo que dura una conversación en un banco.

Al final de la calle apareció una figura.

Su pelo rubio centelleaba con el sol, mientras caminaba con una tranquilidad que me resultaba muy familiar. Era un chulazo esbelto y de ojos azules que se notaba que venía del otro lado del mar, como un vikingo de los pueblos germánicos que estudiábamos para Selectividad(20).

(20) Examen traumático que te obligan a hacer a los dieciocho para elegir por qué barranco del desempleo universitario prefieres tirar tu vida, si por humanidades o por ciencias.

Al verme se le iluminó la cara de la emoción y se acercó a mí muy alegre.

—¡Lola!

—Hombre, Bergen, ¿qué dices? —le saludé, tirando la chusta del cigarro al suelo.

—Pues nada. Que llevo aquí solo con mi padre dos semanas, porque la aerolínea nos adelantó los billetes.

—¿Con estos parguelas? —me reí, señalando a los mayores sentados en el sofá.

—Bueno. Por las noches ven el tarot, juegan al Catán a la luz de una farola y ven canales de televisión americanos —se encogió de hombros.

Que Bergen fuera de otra peña no significaba que tuviera que ser endogámico. En los pueblos siempre había gente que solía mezclarse como el potaje, aunque fueran de peñas diferentes.

—¿Y tú qué tal estás? —dijo de repente.

—Bueno. He estado mejor —respondí.

Bergen pareció atascarse en la indagación, así que le solté de sopetón:

—Mi abuela se está muriendo.

No dijo nada. Él conocía perfectamente mi situación, así que sabía lo que significaba, a todos los niveles.

—¿Y con Piki?

Alcé las cejas ante la pregunta.

—¿Te interesa mucho saber cómo me va con mi novio? ¿Si me ha levantado la mano ya, o se ha vuelto marica?

—No seas así.

—Estamos bien —dije simplemente—. Me está ayudando a buscar alguna FP para septiembre.

—¿Te vas a poner a estudiar?

—Quizás. —Me balanceé sobre mis pies, pensativa—. Piki dice que uno de sus compradores puede enchufarme en su curro.

—Piki es camello. ¿Cómo vas a madurar si te rodeas de gente que no ha trabajado en su vida?

Entrecerré los ojos con antipatía. ¿Pero qué se había creído este jambo? Que la gente me tratara con condescendencia, o peor aún, que me tuviera pena, me incendiaba las venas y me ponía de uñas.

—Oh, ya entiendo. Parece que tu curro de técnico de proyectos y tu C2 en alemán, inglés y español van a darme un hueco en tu chalet cuando me quede en la calle. Atención que ha venido Merkel a salvarme y a darme la vida que merezco —espeté—. ¿Quieres darme una paguita de mantenimiento también, mientras me quedo en casa regándote los ficus y viendo Pasapalabra, charlando con la colombiana que nos limpia la casa?

—Estás a la defensiva.

—Porque tú me estás atacando, colega.

—Me estoy preocupando por ti —contestó de mal humor. Luego bajó la voz—. He oído lo que haces con otros hombres.

Comencé a ponerme suspicaz.

—¿Quién te lo ha contado?

—Mi primo, el diabético.

—¿Y qué?

—Que es lo más irresponsable que has hecho nunca, aparte de meterte droga —sentenció Bergen, con dureza.

—Bueno, yo diría que es lo máximo que he hecho para responsabilizarme de mis actos. Para dejar de ser una esclava del bar donde curro por cinco euros la hora —le dediqué una sonrisa envenenada—. En plan... al menos en esto no me pagan una mierda por ser joven.

—Pero, ¿qué van a decir de ti en Arenas cuando se sepa? ¿Y en Halconada?

—No sé qué coño haces tú preocupándote por eso. —Se me escapó una risita—. Piki, por ejemplo, es honesto y me respeta. Respeta lo que yo hago con otros hombres, que es más de lo que tú puedes hacer.

Mi tono se había vuelto territorial, tan cortante que dejó callado a Bergen durante unos segundos.

—Tu novio no va a estar aquí para verlo —replicó finalmente—. Para ver lo duro que va a ser para mí.

—Entonces ese será tu papel. Defenderme cuando tus amigos me llamen guarra y puta.

Bergen respiró hondo.

—Lola... —buscó las palabras—. Piki te vuelve inestable. Está alimentando tu lado de adolescente porreta con pánico a encarar el futuro de contaminación y desempleo que nos espera. Estar con alguien más asentado te vendría mejor.

—¿Cómo tú? —reí—. Tú eres un rollo de verano.

—De todos los veranos —puntualizó Bergen, con una media sonrisa.

Yo le devolví una sonrisa cómplice, pero llena de distancia.

—Lo que pasa en Arenas, se queda en Arenas.

Bergen alzó una ceja desafiante.

—Ajá... ¿Qué le parecería eso a Piki?

—Ya lo sabe.

El alemán se quedó petrificado, así que yo continué:

—No le asusta lo nuestro. Eres otro tío más que me ha tocado las tetas, cosa que ya no es muy difícil de hacer poniendo dinero. —Le agarré de la mano suavemente y le miré a los ojos—. Pero lo que tengo con Piki... eso no se puede comprar.

Bergen no dijo nada.

Yo le sostuve la mirada unos segundos más, y después, con la inocencia de un cervatillo, me encogí de hombros y me di la vuelta.

Pude sentir los ojos de Bergen sobre mi nuca.

Aunque no lo exteriorizase, me sentía rara. De repente eché muchísimo de menos que mi novio me achuchara hasta quedarme sin respiración.

Piki era un tío sencillo y sin pretensiones. Una cabecita rapada que había dejado la Secundaria y vendía drogas a sus antiguos compañeros de clase, que ahora estaban casados y con buenos puestos de trabajo. Era un tío que nunca había tenido grandes posesiones, así que tampoco trataba a las personas como tal. Sus novias iban y venían cuando querían hacerlo, quedándose a su lado el tiempo que quisieran, como si fuera una marquesina de bus en un día de lluvia.

La última era yo. No me exigía nada y se ilusionaba con cualquier mierda que le regalaba. Él había huido toda su vida de los consejos, así que tampoco me los daba a mí.

Cuando me quise dar cuenta, Marto había salido de la peña y estaba ya al final de la calle, llevándose a Pelos a casa. Me extrañó que no quisiera saludar a Bergen.

Cuando eran chiquillos habían sido colegas; él incluso la había defendido alguna vez del Kike de dieciséis años, un pipa que se escapaba de casa cada dos por tres y que tenía potencial para convertirse en cocainómano de Hermano Mayor(21).

(21) Programa de televisión donde reforman a chavales que pegan a su abuela y que están a un paso de convertirse en neonazis.

En aquella época Bergen solamente chapurreaba el español, pero era muy guapo y muy rubito, y a las chicas eso nos bastaba para tenerle como objetivo de nuestras fantasías. Especialmente cuando el resto de chicos que sí hablaban español solamente utilizaban el idioma para hablar mierda.

Tendría yo unos once años y me había hecho ojitos con Bergen durante todo el verano. Sus amigos le hacían bromas continuamente, y mis amigas me gritaban cada día que si­­­ ya nos habíamos metido la lengua hasta el gaznate. Así que un día nos reunimos muy serios a la puerta del Ayuntamiento y dijimos, con un gran sentido de la responsabilidad:

—Tenemos que besarnos.

Queríamos que fuera especial, y al mismo tiempo, que nos diera tiempo a prepararnos, así que Bergen me propuso quedar en las praderas que entraban al pueblo al atardecer y yo acepté.

Me puse mi mejor falda vaquera y cogí una botella de agua por si nos quedábamos sin saliva de tanto besarnos y nos entraba sed. Estaba muy nerviosa y llegué a la entrada de Arenas demasiado pronto, y como en aquella época no había WhatsApp, decidí sentarme en el suelo a esperarle. Desde aquel punto se veían los campos dorados de espiga, el pueblo entero y el cementerio a las afueras, donde repuntaban los cipreses.

Bergen llegó poco después, me saludó y se sentó a mi lado en silencio, sin atreverse a mirarme. Yo tampoco me atrevía, así que nos quedamos observando los tejados de Arenas de Buitrera bajo el cielo teñido de rosa. Recuerdo los grillos cantando a toda hostia en las lindes de los caminos. En esta época habrían salido trescientos memes de la situación.

—Me he echado Gloss de fresa —solté de repente, como para romper el hielo a martillazos. Me señalé los labios brillantes.

Bergen fue a decir algo, pero finalmente guardó silencio, incapaz de mirarme a los labios y rojo como un tomate. Lo que menos le apetecía en ese momento era ponerme un dedo encima. Ambos tragamos saliva.

Estuvimos así durante veinte minutos, a ratos hablando de mierdas y a ratos inmersos en un silencio con el que se podría hacer hormigón. La penumbra nos iba consumiendo y cada vez le veía menos la cara.

—¿Qué es? —dijo con acento tosco, señalando de repente algo delante de nosotros.

Había una diminuta luz azul entre los hierbajos. Nos arrodillamos a su alrededor.

—¡Es una luciérnaga! —grité emocionada.

—¿Cómo enciende? —Bergen la cogió entre los dedos para observarla mejor.

—No lo sé. Quizá se carga con luz solar —expliqué.

Yo tampoco podía dejar de mirarla; me recordaba a los focos de las orquestas que ponían en la plaza del pueblo—. Parece una luz de neón.

Bergen se puso la luciérnaga en la rodilla y se quedó muy quieto. Yo me acerqué a él lentamente y me recosté en su hombro, mirando al insecto con fascinación.

La noche ya era cerrada y aquella era la única luz que había, un fulgor fosforescente en miniatura que recordaba a un alto horno. Bergen me rodeó con el brazo, sin decir nada.

Luego creo que cogí mi Nokia de última generación y puse una canción de Andy y Lucas.mp3 que me habría pasado Arona por infrarrojos, con el fin de ambientar el momento. Bergen no conocía a Andy y Lucas, pero creo que le pareció bien. Me sentí la niña más afortunada de toda Españita; la que daba inspiración a las coplas y la que tenía detrás a todos los chiquillos traviesos.

Entonces una segunda luciérnaga revoloteó y aterrizó en la pierna de Bergen. Contuvimos la respiración, emocionados de ver aquellos dos encantadores fenómenos de la naturaleza relacionándose entre sí. Entonces uno de los bichos montó sobre el otro y el alemanito abrió mucho los ojos, mientras yo me llevaba las manos a la boca.

Se sacudió los pantalones muerto de vergüenza y yo rompí en carcajadas. Luego nos levantamos del suelo, bajamos por el camino y volvimos a casa a cenar.

No nos besaríamos hasta el verano siguiente.

Volví a la peña, donde Angus estaba haciendo una pasarela con sus zapatos de Ana Milán.

Me senté en el reposabrazos del sillón y saqué el móvil.

Había una llamada perdida de mi tía.

Mi respiración se hizo invisible, casi inexistente.

Cerré los ojos. Los abrí.

Arona me recibió con la cara comprimida de la preocupación y alargó la mano hacia mí.

—¿Estás bien, tía? Ayala me ha contado que Juani está ingresada.

Acepté su mano con un gesto de cariño, pero totalmente inexpresiva. Ella seguía hablando de la pena que le daba mi abuela, de lo maja que era cuando le llevaba tomateras a la suya.

Entonces me levanté de golpe. Noté los ojos húmedos, así que me miré reflejada en la pantalla del móvil para comprobar que el eyeliner seguía perfecto.

—Solo queda alguien que puede reconfortarme y devolverme la fe.

—¿Quién, Dios? —preguntó Arona.

—No. Juan Magandhi.

Entré en la peña y encendí la minicadena de música. Giré la rueda del altavoz de golpe y la música retumbó contra las paredes, saliendo por las ventanas con el bafle a punto de reventar.

Los mayores ovacionaron la idea que había tenido y se levantaron del sofá animados.

—Sácate una litro, hostia.

—Sácatela tú, que eres más cómodo que mis cojones echándose la siesta —gruñó el Chui.

—Pa mí un fresquito(22) —se unió Kike.

(22) Un cubata, vamos.

—Que mañana curras, hijo de puta.

—¡Lola, Lola, Lola! —gritó Angus señalándome con el dedo, como si estuviera diciéndome lo más importante de su vida—. Ponme a las K-Narias.

—Yo me piro ya a Halconada, que se hace de noche —dijo Adri.

—¿Ya? —se lamentó Arona.

—Encima de que viene a verte, el chaval —intervino Cabracho—. La Arona es como la gata Flora: si se la meten gruñe, si se la sacan llora.

Sus colegas se partieron de risa. Ayala les fusiló con la mirada y les soltó un ladrido feminista.

El cielo se había oscurecido de repente. Las farolas alumbraban la calle, rayadas por algún murciélago que pasaba a toda hostia.

Sonreí cálidamente y me pegué al altavoz para no escuchar. Para observar la pura cotidianidad de la gente al ritmo de salsa. Quise abrazar el cosquilleo que me recorría las venas y fumarme un porrazo que me volara la cabeza.

En lugar de eso, para lidiar con la ansiedad comencé a rasparme las cutículas de los dedos con las uñas, inconscientemente. Era un tigre jugando con sus propias garras, por el simple hecho de tenerlas.

La música había evolucionado conmigo como en un viaje temporal.

El tecno pastillero agonizante de los noventa, el flamenquito de Estopa y la Húngara; el Melendi rumbero. La Oreja de Van Gogh para hacernos llorar, Avril Lavigne por ahí a su puta bola, el reggaetón antiguo. Y ahí estaba yo. Pobre diabla, dicen que se me ha visto por la calle vagando(iii).

Luego llegó el ascenso del pop de Rihanna y Lady Gaga, las colaboraciones de Eminem, la electrónica de los Black Eyed Peas. Pitbull, el boom del reggaetón, la Diva Virtual, la Purpurina. Los inicios masivos del Autotune. El trap.

Y ahora, la vuelta al flamenco y a los sonidos tradicionales.

Me senté en el sillón y saqué otro cigarro, contenta de la fiesta que había montado en un momento.

Ayala miró el paquete de reojo y murmuró:

—¿Y tú desde cuando fumas Marlboro?

Tardé un segundo en contestar, encogiéndome de hombros:

—Me lo han regalao.







(iii) Don Omar (2003). Pobre diabla. En The Last Don [single]. Eliel.

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