Capítulo 2. Marto
—No está abierto el bar, Angus.
—¿Qué? ¿Por qué?
—El tío es un notas y no abre hasta las siete.
—¡Hasta las siete de la tarde, qué dise! —se llevó las manos a la cabeza—. A mí no hay un bar que me cierre en Cadi(7); yo soy el marica más conocío del Puerto de Santa María. Y mira que hay maricas.
(7) Cádiz. Pero es que allí no saben hablar.
No pude evitar resoplar de ironía, pero no dije nada.
—Pos sí. En Madrid los bares están abiertos todo el puto día —afirmó Lola.
—Ya, pero es que esto no es Madrid —repliqué con sequedad.
Miré a los tres con los ojos entrecerrados.
Yo, como asturiana, empatizo con Castilla y León porque la gente también se acuerda de esta comunidad solo cuando quieren venir de vacaciones a comer y beber. Para el resto, nos tiene abandonados hasta el gobierno de España.
—Encima no tiene pinchos veganos —intervino Ayala—. Estoy hasta el coño de comer patatas bravas y aceitunas; ahora mismo mi cuerpo es un cuarenta por ciento patata.
La miré con humor. Tenía unas medias de rejilla que debían estar matándola de frío y las mechas moradas recogidas en un moño. No entendía qué hacía esta gente de Madrid saliendo sin una sudadera por si refresca; se creían que vivían en un verano eterno de Vans y tobillos al aire. También distinguías a los que eran de capital porque siempre se echaban colonia para salir, aunque fuese en un pueblo de cien habitantes.
No pude resistirme a contestar:
—¿También quieres que te cobren tres cincuenta por una tostada de aguacate con trufas, o eso prefieres que lo dejemos pa Malasaña?
—Lo más vegano que hay es lo que comían en la posguerra, así que no me digas que aquí no saben lo que son las verduras —replicó con mordacidad.
—Sí, unas sopitas de ajo como tapa apetecen un montón —me reí—. Qué humildes son las modernas de hoy en día.
—No soy una moderna —espetó Ayala con ferocidad.
—Claro, claro. —Me dirigí al resto con humor—. Un día le pegaron en una mani y ahora va de anarquista, pero seguro que acaba siendo una intelectual de izquierdas de cuello alto metida en una concejalía. Cuando sea mayor irá a locales de Swinger pa ver si la meten cosas por el coño varias personas a la vez.
—Pero qué dices, tronca.
Se me encaró como una loba. Pelos empezó a ladrar. Era un poco más alta que yo, pero eso no bastaba para mover a una gorda.
—Uhhh, que me saca el spray pimienta —me burlé.
—Bueno, ya, os relajáis —interrumpió Lola—. ¿Vamos a hacer algo o qué?
Ayala se calmó rápidamente.
En las ciudades la gente puede elegir su círculo de amigos, así que se vuelve tan selectiva y frágil que si le sacas de su círculo se le calienta el hocico. Pero en el pueblo, tu círculo de amigos es el que hay, así que aprendes a convivir con todo el mundo y a dejarte los humos en casita.
—¿Vamos a ver quién hay en la peña(8)? —propuso Angus.
(8) Peña aquí se le llama a todo. A la gente en general, a tu grupo específico de amigas o al local donde te reúnes con ellas. Para saber a qué te estás refiriendo se requiere un C2 en costumbrismo.
Nos pareció bien a todas.
—Arona acaba de llegar también, está viniendo para acá —dijo Lola mirando el móvil.
No tardó en aparecer en la distancia. La que faltaba, la divina de Arona.
Venía vestida de punta en blanco, con su chaquetina de Bershka y sus pantalones de tiro alto que le daban unas piernas de ranita. Estaba muy orgullosa de su pelo largo, con mechas californianas como Cara Delevigne. Vivía en Valladolid y no había podido escapar del facherío, así que llevaba una pulsera con la bandera de España que daba gloria verla, que viva la Constitución, viva el Rey, viva el Orden y la Ley(9).
(9) Es broma, guajes. A mí solo me importa la Virgen de Covadonga y el racista de don Pelayo. Melendi, eres un pesao.
En dirección contraria, iban dos ancianas paseando un Yorkshire escuchimizado, que Pelos se podría merendar en cualquier momento. Iban agarradas a su barra de pan como si fueran en moto, pero caminando tan lento que Arona las alcanzó enseguida.
Al pasar, les dedicó su mejor sonrisa y les dijo:
—Hasta luego, chicas.
—¡Uy, «chicas! —se emocionaron las abuelas entre risitas, con voz de patito de goma afónico—. ¡No me han dicho eso en cincuenta años!
Unos metros más atrás venía caminando otra vieja. Iba vestida con una falda de color franquismo y deportivas Skechers. Los pendientes de oro relucían al sol en los lóbulos caídos hasta los sobacos; probablemente sus joyas más preciadas.
—¡Arona, hija! ¡Pero qué moza estás hecha! —le dijo muy alegre.
Arona se paró a su lado.
—Gracias, Espe. ¿Qué tal fue la operación del glaucoma y las cataratas?
—Bien, bien. No veo tres en un burro, hija, ¿pero ese pelo espléndido que llevas? Ese sí lo puedo ver. Dime, ¿está aquí tu abuela?
—Está en casa —asintió Arona—. Dice que no le apetecía salir.
—Esta señora... que prefiere quedarse apulgará en el sofá antes que salir a echarse la partida(10).
(10) Echar la partida consiste básicamente en sacarse la silla y el tapete a la calle y ponerte a jugar a las cartas con tus vecinas, a ser posible compartiendo cotilleos y gritando "corta", "mátala" o "me planto" como un grupo de sicarios.
—Pues sí, Espe. A ver si la sacas tú de casa.
Cuando Arona hablaba con los viejos se le ponía voz cantarina, como de argentino pesado. Como si alargar las sílabas y darles entonación sirviera para conectar con los yayos en una mejor frecuencia. Es lo que se conocía como «voz de pueblo».
A Arona le encantaban los viejos. A mí no demasiado.
Los pueblos estaban llenos de gente de 80 años a los que seguían validando el carnet de conducir aunque estuvieran más sordos que una tapia, simplemente porque no tenían familiares cerca que se ocuparan de ellos, así que se paseaban por ahí subidos en tractores de cinco toneladas provocando accidentes en los cruces.
—¡Pero chiiiiicas!
Esperamos a que llegase a nosotras y nos diera un abrazo. Cuando la rodeamos pudimos notar su cuerpino de galgo.
Para ella, tener una amiga gorda debía hacerla sentir como una ONG, como cuando tienes una amiga con hijab y piensas que la estás refugiando de su religión retrógrada.
Podría parecer una básica del montón, pero tuvo los ovarios de operarse la nariz en cuanto cumplió los dieciocho, a espaldas de su madre. Yo con dieciocho solo quería que nadie me hablara y poder comerme el último trozo del cachopo(11).
(11) Plato típico asturiano. NO ES UN PUTO SAN JACOBO.
—¿Qué tal, mis cielas?
Nos miró a cada una como si fuésemos su séquito de bandoleras.
Siempre que me veía tras un largo tiempo, Arona me miraba de arriba abajo como evaluando el progreso de mi grasa. Ni siquiera tus amigas flacas se libraban de mirarte con pena.
Hasta Ayala intentaba no juzgarme, pero lo intentaba con tanta fuerza que a veces le salía mal y quedaba a la luz su jeta moralista. Era su amiguita "ancha", "fuerte de huesos", a la que era incapaz de mirarle las lorzas por si de repente se daba cuenta de que estaba gorda. Tranquila, que lo llevo sabiendo desde los siete años.
Y mira que no soporto los discursos de tener que adelgazar. Si pudiera ya lo habría hecho, hostia puta ya, pero en mi familia todos somos gordos y si tienes una sugerencia se la dejas a mi güelo en el buzón del cementerio. Y casi mejor preocúpate tú de dejar los porros y los chupitos que te metes los fines de semana antes de molestar a mi güelo muerto.
Y los discursitos del quiérete a ti misma los soporto menos. Como voy a querer este culo de centollo, que no me entra en los asientos del tren. Vete a tomar por culo con el bodypositive, que todas tus amigas son flacas y tú eres otra Arona de la vida que si engordas un gramo ya te estás descargando una App para hacer glúteos.
A mí al menos no me van a secuestrar por la calle, eso seguro.
—Estábamos yendo a la peña a ver quién hay.
Mientras Pelos meaba por los árboles, Arona le contaba a Angus su última noche de fiesta por Valladolid, donde una lesbiana intentó tirarle los tejos y casi se muere del susto.
Acabamos llegando a la zona donde estaban ubicadas las peñas. Eran locales que antiguamente habían servido de escuelas, donde en la época del franquismo daban clase los niños de los pueblos bajo la tutela de una monja abusadora. No se les ocurría separarles por edades, pero sí por sexos.
Ahora el panorama era prácticamente lo opuesto.
—¡Pero si han venido las Chicholinas(12)! —gritaron los mayores desde la distancia.
(12) Cicciolina fue una actriz porno húngara de los años 90 que llegó a ser diputada en Italia. Por cosas de la vida, acabó siendo también el nombre de nuestra peña, cuando a Lola, a Ayala y a Arona les empezaron a salir las tetas con catorce años y los mayores nos empezaron a llamar "las Chicholinas". Nuestros padres quisieron ponerles una denuncia, pero el nombre ya se quedó para siempre.
Compartíamos vecindario con otra peña más, la de "la Camorra". Estos eran tíos de treinta años que deberían estar pensando en levantar la natalidad de Segovia en lugar de cogerse un merlo todos los fines de semana.
Pelos empezó a tirar de la correa hacia ellos, pero yo le retuve porque no quería que anduviera metiendo el hocico en su mesa. A saber lo que habría ahí encima.
Los chicos estaban sentados en un larguísimo sofá marrón, ubicado a la puerta de la peña. Tenía la tapicería levantada en los reposabrazos y la gomaespuma devorada por los ratones. Las almohadas estaban desgastadas por estar a la intemperie y acoger a todos los gatos callejeros que se echaban la siesta encima.
El grupo parecía una jauría de chicos malos de los 90, pero en versión castiza. Les faltaban las chaquetas de cuero para haber salido en una película de yankis pandilleros, expertos en hablar con el filtro del piti en la boca.
El mayor del grupo era Chui, un tío serio que iba a todos los sitios en su furgoneta de trabajo y que había dejado de fumar después de veinte años, así que estaba enganchado a las pipas. Le llamaban así porque era el ruido que hacía cuando quería atraer a los pájaros para cazarlos con la escopeta de perdigones que llevaba en el doble fondo del maletero.
Después estaba el Gatito, un colgao que nos sacaba por los menos diez años pero siempre había estado anclado en la juventud. Le gustaban las motos, los caballos y las tías en bolas, normalmente tratando a todas igual, y solía fundirse los datos del móvil en enseñarnos videos de lucha libre. No queréis saber por qué le llamaban así.
—¡Cago en Dios, Marto! Vaya buga que gastas, que lo he visto aparcado en tu puerta —dijo Kike.
Kike era un fumeta pesao y politicoso, que si hubiera vivido en los 80 ya estaría muerto de sobredosis de heroína en una cuneta. Hablaba de un pequeño todoterreno que me había comprado en marzo, al que ya le había pegado la cruz de Asturias en la parte de atrás.
—Está guapo —respondí con la máxima cordialidad.
No dije más.
Quizá él no se acordaba, pero cuando yo era pequeña me llamaba "zampabollos" a la cara y "vacaburra" a las espaldas. Decía que no me sentara en los sillones de su peña por si jodía los muelles; bastante trauma tenía ya con que un adulto me dirigiera la palabra, como para que encima fuera para dejarme en ridículo. Si su madre le hubiera visto le habría dao dos hostias, pero solo queda una explicación, ¡tu hijo es un cabrón! (II)
Cabracho parecía el menos disfuncional —simplemente un tío enganchao al Sportium(13) que trabajaba en una tienda de alarmas—, hasta que descubrías que por las noches se dedicaba a entrar en casas de la gente para promover el negocio.
(13) Una casa de apuestas donde los chavalitos se juegan la propina de papá. Este libro no promueve nada de eso.
Nos sentamos en las sillas que había alrededor del sofá, robadas de algún bar de otro pueblo.
—Pero Angus, ¿y esas zapatillas que me llevas? —dijo Cabracho señalando su calzado. No nos habíamos fijado. Parecían unos zapatos de mujer, con los laterales brillantes de charol.
—Son de Ana Milán, que me la encontré un día por Cadi. Pa que veai que yo piso el suelo de este pueblo con lo mejor de lo mejor.
—¿De Ana Milán? ¿La actriz? —le preguntamos, atónitos.
—Claro —dijo con obviedad—. Me la encontré en una parada de tasi, que tenía cena en una marisquería de Vistahermosa y decía que le rozaban una jartá lo juanete. Y yo, que llevaba unas Adida de hace tres año, le dije: "Mira, quilla, yo te las cambio y tú te va a la cena andando en las nube. ¿Tú qué número gasta?" Pos gastaba un cuarenta, como yo. Y le pareció bien y me las cambió, porque esa mujer es una circa.
—Sí, ho —me eché a reír.
Pero cómo tenía tan poca vergüenza, el marica trolero este.
—En fin. Voy a mear —dijo Lola de repente, levantándose del sillón. Y se fue detrás de la peña.
A los dos minutos, Cabracho se levantó sin decir palabra y se fue detrás de ella.
En ese momento, comenzó a oírse el rugido de una moto por encima de los tejados. Los chicos reconocieron el sonido al instante y miraron hacia el horizonte.
—¡Adri! —Arona dio un respingo y corrió al medio de la calle como un perrito de la pradera, preparada para recibir al visitante.
El motorista apareció en la distancia y cogió la recta a toda hostia, haciendo resonar el motor contra las fachadas. Frenó al llegar a la altura de las peñas y rebasó a Arona con un derrape final, que la puso muy contenta y que la hizo lanzarse corriendo a sus brazos.
Adri se quitó el casco de rayas verde fosforitas para besar a Arona. Era un guaje gallardo, con una mandíbula de jabato y unos ojos castaños que mojarían las bragas a cualquier inglesa de Erasmus. Uno de esos linces ibéricos que podrían estar en la portada de la revista Vogue, representando a España como una belleza exótica a camino entre Europa y África.
Tener a una flaca de cara bonita como Arona recostada sobre él y plantándole un beso en la boca le quedaba que ni pintado. El sueño de toda chiquilla era tener un novio de otro pueblo que bajaba a verte todos los días; en bici cuando tenía quince años, en moto cuando cumplió veinte.
Se miraban como si se estuvieran bebiendo las caras.
Aunque a mí me gustaba más su moto. La tenía tan bien cuidada que apenas se notaba que era de segunda mano; una moto de Cross hecha para saltar por los caminos y los polvorines.
—¡Canallita! ¿Qué se cuece por Halconada?
—Estamos de jaleos —murmuró Adri, aparcando la moto—. ¿Vosotros sabéis quién es el Navajas de mi pueblo? ¿Un jambo que tiene una 250 y que se pasea por los caminos sin carnet y sin papeles?
—Ah, sí. Ese zumbao de la cabeza, que está pa echarle de comer aparte —bufó el Chui.
—Bueno, pues la Guardia Civil le tiene fichado, pero no saben dónde vive porque en Halconada somos como una tumba y nadie colabora con ellos. Ya sabéis que somos un pueblo de rojos(14) y que los abuelos no quieren tocar a los Grises ni con un palo. —Hizo un gesto con la mano—. Bueno, total, que cada vez que los agentes ven al Navajas por los caminos, van detrás a de él a ver si pueden echarle mano. Pues resulta que el otro día, el Navajas se metió con la moto por los cortafuegos para escapar de la Guardia Civil, y sin querer les acabó llevando hasta una parcela escondida en medio del pinar donde había unos invernaderos de marihuana.
(14) Perteneciente al bando Republicano en la Guerra Civil. Se debió de correr el rumor de que alguien estaba haciendo señas a las avionetas comunistas y los Grises (Guardia Civil) vinieron a fusilar a los sospechosos, poniendo a todo el pueblo en su contra.
—¿Y los agentes se dieron cuenta?
—¡Joder que si se dieron cuenta! Aquello cantaba a canuto desde la entrada, así que fueron a requisarlo todo al día siguiente. ¿Y sabéis de quién era la parcela?
—De los Sandoval —añadió el Gatito.
—De los Sandoval —afirmó Adri—, los de Cobos del Cega. Se han enterado de que la Guardia Civil les ha quemado los invernaderos y están que trinan con el Navajas, que dicen que le van a colgar la moto de los cojones.
Emitió un silbido.
—¿Y qué vais a hacer? ¿El Navajas no es primo de tu colega?
—Pues qué vamos a hacer, cubrirlo. Si todos somos primos, esto es como un panal de abejas. Y ahora los de Cobos del Cega quieren bajar a pegarse con los de Halconada.
—Ten cuidado, Adri, por favor —se aferró Arona a su brazo, muy preocupada.
Él la rodeó con cariño, para transmitirle su confianza. Luego se hizo a un lado para dejar sitio a Cabracho, que ya volvía.
Llegó un momento en que Pelos empezó a ponerse pesado y a tirar las latas de cerveza con la cola, así que decidí llevármelo de ahí.
—Voy a dejar al perro en casa.
—¿Vuelves después? —preguntó Ayala.
—Creo que me quedo ya a cenar. Después salgo.
Me alejé a tirando del perro.
Al doblar la esquina me encontré con Lola, hablando con un chico rubio de ojos azules. Se llamaba Bergen y era alemán, más ario que un armiño y sacándole dos cabezas a Lola. Su familia oscilaba entre vivir en Dresde y vivir en Arenas de Buitrera. De la sorpresa de verle allí, me tropecé con un canto levantado de la carretera.
No me vieron marchar. Bergen tenía una postura tranquila, con las manos en los bolsillos como si tuviera la vida resuelta y expresión amable. Lola, por el contrario, tenía los hombros cuadrados y cierta actitud luchadora, aunque estaba sonriendo con picardía; parecía estar generando chispas entre ellos.
Bergen siempre había sido amable conmigo. De pequeños éramos muy amigos y cazábamos serpientes de agua en los abrevaderos, pero a medida que íbamos creciendo, fuimos perdiendo el contacto.
Apreté los dientes sin perderles de vista. Pelos quiso olisquear una esquina, así que le di un tirón tan fuerte que soltó un gimoteo.
—Puto perro llorica, aprende a caminar a mi lau —espeté, con la correa muy corta—. Y aprende que la vida nun ye como queremos, babayu, ye como nos dejan.
El pastor alemán me miraba muy atento, como intentando comprender lo que le decía.
—Alemanes teníai que ser —resoplé.
Solté la correa un poco y retomamos la marcha, volviendo por fin la espalda a Bergen y a Lola.
Las calles de Arenas de Buitrera me recordaban a mi peculiar adolescencia segoviana, algo diferente a la que vivía en Gijón el resto del año. Haber crecido a la sombra de «los mayores» te daba la creatividad de construir tu primer cigarro con rastrojos, envuelto en papel de periódico y con un filtro de algodón. Ni mi grasa me salvó de acabar intoxicada perdida.
Después vino mi primer paquete de Lucky Strike a los once años. Después mi primera borrachera gracias a la botella de vodka que me compraron mis padres, más las otras tres que me compró un desconocido a la puerta del Mercadona. En el año 2010 ya me había comido mi octavo rabo y seguía sin saber lo que era el amor.
Cuando llegué a la puerta de casa, ya había anochecido. Era una casona inmensa y fantasmagórica rodeada por una verja, que mi abuelo minero había construido en los 80 con el dineral que le pagaron por el carbón, a cambio del cáncer que le mató a los cincuenta años.
Subí la rampita hacia el rellano, desaté la correa del perro y abrí la puerta con la llave. Pelos entró como un cohete a revisar si el cuenco de comida se había rellenado mágicamente.
Tiré las llaves a la encimera con un golpe estruendoso y entré a la cocina.
—Hooo, baxai una(15). Parece que alguien volvió de mal humor —dijo mi hermano desde el pasillo, con las manos agarradas a la silla de ruedas. Se impulsó hasta la puerta de la cocina.
(15) «Baja esos humos» en bable, el idioma de los dioses.
En este momento no me apetecía verle la cara de niñato sin barba.
—¿Qué pasa? ¿Te dijeron algo los mayores?
—No.
—No hizo falta, ¿verdad? —dijo alzando la mirada—. Quizá si no te fartases a escalopines la gente dejaría de mirarte como un manatí en un acuario.
Entonces abrí los agujeros de la nariz y solté de repente:
—Prefiero estar gorda que estar paralítico.
Mi hermano se quedó callado. Yo también.
Ambos nos miramos con una nebulosa de odio sobre nuestras cabezas.
—Mejor ser paralítico que cuidar de un paralítico —dijo entonces, muy tranquilo—. Le diré a mamá que hoy me bañas tú.
Y se giró y se fue hacia el salón, rodando con lentitud como si fuera un puto engendro de la comedia.
Noté cómo la rabia empezaba a burbujearme por las venas. Me quedé quieta esperando a que se me calmara la respiración.
Por estar en silla de ruedas creen que vas a ser un Albert Espinosa y vas a tener una historia de superación que vender a Netflix, y mira, no. Igual sigues siendo una zorra. Una zorra que no puede andar.
Cerré los ojos para evitar empujar a un discapacitado por las escaleras y acabar en el infierno.
Dicen que la gente de Asturias es maja.
Debe de ser el alcohol.
(II) La Pegatina (2011). Mari Carmen. En Xapomelön [CD]. Mastering Mansion, Madrid.
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