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Capítulo 14: Arona

El sol de las cuatro de la tarde entraba por la ventana y lo calentaba todo. En la mesa, dos platos transparentes y unas pieles de nectarina del postre.

La cocina olía a perejil y ropa tendida. Se notaba que ese diminuto habitáculo soleado había albergado todo tipo de frases genéricas de abuela, como "con hambre sabe todo bueno" o "si no sobra es que falta" o "el cocido sabe a lo que le eches".

En el salón se escuchaba la melodía de El Tiempo, mientras la Sabina echaba la siesta en el sofá con el estómago lleno y emitiendo ronquidos de patriarca. Se había dormido con el mando de la tele entre las garras, forrado de plástico desde que lo compró para que no se le ensuciara. El sofá estaba cubierto con una manta de punto y había pañuelos de mocos arrugados insertados en las rajas entre cojines. La tacita de café estaba vacía en la mesa. Al lado, una caja de portillos y tejas(67).

(67)Losportillos son unos mantecados típicos de Valladolid, que te secuestran lasaliva y tienen una cubierta de azúcar como si fuera yeso. Las tejas tambiénson un dulce tradicional que tiene forma curvada y está hecho de almendras.

A los pies de mi abuela, el gran gato naranja le hacía compañía hecho una rosquilla. Tomate jugaba peligrosamente a la obesidad y a criar una cabeza cada vez más diminuta; se pasaba el día tirado como un cojín del Ikea.

Yo la miraba con detenimiento. Tan vieja que su piel había adoptado los colores del otoño: marrón, rojo y amarillo. Tan vieja que casi no le quedaban pelos en las cejas.

Papá se encontraba de servicio en Peñafiel y mamá le había acompañado a la feria, así que me había quedado sola con ella.

A mi abuela le gustaba quedarse sola conmigo porque le daba vino y la consentía, y a mí me gustaba quedarme sola con ella porque me hacía tortilla de patata y le enseñaba mis nuevos modelitos. De vez en cuando le llevaba algún trapo que me había comprado en Internet para que me lo arreglase, y ella, modista de toda la vida, que había cosido vestidos para sus propias muñecas, arreglado mantos a las vírgenes y hecho remiendos a toda su familia, aceptaba encantada y refunfuñando. A veces me cosía los rotos de los pantalones y yo los descosía en el baño. Era el ritual correspondiente.

Por encima de la televisión, se empezó a escuchar un repiqueteo metálico al principio de la calle, rítmico como una base de Bad Bunny.

—¡Un caballo! —Sabina abrió los ojos de golpe, sobresaltada—. ¡Un caballo! Sácame, sácame.

—Ay, Dios.

—Quita, Tomate —dijo atropellando al gato.

Le encantaban los caballos.

El sonido de los cascos le recordaba a los varones cuando volvían de segar al anochecer. A los domingos y festivos cuando desfilaban las mozas junto a la procesión; a los doce cascabeles por la carretera; al pastoreo del toro por la dehesa; a las señoritas que sientan de lado en la silla, agarradas a la cintura de un chaval de dieciocho años con las hormonas desparramadas.

Corriendo, salí a detener al jinete a voces. El repiqueteo se detuvo.

—Abuela, ¿el andador? —pregunté volviendo a entrar.

—Eso es de viejas.

—Tienes noventa años.

Busqué el andador rápidamente por las habitaciones, pero no lo encontré. A saber qué había hecho con él. Mamá me había dicho que solía meter un ladrillo en el carro de la compra y con eso salía a pasear.

—A ver, dame el brazo.

La sujeté del costado y la acompañé por el minúsculo pasillo, rozándome con el gotelé afiladísimo de las paredes.

Aparté la cortina y salimos al exterior, bañados en el dulce sol de la tarde.

El Gatito me devolvió la mirada desde las alturas de un caballo bayo. Al animal le brillaba el pelaje como si fuera de roble barnizado. Tenía todo el bocado manchado de babas blancas, pero respondía a la rienda con unos respingos que daba gusto verlo, entrenado por los toros más bravos de Cuéllar. Era incapaz de quedarse parado y traqueteaba de un lado para otro, haciendo alarde de sus cinco añitos de edad.

—Qué dices, Arona —saludó. Iba vestido con su chándal de Adidas descolorido, comprado en el mercadillo de hace cinco años.

—¡Hola! ¿De paseo con el Socio?

—A ver si echo unas carreras con Molina y lo descargo un poco, que está que se sube por las paredes.

La Sabina hizo ademán de acercarse y yo la acompañé del brazo.

—Ya sabes lo que le gustan a mi abuela los caballos... A mí me dan respeto.

La vieja alargó los dedos huesudos hasta el hocico.

—Qué bueno, el jaco. Qué majo. Y qué listo, no pierde de vista a Tomate.

—Es más tonto que una mierda. Todavía le dan miedo los pitos de los coches —bufó su dueño—. ¿Quiere subir, Sabina?

—Uuuuuy no, hijo —se rio con voz chillona—, yo ya solo subo a las ambulancias.

—¿Qué tal va de salud?

—Dicen que regular, me quieren quitar el vino.

—Más vale vino maldito que agua bendita —dijo el Gatito, volteando al caballo.

La Sabina se echó una buena carcajada.

El Gatito se despidió con una sonrisa y salió trotando hacia el final de la calle.

—¿Tú por qué no te echas un novio que monte a caballo? —bufó la Sabina—. Me gustan a mí.

—El mío no monta en caballo, el mío monta en moto.

—Pa despertarme de la siesta, encima.

—Si el caballo también te ha despertado.

—¿Ese mozo tiene novia?

—¿El Gatito? —alcé la ceja—. No. Pero si es un ceporro que te cagas. Mas de pueblo que las amapolas.

—A ese mozo le manejarías tú bien, que es lo que hace falta. Si no te pega y te salen los hijos normales, date con un canto en los dientes.

—Ajá.

La ayudé a entrar mientras miraba el móvil, distraída. Entonces vi que tenía tres llamadas perdida de Ayala. ¿Y a esta qué le pasaba?

Salí a la calle y la marqué después, cogiéndomelo de inmediato.

—Cachoputa, qué cojones haces que no me respondes al móvil —me gritó—. Otra igual que Angus.

—¡Yo lo tenía en silencio! —se le oyó por detrás—. Tené el móvil en sonido hoy en día es una ordinariez.

—Bueno, que por qué me has llamado.

—¿Te acuerdas de la chica de Cobos del Cega con la que hablé cuando tuvimos el encontronazo, Eva, la hermana del Trepa? Bueno, pues sigo en contacto con ella. —Arrugué la nariz ante sus palabras, pero no me dio tiempo a replicar—. Me ha avisado de que la gente de su pueblo está yendo a Arenas de Buitrera a liarla mazo.

—¿Cómo a liarla mazo?

—A enfrentarse a nosotros, Arona, con tractores.

—¡Como en Juego de Tronos! —gritó Angus.

—Son por lo menos seis. Les han removido los campos en Halconada y ahora vienen hacia aquí. Nos la quieren devolver por intentar quemarles la nave de los pollos.

—¿Y vosotros dónde estáis? ¿Quiénes estáis?

—Estoy con Marto y Angus, yendo a buscar a Lola. Vamos en su coche. ¿Pasamos a por ti?

­—No, yo voy con Adri. Había quedado con él.

Silencio al otro lado del teléfono.

—Buena suerte con Adri. Igual está ya allí, el primerito de todos.

Hubo tres segundos de silencio, mirando unos dientes de león que crecían al lado de un banco de piedra. Ayala colgó la llamada.

Respiré hondo, medio enfadada con mi amiga y sin saber por qué. Quizá era el detestable pensamiento de que igual tenía razón. Busqué el contacto de Adri y me llevé el móvil a la oreja. Esperé.

Miré de nuevo los dientes de león.

Esperé.

Arrugué el ceño.

Esperé.

En mi cabeza sonaba Daddy Yankee.

—Ven aquí rápido, ven aquí rápido...

Es un llamado de emergencia, baby.

Ven aquí rápido, ven aquí rápido...

Bajé el teléfono lentamente.

Entonces lo supe. Se había ido sin mí.

Sentí los ojos llenos de lágrimas y el agobio agarrado a mi garganta.

Y ahora qué.

Una moto rezumbó por encima de los tejados, como un mosquito de verano. Respiré profundamente de alivio al escuchar ese sonido tan familiar, que reconocería en cualquier parte, como el sonido de las zapatillas de mi abuela por el pasillo.

Esperé a que Adri apareciera por la esquina, sentada en el bordillo como una flor. Paró la moto a mi lado y se quitó el casco.

—Ya pensaba que no venías —le regañé—. ¿Qué está pasando?

—Los jambos de Cobos, que se les ha calentao el hocico y han venido a buscar gresca. Pues la van a encontrar. Ya pueden empezar a correr; ancha es Castilla(68).Todos los de Halconada han cogido los coches y se han reunido con los de tu pueblo, a ver si consiguen sacarles de Arenas. De aquí va a salir algo feo.

(68)Esancha que te cagas.

Me quedé paralizada unos segundos.

—¿Llamo a mi padre? Está de servicio en Peñafiel.

—¿A la Guardia Civil? Y una polla.

—Adri... —comencé a decir, buscando las palabras—. Esto es serio. Y si no le aviso ahora, no van a llegar a tiempo.

—Que no, que no, ni de puta coña. A la Guardia Civil no la metas que todavía nos la cargamos nosotros. Y a Halconada tampoco les gusta un pelo.

Arrugué el ceño, enfadada.

—¿Y habéis probado a no aparecer?

Adri se me quedó mirando con sorpresa. Soltó una carcajada.

—Amor, ¿has probado a no decir tonterías?

No me aplaqué y respondí, con hostilidad:

—Igual lo que necesitáis es tirar una piedra a un lago, tocar un poco la hierba y comer con vuestra abuela.

Adri alargó la mano y me acarició la mejilla como tantas otras veces hacía que me derritiera.

—Animalito —dijo simplemente, con una voz repleta de amor.

Pero en mis mejillas solo había fuego y rabia; la caricia me escoció como unas ortigas.

—¿Tú vas ya? —pregunté, conociendo su respuesta.

—Claro que voy.

—Pues yo voy contigo.

Me acerqué a la moto y le puse la mano en los hombros para subirme. Él me apartó de un empujón.

—No, jabata, aquí no te montas. Va a ser peligroso, y no quiero que otra persona más ponga en riesgo su vida en una moto.

—Adri, supera ya lo de tu amigo. No tenemos dieciocho años. No vamos borrachos. Tú conduces bien.

Omití el detalle de que si iba conmigo detrás, seguramente iría con más cuidado. No lo pensé demasiado, pero usar mi figura cargada de ternura y delicadeza natural para obligarle a estar más preocupado me parecía una forma preciosa de proteger a mi novio. En las historias medievales, las guerras llenan los campos de cadáveres, pero siempre hay un hueco para tratar bien a la doncella y a la reina. Confiaba en que la trama se paralizase alrededor del emblema de la mujer para mostrar un poco de suavidad, porque las mujeres siempre aportan dulzura al contenido, incluso cuando esa dulzura se les arrebata. Cuando se las viola y se las destruye, eso se convierte en la trama principal. La dulzura y la falta de dulzura.

Cómo destruir una mujer bonita.

Cómo una mujer bonita puede acabar hecha una tortilla en un accidente de moto.

A veces una mujer bonita solo necesita ser la trama principal, el plato de porcelana que se rompe, la toma a tierra para que no se pierda de vista lo importante. Había nacido para ser la trama principal. Para que Adri me llevara consigo como si fuera una bolita de cristal de Navidad, que cualquier bache la quiebra y le arrebata su magia. Que me cargase con el mayor de los cuidados y de los respetos, como una estampita de la Virgen. Sí. Eso era. La Virgen que permanecería junto a él, trayéndole sensatez en su camino y haciéndole actuar con compasión. No me imaginaba otro papel para mí.

—Tengo que ir —declaré super segura.

—Amor, lo que tienes que hacer es muy sencillo. Hasta tú puedes hacerlo: nada.

La frase me sentó como una patada en el culo y le grité, rabiosa:

—¡¿Pero cómo no voy a hacer nada?!

—Confiando en mí. Nosotros nos encargamos de esto y tú te quedas con la Sabina esperando a que vuelva.

—¿Voy a ser la única que me quede en casa? ¡Yo también tengo derecho a que me partan la cara!

—No sabes lo que dices.

Cada palabra que decía era una puñalada, pero no sabía por dónde empezar a explicárselo. Ni quiera sabía cómo explicármelo a mí misma, así que las lágrimas acabaron rodando a borbotones por mis mejillas de pura frustración.

—Sí, si lo sé —declaré finalmente—. En resumen: tú puedes elegir matarte en moto y yo no puedo elegir donde hacerme daño. ¿Te cuento yo mi resumen? O arrancas la moto conmigo encima o llamo a mi padre.

Me subí a la moto a la fuerza, intentando parecer segura y doblegar la voluntad de Adri. Pero él se giró con hostilidad.

—La manipulación te queda fatal, amor. Solo te estoy pidiendo que respetes mi decisión y te bajes de aquí, ¿serás capaz de hacer eso?

Acorralada, solté una risita de desesperación y probé a utilizar mi última arma, la que nunca me fallaba.

—Bebé —le puse una mano en el muslo, muy cerca de su ingle—. Yo voy donde tú vayas. Somos Brad Pitt y Angelina Jolie en Sr. y Sra. Smith. Eres mi camionero, y yo soy tu Rosalía. Nadie va a caerse de esta moto hoy.

Adri me miró a dos centímetros, primero a los ojos, luego a los labios, y luego a los ojos de nuevo.

—Tú no eres Rosalía —susurró con infinito cariño. Luego nos fundimos en un beso que nos dejó unos segundos pegados e hipnotizados. Su lengua era tan suave que parecía una mano sobre el hombro, una caricia en la espalda. Me dejó desorientada cuando abrí los ojos y escuché—: Menos mal que estoy aquí para cuidar de ti, cabecita.

Me quedé en silencio, cediendo lentamente al empuje de Adri hasta que me bajé de la moto.

Él miró la hora en el móvil y dijo:

—A estas alturas tus amigas ya se habrán ido. —Arrancó la moto de un rugido—. Lo siento mucho, amor. Sabes que es por tu bien, que es porque te quiero.

Me dio un último beso antes de ponerse el casco.

Yo le observaba con pasividad, como si lo estuviera perdiendo todo.

Tú tienes la receta, la fórmula secreta

Para poner en ritmo mi corazón.

Dio la vuelta con un derrapillo y se despidió de mí alzando la mano, acelerando hasta desaparecer. El sonido se fue extinguiendo por encima de los tejados.

No existe medicina, doctores ni aspirina

Para el dolor que siente mi corazón.

Me quedé unos minutos parada, mirando las hierbas creciendo entre las tejas.

Mi abuela asomó la cabeza por la ventana. Había estado cotilleando todo el tiempo; menos mal que la sordera nos aislaba del peligro.

—Jesús, ese hombre. Hace más ruido que las cencerradas(69). Venga hija, entra, que va a empezar Cifras y Letras.

(69)A míno me mires. No sé qué es esto.

No me moví.

El móvil me quemaba en la mano. Si avisaba a mi padre y venía la Guardia Civil, Adri no me perdonaría jamás.

Quizá Adri tenía razón. Quizá la Virgen había nacido para quedarse en la encimera, agradando a todo el mundo y viendo la vida pasar. Yo no era fuerte, ni lista. Me daban miedo las motos. Quizá mi función era la decoración. Que me limpiasen el polvo y las abuelitas me tejieran mantos carísimos. Que todo el mundo quisiera llevarme a su casa, pero nadie me dejase salir de ella.

Me empezó a doler la cabeza de estar con los ojos guiñados al sol, esperando una señal para actuar.

Un abuelo pasó caminando a una velocidad ridícula. Tenía barrigón y la camisa abierta en el pecho, donde se veía su piel morena y gastada, como de agenda de cuero viejo que huele a cabra. Se encaminaba hacia el bar a tomarse un carajillo y echar la partida.

—¡Paha maha!(70)

(70)«¿Qué pasa, maja?»

Saludé con un movimiento de cabeza y desvié la mirada.

No quería que esa fuera mi señal. Desde que Ayala contó que el Poncio le pidió que le enseñara las bragas con seis años no sabía muy bien cómo tratar a los abuelos. Ayala decía que solo me saludaban porque era una chica joven y guapa. Porque era la bolita de navidad, el plato de porcelana, la mujer en medio de la batalla. Estaban admirando algo sin romper.

Esta puta tía me había jodido la vida.

Un estruendo al otro lado de la calle capturó mi atención. El Gatito volvía a galope tendido, de pie en los estribos para amortiguar el movimiento. Llevaba las riendas en una mano y una pica de alancear toros en la otra. La vara larguísima se elevaba por encima de su cabeza y llegaba hasta el suelo, luciendo la punta afilada como un escorpión amenazante.

Esta era mi señal.

Salí a su encuentro haciendo aspavientos y el jinete fue frenando. El Socio resollaba como un caballo de guerra.

—Quita Arona, que tengo que reventar a unos notas.

—¿Me llevas? Me he quedado en tierra.

—Tu novio me mata.

—Mi novio me ha dicho que me espera allí.

El Gatito dudó unos segundos, pero debió pensar que aquello no era problema suyo, así que soltó las riendas y me tendió la mano para subir. Me agarré a ella y al pantalón de Adidas, subiendo torpemente e intentando mantener un mínimo de dignidad estética.

Se me encogió el corazón al elevarme a varios metros del suelo, por encima del cuello encorvado y musculoso del Socio, que me recordaba al de un dragón. Me agarré muy fuerte a la cintura del Gatito cuando el caballo dio un par de pasos, era como montar en un flan.

—Pero tenemos que hacer una parada —advertí.

Él aceptó.

El trabajo de la Virgen era obrar milagros.

Ahora lo veía claro.

Antes de emprender el galope, mi abuela salió a la puerta y dibujó un gesto de aprobación, contenta de que consiguiera por fin un marido con caballo.




Capítulo 14. Daddy Yankee (2008). Llamado de emergencia. En Talento de Barrio [CD/Digital]. El Cartel Records.

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