Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 13. Marto

—¿Qué queréis beber?

—Yo una clarita —pidió la madre de Ayala.

—Existe vida más allá de la cerveza —resopló la mía, sacando unas sidras.

—¡Ay, una sidriña!

No por Dios.

Mis padres casi se marean del susto por lo que acababan de oír(64).

(64)Cada vez que alguien dice sidriña se muere un gatito en Oviedo. Último aviso: dejad de juntar la lengua gallega con el asturiano, o volvemos a empezar la Reconquista.

A continuación, Arabela mandó a su marido salir al patio a escanciar la sidra delante de Madrilandia. Yo le estudiaba en silencio apoyada en el marco de la puerta.

Era un tipo curioso, mi padre.

Le gustaba madrugar muchísimo y salir a cazar con Pelos por la estepa castellana. Le daba igual que la raza no fuera apropiada y volviera a casa con medio kilo de espigas agarradas al pelaje, decía que bastaba con que tuviera nariz.

Un día, Pelos le marcó la posición de un faisán entre los serbales. Como no levantaba el vuelo, se acercó a ver qué sucedía y descubrió que el pájaro estaba herido y lleno de calvas por la dentellada de algún zorro.

Le dio pena disparar a un animal caído, y también abandonarlo allí a morir, así que cogió el bicho bajo el brazo y se lo llevó a casa.

—¡Pero carambelitu! —exclamó mi madre al verlo—. ¿Pa qué traes esto aquí vivu?

—Nun sé qué faer con él. Nun puedo matarlo así nel suelu. ¡Qué tontura! —se enfadó, como si hubiera dicho la cosa más obvia del mundo—. Desplúmalo y lo ce-namos.

Arabela miraba al bicho sin saber ni por dónde empezar, sin saber cómo cru-zar la barrera esencial de la muerte. Decidió quitarse el marrón de encima:

—Pos dáselo a Pelos, que dará buena cuenta dél.

—¡Pero qué bruta yes, Arabela, enviando a una pobre criatura mancada a que lo escuartice el perru tontu este!

Se acabó el fin de semana y Antón no se sintió capaz de abandonar al bicho, así que se lo llevó a Gijón.

El faisán empezó a vivir en una terraza de cuatro metros cuadrados, desde donde se veía el mar y los turistas madrileños pidiendo fabes en los restaurantes. Pájaro parriba, pájaro pabajo. Mientras decidía qué hacer con él, Antón le curaba las heridas con gasas y Betadine. Pelos estaba tan desconcertado con que el pájaro llevase tanto tiempo con vida, que dejó de querer matarlo.

De vez en cuando, Antón sentía que lo del pájaro estaba llegando demasiado lejos y se lo plantaba a su mujer en la tabla de picar cebolla:

—Échalo a la olla —decía.

—¿Cómo voi a cocinar al pollu, mirándome así?

Al final el faisán se curó de sus heridas, conoció un poco de Asturias y a los tres meses, le bajaron de vuelta a Segovia. Lo liberaron en el mismo serbal donde lo habían encontrado. Pelos lo miró levantar el vuelo y Antón asintió para sí mismo por el trabajo bien hecho.

A la mañana siguiente salieron a cazar y volvieron a casa con otro faisán, esta vez con un perdigón en el pecho. "Nun ye'l mesmu"(65) —decía mi padre—. "A mi faisán lo reconocería en cualquier parte."

(65) Ha llegado el momento de subtitular a mi padre: "No es el mismo". Ayala siempre decía: se le entiende raro, pero conozco a gente de Móstoles que se le entiende peor.

Era un tipo curioso, mi padre.

Mientras Enol le lamía el culo a la única chica que podía estar en la misma habitación que él durante más de media hora, yo me puse a hacer canapés de salmón.

No soportaba esa clase de tonteo intelectual entre rivales políticos. A esta guerra se venía a elegir bando. Lo que más lamentaba en el mundo es no poder hacer la zancadilla a mi hermano por el pasillo. El siguiente paso ya era apuñalarle.

Luego estaba Ayala. Cuando Enol y yo discutíamos, la veía sumirse en una terrible crisis moral que la dejaba en trance durante treinta segundos. El estándar social izquierdoso a veces no era fácil de seguir. ¿A quién vas a defender ahora, a una mujer o a un discapacitado?

En cada vacilación, sentía que se alejaba un poco más de mí para danzar peli-grosamente con el enemigo. Que se acercaba a un abismo donde yo también empezaba a querer empujarla.

Especialmente cuando mi madre le servía sidra y ella ponía cara de culo. ¿Cómo podía no gustarle la sidra? Cada vez veía más a Ayala como una alimaña, en lugar de como un animal raro. En las películas se protege a los animales raros, pero nadie siente empatía por las alimañas.

Pero era mi amiga; bastante tenía la pobre con ser de Madrid. En una ida y venida, tiré el contenido de su copa por el fregadero. Mi madre fue a servirle de nuevo, pero le frené del brazo y le dije en bajo:

—Que no quiere más.

Arabela comprendió rápidamente.

Mientras seguía haciendo canapés de salmón, Ayala se acercó por detrás y me preguntó:

—Oye, ¿y tú has hablado ya con Angus?

—Como le vea, le abro la cabeza como a una puta andarica(66).

(66) Nécora

Otro.

No quería ni oír hablar de ese pedazo de pedorro embustero, que cada vez que se asomaba se complicaban más las cosas.

Estaba rodeada de imbéciles. Me estaba sentando a la mesa con el circo de los horrores.

Mi hermano haciendo chistes sobre discapacitados de los que los demás no se atrevían a reírse. La madre de Ayala sacando a pasear todos los traumas y carencias afectivas que tenía en el cráneo.

Mi único interés de esta cena era ver cómo las dos personas más odiosas de Arenas de Buitrera se envenenaban la una a la otra. ¡Pero qué curiosa era la vida, que entre ellas el veneno se diluye y tenemos que soportarlo los demás!

—De momento tenemos salud, que es lo que importa —dijo mi madre, conciliadora.

Arabela, un soplo de aire fresco en el tormento. Ma, nunca dexasti cayer a esta familia.

—Bueno, unos más que otros... —intervino Enol, con una sonrisa diabólica.

Sentí cómo el barco de mi interior se quebrantaba de un soplido, enviándome un escalofrío agresivo por todo el cuerpo que me dejó en un naufragio mental durante varios segundos. No esperaba que se refiriese a mi hepatitis de una forma tan tranquila y aireada, aunque nadie de la mesa percibiera el tamaño del balazo. Cuando creía que no podía soltar un ataque más bajo, al demonio rodante este se le ocurría otra ingeniosa forma de ser sutilmente terrorista.

Me recompuse como pude, con una fuerza titánica, para contestar:

—El día que puedas bañarte solo, hablas.

Pero no fue suficiente. Había ganado; me había acorralado como a un cangrejo. Él había aprendido a reconocerse en sus momentos más frágiles, pero para mí la ETS seguía siendo una humillación.

Sentía ganas de llorar, pero me puse un cuchillo en el puto gaznate para no hacerlo. Antes que soltar este nudo de la garganta, me la cortaría.

Las interacciones encubiertas pueden transformar un momento feliz en un trauma arraigado en el cerebro.

Mi casa era el reino de la hostilidad. Mi familia, un cuadro de comedor.

Una gorda de ciento diez kilos y un minusválido. En la playa de Peñíscola la gente no sabe a quién de los dos mirar.

Medí las fuerzas con Enol en un silencio mercenario. Me acordé de cuando me escondía los antirretrovirales y me daban crisis de ansiedad. Vivía con el miedo de que le contara lo de la hepatitis a alguien en cualquier momento, pero misteriosamente había guardado el secreto. Disfrutaba de dejarme continuamente pendiendo de un hilo, porque eso le concedía poder.

Eres una cara que siempre me ha acompañado a lo largo de la vida.

Siempre a un metro cincuenta del suelo, primero de pie y luego sentado en una silla. En algún momento fuiste bueno y vulnerable, cuando todavía no sabías de qué material estaba hecho el mundo, o cuando aún no alcanzabas a joder tu en-torno.

Un extraño que siempre ha habitado mi casa. Un asesino que siempre ha vivido entre nosotros.

Eres un animalito maligno. Eres una bestia, un becerro, pero te quise en algún momento. Quizá te quiero todavía. Te quiero tanto que te sacaría los ojos, porque quizá esto no sea quererse, sino estar conectados de por vida.

La madre de Ayala hablaba y hablaba sobre Madrid, y se dirigía mi padre de vez en cuando, probablemente porque era el único hombre de la casa y porque tenía un complejo de aprobación masculina que se olía desde Mongolia. Y Antón asentía, aunque le sudaban los cojones las comparaciones con Madrid, donde había estado dos veces. Pero esta gente de Madrid solo sabe hacer referencias a Madrid. España está medida en Madrides, y yo lo único que quiero es que las dos Castillas le hagan una ahogadilla a ese pedazo de tierra y la manden al continente de al lado, a que le cuenten lo del bocadillo de calamares a otro tolai.

En Madrid ni siquiera hay putos calamares. Seguro que se pescan en Asturias. O peor aún, se crían en una charca de Valladolid.

Me fijé en Ayala, que miraba el móvil muy interesada. ¿Y ahora con quién hablaba esta, con esa sonrisa de babayu?

—Tenéis una casa preciosa —cotorreaba su madre de fondo. Se estaba poniendo tibia a sidra y estaba viendo venir el desastre—. ¿De qué año es?

—De 1971 —explicó Arabela—. La construyó mi padre con lo que ahorró de la mina durante treinta años.

—¿Y cómo acabó en Castilla y León?

—Se vino a Segovia porque tenía mal los pulmones; la humedad de Asturias le venía muy mal. Quiso cambiar de aires.

—Mis cojones cambiar de aires —replicó Marto, sombría—. Él sabía que no iba a durar mucho, que todos sus compañeros de trabajo de la Cuenca Minera murieron o tenían cáncer. Y aun así se pasó sus últimos años de vida lejos de casa, añorando su tierra y construyendo una casa que no iba a poder disfrutar. La construyó para nosotros en realidad.

—Podría ser peor —apuntó Enol—. Podríamos ser de esos nietos que se funden toda la herencia de sus abuelos en cocaína.

—¡Enol, no digas esas cosas! —se enfadó Arabela.

—Es la verdad.

Entonces Antón articuló una frase de más de tres palabras por primera vez en la noche, chapurreando una mezcla idiomática en peligro de extinción:

—Segovia le gustaba, pero siempre echó de menos los praos verdes y la lluvia del norte, por mucho daño que fixera. Esta región ye un secarral. Decía que aquí les vaques se crían apelotonadas debaxo d'un techu, como si fueren barriques de vinu. N'Asturies al menos les vaques se dejan ver pastando por las laderas.

—Y tenía razón —apuntó Ayala tras un esfuerzo comprensivo—. Las vacas tienen que estar donde esté la hierba.

Su madre entró al trapo como una loba ibérica, defendiendo su pedazo de tierra con uñas y dientes:

—Bueno. Pues en este país no hay hierba para todas las vacas, y de alguna manera tiene Castilla que producir toda la carne de España.

—Pues para ser de los principales productores, hay muchos niños en Segovia que nunca han visto una —replicó Ayala, desafiante—. Excepto las vaquillas de toreo. Esas sí que las ven.

Se quedaron mirándose en una guerra subversiva silenciosa donde volaban los puñales. Pero el mayor puñal era cuando la madre cambiaba de tema abruptamente, como si no tuviera nada interesante que oír de su hija. Eso reventaba a Ayala y empezaba a oler a azufre, como al inicio del desastre.

Pero se pusieron a hablar de la depresión de la madre de Lola, y fui yo la que apreté los nudillos en la mesa. No me gustaba ese tema. Lo que esa señora representaba era lo que yo no había sido capaz de hacer todas aquellas veces que cruzaba el puente.

Necesitaba pirarme un rato. La cocina me pareció un lugar agradable con luces cálidas.

Cuando llegué me vino a la cabeza la expresión preocupada de Lola el otro día.

«—Crees... ¿Crees que la depresión se hereda?» me preguntó.

Me dio un escalofrío.

Estaba entrando. Llevaba años entrando en el túnel oscuro y nadie estaba siendo consciente de ello. Parece que una solo es consciente cuando te recetan Prozac tres veces al día, pero Lola también se estaba atiborrando de pastillas. De pastillas de MDMA.

Entonces se abrió la puerta de la cocina. Era Enol.

Qué susto, hijo de puta.

Entró con actitud tranquila, pero enseguida tuve un presentimiento terrible que me cambió la cara.

—¿Se lo has dicho? —pregunté.

—El qué.

—A Ayala. ¿Le has dicho lo de la hepatitis? ¿Cuándo estabais en la habitación?

Enol guardó silencio y dijo finalmente:

—No. Eres tú la que se lo tienes que contar. —Rodó hacia la nevera a por más sidra—. ¿Llevas cuatro años con hepatitis y no se lo has contado a tus amigas? ¿Qué te pasa? ¿No confías en ellas?

Tuve una ínfima intención de perdonarle, por aquellas veces que la hepatitis nos había acercado.

De todas las veces que me daba fiebre y cansancio y él me hacía la comida, diciendo que tenía que alimentarme mejor. De cuando Arabela me prohibió beber alcohol para evitar riesgos y él me dejaba beber de su sidra. De cuando adelgacé cuarenta kilos y él no paraba de repetirme lo guapa que estaba ahora.

Ahora sé que él no me estaba cuidando, me estaba enviando al borde.

—No te culpo —prosiguió—, en esta vida siempre debemos mantener algún secreto, incluso para nuestras mejores amigas. Hay que mantener la división entre nosotros, ¿sabes? Para tener margen de actuación. Pero tú les tienes miedo a tus propios secretos, y por eso vienes a esconderte en la cocina. ¿O acaso te has que-dado con hambre?

Hubo un silencio demencial.

—Vamos a dar un paseíto —solté, por toda respuesta.

Abrí la puerta que conectaba la cocina con el exterior y conduje a Enol al porche, donde la lluvia levantaba un fresco aroma a pinar mojado.

—Pues se ha quedado buena noche —comentó él con humor.

Frené y le rodeé para vernos las caras.

—¿Sabes qué? —me giré hacia él—. Un día te vas a quedar quieto y rígido como un pedazo de brócoli —le agarré del jersey y tiré de golpe hacia arriba, quitándoselo bruscamente—, mamá y papá se van a morir y solo me vas a tener a mí para cambiarte los pañales y ventilar tu repugnante habitación. —Después le saqué la camiseta por los hombros. Él no comprendía lo que estaba haciendo y comenzó a resistirse un poco—. Ese día usarás ese cerebro estelar que tienes para pensar por qué no fuiste menos cabronazo con tu hermana cuando tenías veinte años... y desearás seguir teniendo capacidad de tragar, para poder beber el zumito de cianuro de Mar Adentro y terminar las expectativas lamentables de tu existencia —me agaché frente a él y le agarré los pantalones.

—Eh, eh.

—Y el día en que quieras irte de este mundo yo te voy a mantener aquí, encadenado a la vida y conectado como un estúpido portátil con Windows Vista, que pasó sin pena ni gloria por el mundo y fue un castigo para la casa a la que fue a parar, al que nadie terminó de querer y que, desde luego, nadie querrá porque cualquier Satisfyer tiene un sistema operativo más funcional que el que tienes instalado en tu puta médula espinal.

Le quité los pantalones con brusquedad.

Hice una bola con su ropa y me la guardé bajo el brazo. Luego conduje la silla de ruedas hacia el bordillo del porche, atravesando la cortina de agua, y me volví a cubierto sin mirar atrás.

—A mí no me dejes aquí, gorda sidosa —se enfadó la rata mojada—. ¡Marto!

Entré en casa y cerré la puerta a mis espaldas.

—¡Marto! —Pude escuchar al otro lado del cristal—. ¡Marto, ábreme, fía del diañu!

A oscuras en la cocina, arropada por el calor que se escapaba del salón, salí con determinación y agarré un altavoz portátil de mi cuarto. Irrumpí en la sobremesa donde estaban reunidos y vinculé mi Spotify al aparato.

—Venga, dejad de discutir de una vez —declaré, casi como una orden—. Mamá, levántate. Vamos a bailar. Te gusta esta canción, ¿a que sí?

—Siempre me traiciona la razón,

Y me domina el corazón... —comenzó a cantar el altavoz.

Arabela se levantó dubitativa, con la pera a medio comer.

—Esta canción sonaba cuando yo tenía diecisiete años, en los guateques llenos de chicos con las hormonas desparramadas —parloteó la madre de Ayala.

Miré a mi alrededor, pero Ayala no estaba.

Me pareció escuchar los gritos de Enol allá afuera, así que subí el volumen del altavoz.

—Siempre se apodera de mi ser,

Mi serenidad se vuelve locura...

Y me llena de amargura.

Mi madre y la de Ayala cantaban y bailoteaban por el salón, con una confianza patrocinada por la botella de sidra. Mi padre observaba el percal en silencio, de espaldas al ventanal. Por eso no vio como impactaba una piña contra el cristal, salida de algún punto de la negrura del porche. Me acerqué y bajé la cortina disimuladamente.

—Y ya no puedo más,

Ya no puedo más —se burlaba la canción.

Siempre se repite la misma histooooooriaaa...

—¿Dónde está tu hermano? —preguntó mamá muy contenta—. ¡Que venga! ¡Que venga! ¡Vamos a cantar todos!

Asomé la nariz tras la cortina para ver si mi hermano estaba ya enterrado en la nieve, como en el Resplandor.

—Y ya no puedo más,

¡Ya no puedo más!

¡Estoy harto de rodar como una nooooooria!

Los farolillos no alcanzaban a iluminar a mi hermano. En su lugar me encontré a Ayala dándose el lote con una tía. Qué.

—¡Viviiiiir así es morir de amooor!

Sí, sí. Se estaban dando el lote.

—¡Por amor tengo el alma herida!

¿Pero quién era esa?

—¡Por amor... no quiero más vida que su vida!

Ayala empotró a la chica contra el cristal. Intenté taparlo con la cortina.

—¡MELANCOLÍA! [XIII]

Arabela y su madre berreaban de la emoción. Mi padre escuchaba la canción muy feliz, con los ojos cerrados como un buda dorado del bazar. Joder, joder.

Por suerte, Ayala hizo rodar a la chavala hacia la pared del lateral y quedó fuera del campo de visión. Incliné la cabeza para mirar. Parecía que acababan de salir de una piscina, chorreando de un sitio y de otro, metiéndose la lengua hasta el fondo.

Cerré la cortina, espantada.

Me servía de consuelo que Enol también hubiera sido despechado; en eso teníamos algo en común. Como decía la canción: Siempre me voy a enamorar, de quien de mí no se enamora.

Me le imaginé ahí fuera, luchando contra el clima segoviano y extinguiéndose poco a poco, sin siquiera sentir el frío en la mitad del cuerpo y sin que nadie pudiese escucharle. Borré la sonrisa lentamente. Me paré en seco.

Dios mío. Qué estoy haciendo.

Me di la vuelta.

Crucé corriendo el rellano, dirigiéndome hacia la puerta del patio. La abrí. Salí al exterior. Enol.

¿Enol?

Pero en el patio no había nadie. Nadie. Solo caía la lluvia como un telón delicado.

Tenía la sensación de que mis pulmones se habían parado, en sintonía con el cuadro de acuarela que me rodeaba. ¿Pero qué...?

Entré en casa con el corazón en un puño. ¿Y ahora cómo le iba a contar a mis padres que Enol se había volatilizado, que se lo habían llevado los pinares como a una criatura huérfana?

En el fondo siempre lo supe. Supe que un día se acabaría levantando de la silla y saldría corriendo hacia el bosque, como las fieras. ¿Era alivio esto que sentía? Me dirigí al salón pensando qué palabras decir, pero no me sentí capaz de articular nin-gún sonido.

No hizo falta.

Allí me encontré a Enol secándose el pelo con una toalla. Me dirigió una mirada capaz de enterrarme seis metros bajo tierra, pero no dijo nada.

Con los ojos muy abiertos, retrocedí lentamente, pero Ayala justo entró por la puerta y me interceptó por el pasillo. Me arrastró a la cocina, cerrando la puerta tras de mí.

—¿Tú de qué coño vas, Marto? No puedes abandonar a tu hermano discapacitado en la puta calle.

Respirando de puro alivio, y molesta de nuevo porque el engendro hubiera vuelto a encontrar una mano salvadora, solo me quedó el descaro de decir:

—Se lo merecía.

—¡Le has quitado la ropa y le has dejado en pelotas bajo la lluvia! ¡Podía haber cogido una pulmonía que flipas!

—En pelotas no —corregí—. Da gracias a que le he dejado puestos los calzones.

Ayala se quedó callada a mitad de frase.

—Cuando he llegado yo tenía todo el pescao al aire. —Entrecerró los ojos, perpleja—. ¿Puede bajarse los calzoncillos él solo?

—Con dificultad, pero sí. Tiene arco de movilidad hasta el tronco.

Ayala alzó las cejas.

—Wow —dijo.

Se quedó de piedra.

—Wow... —repitió, incapaz de pronunciar otra palabra—. Wow.

—Elegiste la minoría incorrecta a la que apoyar.

—Es la fotopolla no solicitada más real que me han enviado nunca —resopló Ayala, dejando caer los brazos de golpe—. Y encima se ha restregado los huevos con mi sudadera.

—Te dije que se lo merecía. Se tenía que haber quedado ahí hasta que le saliesen hongos por la boca.

Ayala no dijo nada. Se limitó a dar una vuelta por la cocina con un suspiro hondo. La compadecí. Me sentí conectada con ella por haber caído también en las redes de un cojo demoníaco. Quise agarrarla de la mano. Quise que me la agarrase ella a mí.

—«Tengo algo que contarte, Ayala» —estuve a punto de decirle—. «Tengo hepatitis B»

En mi mente se lo había dicho ya miles de veces. No sé por qué era tan difícil en la realidad.

Me fijé en sus labios hinchados como si acabase de someterlos a una presión sideral.

—¿Y esta chaqueta de quién es? —pregunté, señalando la prenda que tenía entre sus manos.

—Mía.

Me quedé callada. Percibí el espacio entre nosotras. La cautela. El cuidado. El margen de actuación.

Chasqueé la lengua. Pues así sería.

En esta vida siempre debemos mantener algún secreto, incluso para nuestras mejores amigas.






Capítulo 13. Camilo Sesto (1978), [versión de Nathy Peluso, 2021]. Vivir así es morir de amor. En Sentimientos. Producida por Rafael Pérez Botija.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro