Capítulo 12. Ayala
Nunca había subido a la habitación de Enol.
Mientras curioseaba por su cuarto, él me esperaba en la puerta con las orejas rojillas de la vergüenza. La puerta era inmensa para que entrara la silla de ruedas, así que se quedó ahí parado, ocupando el espacio y moviéndose lentamente como un viejo pony.
La habitación tenía un olor peculiar. Notaba el espacio manoseado, como enriquecido con el aura de una persona que pasaba mucho tiempo dentro.
En el techo tenía colgada la bandera con la cruz asturiana. En las paredes, un montón de paisajes rurales pintados al óleo: los campos de girasoles de Arenas de Buitrera; las amapolas cubriendo los prados, los atardeceres de color salmón, con algún buitre sobrevolando el páramo.
Recorrí el resto del espacio con la vista. Estaba lleno de referencias a grupos de música locales, Rodrigo Cuevas, pósters de Tarantino y lo que parecía ser un autógrafo de... Me acerqué a leer. ¿Icíar Bollaín?
—Fui al preestreno de El olivo —explicó Enol—. Como voy en silla de ruedas, todo el mundo me dejaba pasar.
El olivo(60). Me encantaba esa película. Y me encantaba que pusiera en valor a una directora de cine, existiendo el puto Javier Bardem, y Almodóvar, y Amenábar, y el otro y el de la moto.
(60) Película dirigida por Icíar Bollaín, en la que una chica de Valencia profunda decide ir a buscar el olivo milenario que vendió su abuelo hace quince años, en contra de su voluntad, y que está replantado en algún sitio de Europa.
Revisé su estantería de libros, la prueba infalible para conocer a una persona. Nabokov. Murakami. Orwell. Gata Cattana.
—¿Qué?
—Estoy sorprendida.
—Por qué.
—No puedo explicarte por qué, pero me esperaba FunkoPops, libros de Stephen King y posters del Joker.
—¿Crees que por salir poco de casa, guardo una escopeta debajo de la cama y escribo en Reddit?
—Es posible —me reí, avergonzada—. ¿Crees que es ofensivo?
—Sí. Pero Twitter no se va a enterar, así que no pasa nada.
Me reí levemente. Enol era un maestro en poner a la gente en tensión, pero también en aflojarla.
Me senté en su cama con una sonrisa puesta, pero entonces reparé en algo que me puso los pelos de punta: en la estantería había una vieja tabla de madera, donde podía distinguirse claramente el grabado de una ouija.
—¿Y eso?
No me atreví a acercarme. Los símbolos negros habían perdido color, pero el grueso tablero de madera maciza tenía pinta de resistir siglos.
—La encontré en el sobrao(61). Era de mi güelu —dijo Enol—. La usaba para hablar con mi güela cuando se sentía solo. Decía que hablaba más con ella muerta que cuando estaba viva.
(61) Desván, en el interiorismo castellano.
La ouija tenía una especie de poder de atracción anormal, como si provocara un inexplicable foco de silencio a su alrededor. Me costó mazo de esfuerzo dejar de mirarla.
—¿Tú la usas? —me sorprendí a mí misma con aquella pregunta. Yo, que pensaba que el límite de la espiritualidad estaba en mercurio retrógrado y en la luna ascendente en Tauro, que los fantasmas eran para gente que vivía en sitios lluviosos al borde de un acantilado. Y eso era Asturias.
¿Pero Segovia lo era?
Enol tardó unos segundos en responder, pero luego negó con la cabeza. Se quedó sumido en un silencio tétrico que me hizo replantearme lo tranquilita que estaba en aquel cuarto, hasta que de repente soltó una risita, el cabrón. Yo me reí también, indigestada.
—La gente cree que los discapacitados somos siniestros porque miramos mucho por la ventana y aprendemos a guardar secretos —Luego cruzó la habitación, se paró frente al escritorio y cogió un mapamundi con una sonrisa—. Es totalmente verdad. Mira, aquí es donde planifico estrategias para dominar el mundo desde mi silla de ruedas.
—¿Y cómo van las estrategias? —respondí, con humor—. ¿Vas a derrumbar el capitalismo ya?
—Tú estate atenta a las noticias. Estoy ayudando a la India a conquistar Inglaterra.
Le miré de reojo, él me miró a mí.
Supo que me estaban pareciendo unas ideas encantadoras, porque cuando quise darme cuenta estaba sonriendo como una imbécil.
Uff.
Marto cruzó el pasillo en ese momento. Retrocedió unos pasos y se asomó a la habitación.
—Ayala. No sabía que estabas aquí. —Luego se dirigió a su hermano—. ¿Tú qué haces friendo el cerebro de mi amiga?
Enol chasqueó la lengua.
—Lo siento, hermanita. Estoy hablando con alguien que sabe ubicar Armenia en un mapa, así que no estás invitada a la fiesta.
—Yo al menos puedo pisar Armenia, si quiero. Tú no vas a salir nunca de Asturias.
—¡Marto! —le regañé.
—¿Viste, qué hijaputa es? —se rio Enol.
Marto le ignoró deliberadamente, dijo: «Hay que bajar a cenar» y se fue por las escaleras. Yo decidí esperarle, mientras se montaba en la plataforma eléctrica que le llevaba al piso inferior.
Cuando llegamos abajo, se escuchaban las voces de mi madre mezcladas con las de la madre de Marto. Respiré hondo, preparándome mentalmente para enfrentar esta cena interfamiliar a la que nos habían invitado.
Miré el móvil. Tenía un mensaje de Whatsapp a nombre de "Eva Cobos del Cega". Me lo guardé en el bolsillo.
—¡Las nueve'la noche yaaaa! —berreaba mi madre.
En los pueblos, a las 21:00 sucede un extraño fenómeno lingüístico en el que la gente se come la preposición y dice: «Son las nueve'la noche». No sucede con ninguna hora más, excepto si acaso alguna vez, con «la una'la mañana».
La cocina estaba conectada con el salón y le daba un espacio inmenso a la visión, donde las paredes de piedra se alternaban con las vigas de madera. Olía a casa de pueblo, como a catedral. Tenían un horno enorme donde se cocinaban bollos todos los fines de semana. Junto al sofá había una chimenea de las que todavía había que alimentar con piñas y troncos del pinar.
La madre de Marto andaba de acá para allá por la cocina, tropezándose con la mía y con Pelos en cada metro cuadrado. Era una mujer grande, con unas tetas capaces de alimentar a toda una manada de lobos y un moño alegre en la punta de la cabeza. Se llamaba Arabela, a veces se comía las letras al hablar y había enseñado modales al perro levantando la zapatilla, igual que a sus hijos.
—¿Qué queréis beber?
—Yo una clarita —pidió mi señora madre.
—Existe vida más allá de la cerveza —respondió Arabela acercándose a la nevera.
Sacó una botella verde.
—¡Ay, una sidriña! —exclamó muy contenta, como si acabara de viajar de repente a un sitio muy exótico. Los padres de Marto le dedicaron una mirada acelerada ante la expresión, pero no dijeron nada.
—Salte al patiu a escanciar —le dijo el uno al otro.
El padre tomó un par de vasos y salimos todos detrás de él en procesión. Se llamaba Antón. Era un tipo silencioso y con los brazos fuertes que le gustaba mucho sentarse a ver la Ruleta de la Suerte mientras pelaba patatas. Todos los días echaba las sobras de la comida a los gatos del pueblo; el resultado era un ejército de felinos que por la noche te observaban llamar al timbre desde la oscuridad, con los ojos demoníacos iluminados. Antón era ese tipo de personas que se apiadaba de los animalitos callejeros, pero luego era cazador. En fin, la hipocresía.
Levantó la botella de sidra por encima de su cabeza y la vertió en un vaso sin apenas mirar; era un señor que podía escanciar con las orejas si quería. Luego escanció en el hocico de Pelos, que lanzaba mordiscos al aire y luego ponía cara de culo. Mi madre aplaudió como si estuviera de safari y se bebió el vaso de un trago.
Entré con Marto para ayudar a hacer canapés. Partí una loncha de salmón ahumado y me quedé con la mano pringosa en alto, con cara de haber tocado los chicles de debajo del pupitre.
—Chúpate los dedos y tienes Omega 3 pa toda tu vida.
La miré con la nariz arrugada.
—¿Sabes? Mañana tengo que hablar con Lola —le dije.
—No creo que la encuentres.
—¿Por?
—Se fue a Madrid, al funeral de su abuela. Vuelve pasado mañana.
Me quedé sin habla.
De repente me vino un ramalazo horrible de ansiedad, de culpabilidad por haberla dejado marchar en la más fría indiferencia.
Un vaso de sidra invadió mi espacio y me sacó del estado de tormento. Era Antón ofreciéndome en silencio. Lo acepté y me arrimé a la madre a preguntar:
—¿Qué se va a cenar?
—Escalopines al cabrales, mi vida.
—Ay, lo siento Arabela, pero es que soy vegana. ¿Tienes verduras y me hago un puré?
Mi madre se quejó rápidamente, pegada al vaso de sidra:
—Ay, esta hija mía, qué pesadilla. Sal a pastar al jardín y le recortas un poco esas ortigas que he visto en la entrada.
—Mamá, esa broma dejó de tener gracia en 2014.
—En 2014 no había veganos. Os habéis afiliado todos estos últimos años, que es cuando han inventado las stories de Instagram.
—Dejad a la chica en paz, ho —intervino Arabela—. ¿Te hago un huevo frito, vidina?
—El huevo es derivado animal —repliqué, sin piedad—. Realmente es menstruación de gallina, pero la sociedad hace que...
—Chupito cada vez que Ayala diga la palabra "sociedad" —propuso Marto, respirando hondo—. A ver si yendo ciega soporto esta cena.
—Yo para soportarla necesito un sartenazo en la cabeza —bufé, mirando a mi madre de reojo—. Y otro para esta mujer.
—Yo le hago un pisto a Ayala —propuso Enol, conciliador—. No os preocupéis.
Le miré con una mezcla de sorpresa y ternura.
No, hombre. Deja, que me lo hago yo. Pero Enol insistió en que me tomara la sidra tranquila, cosa que yo no podía hacer por dos motivos:
El primero era que Stephen Hawking me tenía que hacer un pisto con esos dedos retorcidos como una parra. Madre mía. ¿Podía dejar de cocinarme la persona con menos movilidad de Segovia? No dejé de vigilarle el cogote, hasta que vi que tenían un robot de cocina que te pelaba y picaba las verduras con solo darle a un botón. Respiré hondo.
El otro motivo era que se me hacía bola cada trago que daba. ¿Cómo podía decirle a esta gente que no me gustaba la sidra? Iba a tener que callarme como una perra. Miré a Pelos. Él me miraba a mí muy quieto; quería una loncha de salmón de las que estaba partiendo. Al descuidarme, Antón me sirvió más sidra. Me cago en mis muertos.
Volví a juntarme con Marto en la dimensión aislada de los canapés.
—Oye, ¿y tú has hablado ya con Angus? —le pregunté.
—Como le vea, le abro la cabeza como a una puta andarica —dijo, por toda respuesta.
—¿Una qué?
No dijo más.
Terminamos los canapés y nos sentamos a la mesa. Procuré sentarme lo más alejada posible de mi madre, que no paraba de beber y bastante tenía ya con soportarla todos los días, como para soportarla borracha.
Sirvieron los escalopes y probaron el primer bocado.
—Qué plato más delicioso —alabó mi madre—. ¿Coméis así todos los días? ¿O es porque veníamos nosotras?
—Bueno, mujer, pues parecido —respondió Arabela muy contenta—. Es que me gusta cocinar.
—Los del norte sois de buen comer. Mira que hermosos estáis. A vosotros las enfermedades no os pasan por encima, ¿verdad? —Luego señaló a su hijo—. Enol, tú el figurín de la familia.
—Sí —respondió, burlón—. Es porque salgo a correr tres veces a la semana.
Sembró las risas incómodas de la mesa. Le observé inquisidora. ¿A qué estaba jugando?
—Pues mira, hijo, ojalá no tener que moverme yo tampoco. Los diez mil pasos diarios se hacen eternos, así que tú no te preocupes que no te pierdes nada.
Pero por favor, esta mujer. Qué vergüenza, que se calle ya.
Enol me miró de reojo con una sonrisita, como si disfrutase que te cagas del momento. Arabela aprovechó para decir, conciliadora:
—De momento tenemos salud, que es lo que importa.
—Bueno, unos más que otros... —comentó Enol, girando la cabeza hacia Marto.
Ella le fusiló con la mirada, apretó el puño en torno a los cubiertos y susurró:
—El día que puedas bañarte solo, hablas.
Wow. Estos dos siempre andaban discutiendo, pero estaba claro que algo pasaba entre ellos. Observé a Antón para ver si identificaba la situación, pero el padre de Marto guardaba silencio como una tumba, deseando irse a ver Aquí no hay quién viva.
Mi madre seguía parloteando como una cacatúa:
—¿Mi casa la habéis visto? Tiene cien años. El salón donde tenemos la Smart TV antes era un corral. Los gallos se paseaban por la cocina y, si te descuidabas, se colaban las golondrinas y los ratones. ¡Qué tiempos aquellos, cuando iba al colegio de monjas de Halconada! Yo pensaba que el campo era todo lo que me esperaba, ¿sabes? Era muy mala estudiante —bebió un tragazo de sidra—. Un día mi padre me señaló la azada y me dijo: «esa. Esa va a ser tu carrera». Y mi madre al oírlo cerró el puño así —lo performó muy dramática—, y dijo: «juro por mi vida que yo a esta hija la saco del campo y la mando a estudiar, para que no acabe como yo. Si en esta casa va a haber dinero para algo, es para pagar una Universidad».
Bebió de nuevo, muy solemne, y continuó:
—A la Universidad nunca fui, claro. Pero a la ciudad sí —apuntó—. A Madrid, cuando Gran Vía todavía se llamaba Avenida José Antonio(62). Y al final heredé la casa del pueblo, para que mi Reyes pudiera corretear por los trigales en verano, desnuda como un angelito. Siempre con el pelo enmarañado y las rodillas raspadas.
(62) Primo de Rivera. Un tío majo, amigo de sus amigos.
—Así te ha salido ahora, perroflauta —dijo Enol, mirándome con una sonrisa.
A mi madre le hizo mucha gracia el comentario. A mí me hizo acuchillar el pan.
Lo que menos soportaba de mi madre era cuando reivindicaba sus orígenes rurales y renegaba de la gente de ciudad, pero luego en la ciudad jamás mencionaba nada sobre su pueblo. Era una víbora que se adaptaba a todos los ambientes. Una migrante sin patria que vendería a su hija con tal de que el alcalde de Madrid la invitara a un Bourbon.
Se pavoneaba de estar en primera línea de batalla por la modernidad y la elegancia. Una vez le pidió consejo a Arona y al día siguiente apareció en casa con la raya de los ojos tatuada. Le gustaba el Bitter Kas; fumaba Chesterfield a lo Truman Capote o a lo Sharon Stone, aunque no se lo pudiera permitir.
Tenía las cejas hechas una línea diminuta por habérselas depilado demasiado en los años ochenta, y ahora que se llevaba la ceja gruesa, no sabía cómo solucionar el percal. Peor era encontrar zapatos que colaboraran con sus juanetes, a los que tenía un rencor que no cabía en la Península Ibérica. Rozaba la cutrez de pintarse la raya azul debajo del ojo y llevar puestos todos los oros que encontraba por casa, como si le poseyera la personalidad de Bad Bunny cuando se miraba al espejo. Iba al fisio porque había escuchado que era habitual hoy en día, pero a veces creo que simplemente era por la necesidad de que alguien la tocara.
Cuando yo era menor de edad, pasó por una etapa de acostarse con un hombre distinto cada fin de semana. Recuerdo llegar a casa después de hacer botellón en el parque y encontrarme señores sentados en el sofá y una botella de cava abierta. Me iba directamente a la habitación porque ninguno de los dos teníamos ganas de saludarnos. A veces mi madre llegaba a casa más tarde que yo. Tengo clavado en el cerebro el sonido de su taconeo errático por los pasillos después de haberse bebido unos vinos.
—Lo que valen las casas de pueblo hoy en día, ¿verdad? —La sabandija seguía hablando su bola—. Parece que los campesinos son unos muertos de hambre, pero están todos podridos de patrimonio y parcelas. ¡De no gastar se han hecho ricos, fíjate, Antón! —El padre de Marto asintió muy solemne. Solo quería irse a ver el Peliculón de Antena 3—. ¿Y qué me dices de esos, que en los años cuarenta vendieron los pinares resineros y se compraron una casa en la calle Alcalá? Fíjate la millonada que valen ahora esas casas, en el centro de Madrid. Y los propietarios están hechos todos unos garrulos... Ser rico le sienta fatal a la gente.
—A ti sí que te sienta mal ser pobre —me salió de repente.
La mesa se quedó callada.
El único que tuvo valor de hablar fue Antón:
—Meca ho, la neña.
Cogí la jarra de cristal y anuncié: «Voy a por agua». Tenía agua hasta la mitad. Me fui a la cocina.
Marto apareció por detrás de mí como el fantasma de Pinochet.
—¿Estás bien?
—Sí.
Di por zanjado el tema. La asturiana hizo una pausa y dijo:
—Por cierto. A mi hermano le gustas.
—¿Qué?
—Cuando le gusta alguien, juega a rodear el límite entre hacerla reír y ponerla incómoda.
Me quedé meditando un segundo.
—Pues lo siento mucho por él, porque yo más bollera no puedo ser.
—Ya lo sé, que naciste con camisa de cuadros y la gorra patrás —contestó. Luego se apoyó en el fregadero, como si le hiciera mucha gracia la situación—. ¿Puedes hacerme un favor? ¿Puedes decirle que le quieres, llevártelo de viaje California, rellenar el cuestionario de entrada de su visado marcando que es un terrorista y volar a San Diego, a ver si le arrestan en el aeropuerto y se lo quedan allí? Así le rompes ese corazón podrido que tiene y yo me libro de él hasta que encuentre cómo volver.
La miré a los ojos mientras llenaba la jarra, con expresión seria y reprochante.
—Tienes que perdonar a tu hermano.
—Perdona tú a tu madre —replicó.
Puse mueca de perro. Cerré el grifo y volví al salón.
Cuando volvimos a la mesa Enol me seguía con la vista, como intentando adivinar lo que había detrás de mi silencio.
Miré el móvil para escapar de ese salón torturador. El mensaje de Eva seguía en la pantalla de Whatsapp:
—Estas en Arenas?
Contesté.
—¿Habéis oído lo de la Juani? —chismorreaba mi madre, cambiando de tema.
—Sí. Qué penina me da —decía Arabela—. Pensaba yo que la enterrarían en Arenas de Buitrera, pero la tienen en Madrid.
—Esa familia es rarísima; no respetan ni las raíces de la abuela. No han querido pisar el pueblo desde que la madre... —fue bajando la voz y haciendo gestos mortuorios.
—¿La que se tiró desde un balcón?
—Ay, Arabela, querida, qué cosas tienes. Ya nadie se suicida tirándose desde un balcón, uno no quiere irse de este mundo hecho una tortilla francesa en la acera de Aluche. Se mató tomándose pastillas, como en Anatomía de Grey. Y claro, un suicidio da mucho de qué hablar en el pueblo, así que la única que se atrevió a seguir viniendo fue la niña —comentó, hablando de Lola—. Qué lastimica, esa familia. Y ahora la niña se ha quedado más sola que la una, el animalito. Habrá que llevarle torrijas en Semana Santa.
—Yo a la Juani la veía paseando por Arenas, pero a la madre no la conocí. ¿No venía al pueblo?
—Estaba en Madrid, pero no salía de casa por la depresión. Y fíjate que la conocí en sus mejores tiempos —continuó mi madre—. Era funcionaria en Correos, una mujer guapísima con cara de universitaria, cuerpo de galga de sesenta kilos y mucho estilo para vestir. No entiendo cómo te puede dar depresión teniendo un sueldo asegurado y las tetas tan bien puestas —reflexionaba, aquí la Virginia Woolf—. En este mundo hay dos tipos de personas: los que giran con él y los que se quedan atrás lamiéndose las heridas. Y esta gente de ciudad es delicadísima, ¡son como copitos de nieve!
Me llevé las manos a la frente, frotándome los ojos para no soltarle una hostia. Quería graparle la lengua a la nuca. Meterle la cabeza en el horno, como Sylvia Plath(63). A ver si tenía coño de seguir hablando de salud mental.
(63) Poetisa estadounidense de los años 60 que se suicidó por depresión.
—Acabó hecha un guiñapo, la pobre señora. Cotilleaba por su casa cuando iba a recoger a Reyes, que se pasaba el día jugando con su amiguita Lola.
Guardé silencio, hostil. Me pasaba el día en casa de Lola porque en su casa sí ponían la calefacción.
En aquella época teníamos diez años y mi madre siempre andaba hablando de dinero y de ahorrar. Era comercial de Herbalife y se pasaba el día fuera de casa, visitando señoras y alimentando la cultura de la mujerona divorciada.
A veces se le olvidaba hacer la compra y me dejaba la nevera tibia, con un bote eterno de mostaza Dijon, medio limón y una tarrina de mantequilla. Merendaba colines con mantequilla o chupaba cubitos de hielo para entretenerme. Otras veces me ponía un video promocional de mi madre y me hacía batidos con los botes de Herbalife que encontraba por casa.
Miraba el bote de mostaza con el tremendo rencor de saber que era el único alimento que había y que bastaba un lametón para hacerme llorar, el desgraciado.
Lola y yo quedábamos para hablar del percal que teníamos en nuestras casas. Yo la ayudaba a bañar a su madre triste y ella me compraba el pan y me regalaba bollicaos, mandarinas y tranchetes de queso.
—Y encima Reyes —espeté de repente.
Mi madre parpadeó, confusa.
—¿Qué?
—Que eres la única que me llama Reyes en esta mesa —murmuré, sin levantar la vista.
—Porque es tu nombre, te guste o no.
—Soy republicana, parece que has ido a joder desde el mismo momento de nacer.
—Es un nombre venezolano —se indignó ella—, porque tu padre...
—Me la suda. Me voy a cambiar de nombre en el Registro.
—¿Ah sí? ¿Y cuál te vas a poner?
—Ayala. Todo el mundo me llama Ayala.
—Ya te apellidas Ayala. No puedes llamarte Ayala Ayala.
—Como me toques los ovarios me cambio también el apellido. Anda que llevar el apellido de un tío que me abandona a los seis años y una tía que me abandona... pongamos que a los seis también.
De nuevo reinó el silencio, tan denso que podía untarse en pan.
Mi madre se había quedado boquiaberta.
—Me salgo a echarme un piti —anuncie con una calma demoledora. Estaba harta.
Me levanté arrastrando la silla, cogí la sudadera y me salí fuera con las manos en los bolsillos.
En la calle el cielo estaba negrísimo. Me senté en las escaleras de la entrada y saqué el paquete de tabaco de liar. Dentro había un porro hecho.
Estaba cayendo una pequeña tormenta de verano, de estas que apenas hacen ruido pero se ven las gotas caer a la luz de las farolas. Cuando llueve, los pueblos se convierten en el entorno donde suceden las fábulas, donde los conejos hablan y los aldeanos salen a buscar caracoles y níscalos.
Me encendí el peta y le di una calada profunda, que me golpeó con el potente aroma del bosque y me enseñó a respirar a una baja frecuencia, la frecuencia a la que respiran las plantas. Tomándome todo el tiempo del mundo, cogí el móvil y entré en Whatsapp.
Abrí el chat.
—Perdóname —escribí.
Parpadeé repetidas veces para evitar más humedades, mirando el nombre «Lola». Pero Lola estaba ausente al otro lado del teléfono.
Después de un invierno malo,
Una mala primavera.
Dime por qué estás buscando,
Una lágrima en la arena... (XII)
—Ayala.
Levanté la cabeza.
Eva estaba parada frente a mí.
No la había escuchado llegar con el rumor de la lluvia. Tenía las gafas perladas de gotitas y el eyeliner impecable detrás. La farola iluminaba los rizos que sobresalían de la capucha y arrancaba reflejos al septum de su nariz.
—¿Qué haces aquí?
—Venía de cenar en Cuéllar y he pasado con el coche. —Alzó la vista hacia la verja oscura—. ¿Vives aquí?
—No, estamos cenando en casa de mi amiga. —La estudié con la mirada, todavía flipando con que hubiera aparecido en mi pueblo—. ¿Cómo has sabido dónde estaba?
—Me he encontrado al marica andaluz y me lo ha dicho.
Chasqueé la lengua, disgustada con la información que poseía ahora la ratilla de Angus. Eva se sentó a mi lado y se quitó la capucha.
—¿No va bien la cena? —preguntó.
—Digamos que preferiría cenar en el salón, con el pastor alemán. —Le ofrecí el porro, a lo que dio una calada y cerró los ojos.
—¿No te tratan bien?
—Que va, el problema está en mi propia familia. Te juro que a veces pienso que no hay nadie al volante, que estoy sola en esto.
Eva guardó un momento de silencio y los volvió a abrir.
—Al menos vives en una gran ciudad y puedes desligarte de la familia cuando estés preparada. Solo tienes que ahorrar un poco y tener una red de apoyo. No todas las familias son perdonables, ni todos los maltratos pueden superarse —murmuró muy despacio—. Yo vivo en Cobos del Cega, tengo más difícil dejar el nido. Siempre seré de la familia Sandoval. Mi hermano siempre será el Trepa...
Noté un tono lastimero en su voz, pero su semblante parecía muy sólido. Fumó de nuevo.
—¿Cómo van las cosas por Cobos? —pregunté.
—Tensas, la verdad. Mi hermano está bastante cabreado con los de tu pueblo. Le íbais a quemar la nave de los pollos, y de ella vive mi tío y mi abuelo. Últimamente se reúnen en la peña para decidir qué hacer; están tramando algo.
Me removí en el sitio, inquieta por la información.
—¿Si te enteras me lo dirás?
—¿Y perder la oportunidad de ser la amiga que te traiciona por defender a la Familia? —me miró con una sonrisa traviesa—. ¿Qué traición estaría peor vista?
Su tono de voz avivó unas chispas de agitación en mi interior, imposibles de identificar.
—¡Marto! —vociferó alguien a nuestra espalda.
Nos levantamos del bordillo de golpe. ¿Qué había sido eso?
—¿En vuestra casa cenáis a gritos? —preguntó Eva en un susurro.
—¡Marto, ábreme, fía del diañu!
Los aullidos venían del porche trasero. Bordeé la entrada con cautela, siguiendo la pared de piedra y el camino de farolillos, hasta que me encontré con Enol en el patio, con el pelo mojado como una alimaña. Había empezado a llover a cántaros.
No podía subir el bordillo del porche, así que estaba agarrando lo que pillaba a su alrededor (piñas, sillitas de jardín, el comedero de Pelos...) y lanzándolo contra la ventana, con una fuerza tan deficiente que nada llegaba a acertar contra el cristal y se quedaba rodando patéticamente por el camino. En el interior, las persianas estaban bajadas y sonaba música a todo trapo; por la forma de las sombras parecía que los invitados estaban bailando en el salón.
—¡Pero qué haces ahí mojándote! —le grité.
Al acercarme me di cuenta de que estaba desnudo como Dios le trajo al mundo, empapado y temblando bajo el frío nocturno de Castilla. Su cuerpo paliducho y esquelético de criatura subterránea me causó impresión y me tapé los ojos rápidamente.
—¡Enol! ¡Ay dios, estás en pelotas! ¡Ponte algo!
—Tráeme algo para cubrirme, por favor —suplicó con la voz estrangulada.
Busqué en el porche, pero no encontré nada. Me quité la sudadera y se la puse en el regazo, evitando mirarle la pichilla blanca y flácida como un canelón.
A los pocos segundos apareció Eva por detrás, quitándose la chaqueta y arropando a Enol con ella. Le dediqué una sonrisa agradecida, mientras la lluvia arreciaba sobre nuestras cabezas y se nos metía en los ojos. Intenté subir la silla de ruedas al bordillo, pero iba fumada y no podía con su peso.
—Ayúdame, agarra de ahí —pedí a Eva desde el lateral. Ella tomó la otra esquina, no en mejor estado que yo.
—No esperaba bajar a Arenas de Buitrera a ayudar a un paralítico en bolas —se rio la chica, sacándome una carcajada liberadora.
A duras penas logramos subirle al primer bordillo del porche, donde al menos estaba a cubierto bajo el techado. Estábamos los tres calados hasta los huesos, con el pantalón embarrado y jadeando del esfuerzo. Me escurrí el pelo sobre las baldosas.
—¿Marto te ha dejado aquí desnudo bajo la lluvia? —inquirí, furiosa—. Voy a tener unas palabras con ella.
—Calla, no le digas nada —pidió—. Joder, qué bochorno que me veas así. Eres la última que querría que me ayudara ahora mismo.
Le vi esconderse bajo mi sudadera como un podenco abandonado, muerto de la vergüenza e inspirándome una profunda ternura. En mi cabeza resonaban las palabras de Marto: «¿Puedes hacerme un favor? ¿Puedes decirle que le quieres y romperle el corazón?»
Yo no quería romperle el corazón, pero serle sincera era lo único que podía hacer para evitarlo. Y ser sincera con alguien en pelotas debe de ser una experiencia traumática.
—Enol... —busqué las palabras adecuadas—, ¿tú sabes que soy bollera, verdad?
El chico tardó un segundo en contestar. Eva guardaba silencio.
—Ya lo sé —se rió—. No puedo competir con una chica guapa que anda.
Me miró a los ojos. Luego miró a Eva, luego Eva me miró a mí, y yo la miré a ella, y por último a Enol de nuevo. Le cogí cariño al momento, al afectuoso acercamiento entre tres personas de comunidades autónomas diferentes y de pueblos enemistados, que se habían conocido chorreando agua y con poca ropa puesta.
—¿Puedo preguntaros una curiosidad científica? —nos miró muy serio—. ¿Cómo follan las lesbianas?
Alcé una ceja. Eva casi se atraganta de la risa.
—No puedo decírtelo —respondí con un puchero burlón—. Es el mayor secreto de la humanidad.
—Si me lo dices, yo te digo cómo follan los paralíticos —replicó.
Me quedé un segundo pensativa. Él se echó a reír y respondió:
—No vamos a cruzar ese límite.
—No vamos a cruzarlo —afirmé.
—Para ser paralítico, eres muy rápido —comentó Eva, riéndose. Luego agarró de la silla—. Venga, que tengo que volverme a mi pueblo. Coge de ahí y a la de tres subimos el escalón que falta.
Asentí con la cabeza.
—Una...
Agachadas a ambos lados de la silla de ruedas, Eva y yo conectamos nuestras pupilas desde una distancia de cuarenta intensos centímetros. Se había subido las gafas llenas de gotitas a la cabeza y me miraba como una pantera, preparada para la acción.
—Dos...
Los rizos mojados le caían por la cara, como una sirena. Me sonrió por un microsegundo, invitándome a su pedazo hipnótico de realidad.
—Tres.
Soltamos la silla y nos inclinamos la una hacia la otra como un imán, fundiéndonos en un beso eléctrico por encima de Enol.
(XII). Fito & Fitipaldis (2004). Soldadito marinero. En Lo más lejos a tu lado. DRO, España.
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