Ayala estaba pálida.
—¿Cómo que a quemarles los pollos? —acertó a decir.
Cabracho no contestó. Se limitó a mirarme con una mano imaginaria tendida hacia mí.
—Marto, ¿vienes?
Incliné la cabeza con mis ojos clavados en los suyos, pensativa.
Le observé de arriba abajo. Iba vestido con su típico chándal de dos colores; el que lleva la gente cuando le viene a arrestar la policía.
Las posibles consecuencias que tendrían aquellos actos nublaron mi mente como un enjambre. Qué compleja se me hizo la vida de repente.
Cuando era pequeña pensaba que, si era buena persona y me portaba bien con los demás, no me moriría jamás.
Intentaba no pisar los hormigueros; dar dos besos a esas horribles señoras mayores que visten de Amichi y Punto Roma; hacer la Comunión con una diadema, como una niña de bien. Intentaba no beberme los culines de sidra que encontraba por casa, aunque me hicieran tremenda gracia las chispas de estrella explotándome en la nariz.
Hasta que un día me di cuenta de que me iba a morir igual. Tenía siete años. Creo que mi vida se torció para siempre a partir de ese momento. Quiero decir... A todo el mundo le llega un día en la tierna infancia en el que se dan cuenta de que se van a morir. ¿Cómo la gente sigue bien de la cabeza sabiendo eso?
Recuerdo la primera vez que fui al psicólogo, la persona que supuestamente me iba a guiar por el campo de batalla de la existencia. Me bastaron veinte minutos para pensar «vaya zumbao», coger mis cosas y no volver a esa consulta jamás. El mundo es un pitorreo. Tardé dos años más en encontrar a una psicóloga que no me pareciera un puto cuadro a las órdenes de Paula Echevarría.
Es decir, ¿por qué la gente gilipollas es feliz? ¿Porque yo no lo soy? ¿En qué piensa la gente que no piensa en lo que yo pienso?
Cabracho esperaba una respuesta, parado en el bordillo. Detrás de su piel casi translúcida, podía imaginar sus venas contaminadas de cerveza, el cerebro empujándole hacia la aventura detrás de aquellos ojos de lagartijo.
Incliné la cabeza hacia el otro lado.
Yo creo que esa fascinación terrorífica por la muerte es algo que he arrastrado a lo largo de toda mi vida.
Siempre he tenido muchas razones para querer morirme. Cuando cruzaba el puente encima de una autopista, me agarraba muy fuerte a la mano de mi madre para asomarme por la barandilla. Y si me tiro, qué. Y si mi cuerpo es un saco de carne que acaba desperdigado por el asfalto, qué. Para eso están los puentes, para que la gente se plantee qué pasa si un día te tiras por uno. Luego crecí y ya cruzaba el puente sin mi madre, así que las preguntas se hacían todavía más atractivas.
«Me quiero morir. Soy gorda, soy la amiga fea que te presenta a sus amigas en las discotecas. Nunca viviré un romance como los de Sandra Bullock; debería ser ilegal que me expongan a situaciones preciosas por las que jamás voy a pasar». Tenía dieciséis años.
«Tírate. Tírate ahora mismo, gilipollas. No te hagas a víctima. ¿No te querías morir? ¿No ibas tú con la verdad por delante?»
Y me agarraba muy fuerte a la barandilla, hasta que se me ponían blancos los nudillos. Y tenía la mitad del cuerpo fuera, pero la otra mitad la tenía muy adentro. ¡Meca ho, que si la tenía adentro!
«Será que no quieres morirte; será que llevas media hora agarrada a un puente como un gatino mojao. Pues si ya has acabado de perder el tiempo, deja de hacer el circo y vete ahora mismo a la puerta del Salsi».
El Salsipuedes era una discoteca de Oviedo donde la gente se escoñaba por las escaleras. Estaba frecuentada por chavalada menor de edad, pero también había mayores de veinticinco que se ponían debajo de los peldaños para verte las bragas por las rendijas y a decirte lo madura que eras para tu edad.
Así que me fui para allá.
Eran las doce de la noche. El gorila me abrió la puerta y me zambullí en la música enlatada. La mezcla de colonias me atoró los pensamientos, pero ya era demasiado tarde: tenía el cráneo vacío.
Miré a mi alrededor, a los cuerpos sudorosos que se removían buscando el contacto. Me recordaban a un balde de caracoles, como los que cogía mi abuela en el pueblo las noches de lluvia. Noté en mis entrañas la amenaza del trastorno antisocial. En otra situación me habría quedado paralizada por el terror de sentirme observada —aunque no sé quién iba a querer mirarme a mí, estando la sala llena de ciervas con vestidos del Bershka—, pero esta vez bajé directamente al baño de los chicos.
Fui a enfrentar un trauma y me comí una polla. Ese es el resumen.
Y me reí de lo ridícula que era la situación, de lo hilarante que es la vida cuando una está dispuesta a reírse. No dejé que me hicieran daño los comentarios de sus amigos, ni la torpeza con que abordé la situación. El que está en este baño putrefacto con los diminutos cojoncillos fuera y haciendo ruidos de hámster eres tú.
Me marché de allí con la sensación de comprender cómo funcionaba el mundo.
Años después descubrí el Tinder. Fui directa a la persona que me habló de la forma más irrespetuosa posible y quedé con ella. Abandoné la dignidad y adopté mi papel de ser desagradable, que parecía que se me daba muy bien. Me puse una camiseta groseramente apretada, le hablé fatal durante todo el día y le llevé a que me comprara un McMenú que jamás me habría podido terminar yo sola. Pero me lo comí entero y sin dejar ni una patata. Cuanto más me juzgaba con la mirada, más hambre me entraba. Más disfrutaba.
Me di cuenta de que la dignidad realmente la pierdes cuando tú eres consciente de que la has perdido. Y aquí no hay nadie más digno que yo, que sé lidiar perfectamente con un imbécil disfuncional que me va a pagar hoy hasta el taxi a mi casa. Abollé el vaso de Coca-Cola al terminar.
Sí. Me gusta comer, y me lo merezco de sobra por aguantaros, guajes. Me merezco el puto premio Príncipe de Asturias.
No. No estoy gorda por comer. Estoy gorda porque la Virgen de Covadonga me ha dado este cuerpo, igual que a otros les da una bolsa escrotal que tienen que arrastrarla por todo el despacho.
Así es como aprendí la lección más importante de mi vida. El mundo es absurdo y estamos aquí para pasarlo bien. Todo es un juego.
Cabracho seguía esperando una respuesta, con el coche a la puerta.
De repente, incendiar una propiedad privada me pareció la mejor opción. Si en esta vida no podía ser la chica amable que tiene un novio motero y sale a merendar con las amigas, sería la tía ruda y rebelde que sale con los chicos a pegarse con los tolais del pueblo de al lado.
—Voy.
Salí de la peña con la mirada alucinada de Ayala detrás de mí.
—Pero... Marto... espera.
Cállate un mes. No entiendes nada.
Nos fuimos a casa del Chui.
Teníamos que coger material inflamable. Un poco de espuma de afeitar para iniciar la mecha y unos sacos de harina para propagar el fuego. La harina era muy buen carburante; de hecho, antiguamente estaba prohibido meter velas y lámparas dentro de los molinos.
Los de Halconada bajaron(57) a Arenas a ayudarles. Donde estaba Adri estaba Arona, y donde estaba Arona estaba Angus metiendo las narices, y dónde había un porcentaje de Chicholinas reunido mayor del 50%, estaba Lola también.
(57) El concepto «bajar» o «subir» de un pueblo a otro es ambiguo y aplicado de forma regional. Tiene que ver con que haya un mínimo desnivel entre ambos pueblos, y ya parece que vives en Perú.
Últimamente era cierto que me costaba tragar a Lola. Era guapísima, divertidísima y tenía el encantador conflicto de querer tener diecisiete años y vivir en una discoteca para siempre. Bergen se moría por atrapar un ápice de su brillo y de su melancolía. Estaba harta de que la tristeza, la falsedad y el desamparo tuviera un componente de atractivo sexual.
Lola siempre estaba sensualmente triste, sensualmente risueña. Nunca la veían como un dementor deprimido e incapaz de cortarse las uñas de los pies; quizá porque nunca estaba tan deprimida como para dejar de estar sensualmente deprimida.
Cada vez me enfadaba más, y detecté que mi furia era una reacción muy humana. Debe de ser que la gente no sabe hablar con otra persona sin proyectar sus propios problemas en ella.
—Tráete a tu pastor alemán, Marto —propuso el Gatito—, a ver si arranca la tráquea a un capullo de Cobos y se la lleva de bandera.
—¿Qué te crees que es esto, Crepúsculo?
—Pues Pelos es igual de guapo que Jacob —dijo Arona muy ilusionada.
—Sí... —respondí con desgana—. Siempre ha sido más guapo mi perro que yo.
—Los perros siempre son más guapos que nosotros, chiquitina —respondió Lola con una sonrisa, quitándole hierro al asunto.
Percibí la bondad de la chavala, y el sentimiento de rencor que me recorrió me hizo sentir peor.
Arona intervino con honestidad:
—Mira, Marto, eso te pasa porque vas por ahí con cara de congrio y vistes como una gitana.
—Anda —se quejó Molina—, si yo visto mejor que todas vosotras juntas.
—Es verdad, cariño, perdón —concedió Arona—. Aunque mejor que yo, no viste nadie.
La chica fue a levantar un saco de harina de ocho kilos, con los bracillos temblándole como ramitas. El saco se bamboleó peligrosamente hacia delante cuando Adri llegó a tiempo para cargar el peso por el otro lado.
—Solo te falta chicha pa rellenar la ropa —dijo con una sonrisa.
—A mí no me falta nada —se enfadó Arona, mirándole a los ojos por encima del saco de harina—. Tendrás cara de opinar sobre mí, cuando tú llevas tres días sin cambiarte de camiseta.
Adri se echó a reír, le quitó el saco de encima y le dio un beso en la mejilla.
—Tú déjame a mí las cosas de peso y concéntrate en editar fotos, que es lo que se te da bien.
Arona se quedó estancada. Desconcertada mientras veía cómo su novio y el Navajas terminaban de cargar la furgoneta.
Nadie comentó lo fatal que había sonado aquello. ¿Las cosas de peso? ¿Se refería a cargar peso, o a las cosas importantes?
Nos distribuimos en coches. Adri le guardó un sitio a Arona, pero ella se metió con Lola y conmigo en el coche de Cabracho sin decir nada. Tenía una cara de bulldog que no podía con ella.
El plan era que nuestro coche fuera primero para avisar si estaba la Guardia Civil por el camino. La nave de pollos estaba a las afueras del pueblo, así que la furgoneta del Chui iría directamente a la puerta para comenzar a prender las instalaciones.
Elegimos el momento del anochecer para ir; lo que en fotografía llaman «la hora gris»; porque se aprecia peor el origen del humo y tampoco destacan las llamas luminosas en la noche, al menos hasta que nos diera tiempo a salir de Cobos del Cega.
Nos pusimos en marcha y salimos del pueblo en procesión.
Los coches levantaban humaredas de polvo y repiqueteaban sobre el camino pedregoso. Ese camino que habíamos recorrido tantas veces de noche, a pie y en dirección a las fiestas del pueblo de al lado, cargando con las bolsas de Ron Almirante, de Fanta y de hielos derritiéndose, destrozando la finísima suela de las Vans y suplicando a cada coche que nos llevara.
Pasamos el pueblo de Halconada. El último edificio que vimos era la iglesia de piedra húmeda y fría. El cambio de rasante mostró las cruces y los cipreses solemnes del cementerio, pero pronto se dejaron de ver.
Eran las siete de la tarde y la luz comenzaba a irse. Continuamos hacia Cobos y la ansiedad iba aumentando. Tenía ganas de pegarme con alguien. Sí. Tenía ganas.
Cabracho conducía con acelerones, como conteniendo un caballo rabioso. Las ruedas crujían. Las piedras saltaban hacia los lados. Se advertía algún cernícalo sobrevolando el camino.
Entonces el horizonte apareció un coche.
Se aproximaba hacia nosotros levantando polvo. Cabracho quiso echarse a un lado para que ambos pudieran pasar, pero el otro no colaboró y siguió circulando por el centro, obligando a ambos a detenerse lentamente en medio del camino.
—Pero... ¿y el notas este?
—Sal del camino y lo rodeas —dijo Arona.
—No le voy a pisar el sembrado a un agricultor —declaró con obviedad.
Miré a Cabracho con un minúsculo deje de admiración secreta.
Para Arona, los campos inmensos de trigo y remolacha no eran más que un decorado salvaje, donde se cruzan los jabalís o le cae un rayo en la cabeza a algún pardillo; un tejido intermitente que separaba los verdaderos núcleos de población: aquellos donde podías encontrar un pincho de tortilla o un jamón colgado del techo de una cocina. Nunca pensaría que el campo pertenecía a alguien, que de esa cosecha donde tú hacías trompos con el coche, salía la harina de Segovia.
Solo la gente de pueblo se reconoce entre sí. Las ciudades no tienen valores, pero en el mundo rural aún sí quedan. Eso me daba como calorcito en el alma.
Me incorporé para observar quién había en el coche de enfrente. La copilota era una chica con gafas de pasta y los labios pintados de algún color cálido. El pelo rizado le caía sobre los hombros y tenía un septum en la nariz, además de pura cara de perro.
El conductor era un tipo rubio y guapete, con el brazo tatuado y los ojos entrecerrados como puñales. Ambos parecían muy enfadados.
—¡Hostia! Pero si es el Trepa de Cobos. —Cabracho apretó el puño en la palanca de cambios, al comprender que estaban cortándoles el paso hacia su pueblo—. Mira que cara tiene el tontopollas, de afectao por el aceite de colza(58). Que se baje, que le voy a dejar blanco como un Din A4.
(58) Intoxicación alimentaria masiva que tuvo lugar en España en los años 80, cuyas víctimas todavía arrastran secuelas.
Por detrás, la furgoneta del Chui pitaba intentando avanzar.
Sumidos en un silencio sepulcral y enmarcados por la visión de la luna del coche, como un autocine mudo, observamos cómo se bajaba la copilota de rizos.
—Se ha bajao la piba. Yo a esa no la puedo reventar —gruñó Cabracho—. Bajaos alguna.
—Yo me bajo —propuse.
—No, Marto. Que se baje Arona, que da más pinta de embajadora de la ONU.
La verdad se me estrelló en la cara: no era lo suficientemente chica. Pero tampoco era lo suficientemente chico.
Me aplatané en el asiento y noté cómo el ego menguaba en mi interior hasta convertirse en una mísera pelusa, o peor aún, en el fantasma de mi autoestima. Un golpe más. Tragué saliva muy fuerte.
Miré de reojo a Arona, a su eyeliner afilado, a su rinoplastia perfectamente ejecutada y al microblandin intachable de sus cejas. La puta abeja reina del grupo. Juro que la odié por un momento.
Pero aún había otra persona más odiable en este instante.
—No —sentenció Arona, entrecerrando los ojos—. Que se baje Lola...
Lola se mostró igual de sorprendida que nosotros.
Nadie dijo una palabra, así que se encogió de hombros, se puso las gafas de sol con mucha determinación y salió del coche.
Cabracho tenía la sensación de que se estaba perdiendo algo, así que preguntó qué sucedía con Lola en cuanto cerró la puerta. Arona le respondió con los ojos viperinos clavados en el Trepa.
—Pues que ese es su rubiazo. A ver si la estúpida reconoce de una vez que se lo ha follao y la novia le pega un guantazo.
Cabracho alzó las cejas en silencio, sorprendido ante tanta violencia femenina. Su cerebro fundido por los porros ni siquiera le dio para sentir una patética rivalidad masculina por haberse follado también a Lola. O quizá fuera un estado de pasotismo y espiritualidad suprema al que ninguno habíamos conseguido llegar.
La vimos avanzar como una pulguita escuálida y vestida de leopardo, con sus cuatro pelos levantados en una coleta y la riñonera hacia atrás por si tenía que pelearse. Llegó hasta el espacio entre ambos coches y se plantó frente a la desconocida enseñando los colmillos. La otra le sacaba dos cabezas.
Se midieron las fuerzas como dos leonas, con los coches detrás de ellas respirando dióxido de carbono y preparados para rugir.
Bajamos las ventanillas para enterarnos de algo.
—Tú quién eres —gruñó Lola.
—Eva —dijo, seca como un codo—. ¿Tú?
—Lola.
—Tienes nombre de perro.
—Y tú de chimpancé clonado.
Se sostuvieron la mirada con valentía, como si acabaran de aceptar un regalo envenenado.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Lola.
—Evitar que jodáis la nave de pollos de mi hermano —dijo, y señaló con la cabeza hacia el Trepa—. Alguien nos avisó.
—¿Quién?
—Ella.
De repente, se abrió la puerta trasera del coche enemigo. Sacamos la cabeza del coche con expectación.
Ayala salió al exterior con expresión dura. Llegó junto a Eva y se cruzó de brazos.
—¡¿Qué?!
Cabracho salió de golpe del coche, igual que lo hizo Arona. Tras nosotros, Adri se bajó muy enfadado de la furgoneta del Chui.
—Me cago en la madre que te parió —espetó Cabracho.
—Sí, yo también me cago en esa señora a menudo —contestó Ayala muy tranquila.
—¿Tú qué haces colaborando con el enemigo? —bufó Adri.
—¿Tú te crees que voy a dejar que queméis vivos a trescientos pollos? —espetó ella—. No voy a estar yo comiendo tofu todo el año pa que ahora montéis un holocausto en un día.
—¡Ya están tocando los cojones, estos herbívoros de mierda!
—¡Malasaña salvando Segovia una vez más!
Los gritos empezaron a elevarse en el diminuto espacio entre ambos coches. Nuestra máxima enemiga, Eva de Cobos del Cega, parecía muy tranquila viendo la pelotera que se traía la propia gente del pueblo. El Trepa tuvo la inteligencia de permanecer dentro de su coche para no encender más la mecha.
—Lo que está claro es que la peña de las Chicholinas está llena de zorras traidoras —bufó Adri, mirando muy serio a Lola y después a Ayala.
Arona se giró de golpe hacia su novio y le ladró:
—A ella no le hables así. ¿Me has oído?
Su novio se quedó petrificado de la sorpresa, pero no más que Ayala. La madrileña no esperaba verse defendida por la divina, egocéntrica y facha de Arona.
—Y al próximo que le diga algo le meto mi pintalabios por el culo. Ha hecho lo que tenía que hacer según su ideología progre, que es más de lo que podéis hacer vosotros, que tenéis las neuronas justas para no cagaros encima.
Nadie dijo una palabra más.
Ellas se miraron como dos reinas serpientes; quizá era una especie de paz en la que habían convergido tras el desencuentro con Poncio. Arona había tardado en asimilar que las vivencias de su amiga fueran diferentes a las suyas; que le estrellaban en la cara una verdad tan dolorosa como real, donde no importaba lo que Ayala opinaba, sino lo que necesitaba. Necesitaba apoyo. Apoyo contra un viejo verde y contra todas estas caras de enemistad.
Quizá en eso consistía tener un pueblo.
—Tú —espetó Arona a su novio—. Pal coche. Nos volvemos a Arenas. Aquí hoy no se pega ni Dios.
Adri no fue capaz de replicar.
Los ánimos se fueron desinflando; los de Halconada dirigieron una mirada territorial al enemigo y se volvieron.
A Lola le entró la risa burlona y se quedó sola frente a Eva, diciéndole:
—Ya has oído a la reinona y al golden retriever que tiene por novio; debe ser que aquí no hay cosas de peso que manejar. Así que ya nos veremos las caras la próxima vez.
Lanzó una última mirada al Trepa a través del cristal, cargada de significado.
Arona, que lo había escuchado todo, no aguantó más. Todo pasó muy rápido. Fue hacia Lola por la espalda y le dio un tirón de pelo que casi le arranca la coleta. Ella soltó un grito y se giró de golpe lanzando zarpazos al aire, mientras Ayala, Adri, el Gatito y Molina elevaban un «¡eh, eh, eh, eh!».
Lola la tiró al suelo y le acertó varios tortazos en la cara, hasta que me acerqué por detrás y la levanté en volandas como una pulguita para separarla. Cada una estaba inmersa en su propio estado de shock. Arona nunca había pegado a nadie, pero no soportaba que nadie le pusiera la mano encima; Lola era pura calle y pura neura, no entendía por qué había sido atacada y se revolvía como si estuviera poseída.
—¡¿Pero a ti que te pasa conmigo, tronca?! —chilló Lola.
Arona se levantó del suelo y señaló a Ayala, que estaba alucinada:
—¡Su traición la acepto porque estaba pensando en los pollos y me da como... ternurita, lo ridícula que es! ¡¿Pero la tuya?! ¿Traicionar a tus amigas por una polla rubia forastera? ¡Anda ya, pedorra! Te vuelves en su coche si quieres —dijo haciendo un gesto hacia el Trepa.
—¡A ti se te ha ido la pinza, colega! ¡La acetona de las uñas te está dejando el cerebro frito! —le señaló con el dedo—. ¡Y tu novio estúpido y controlador también!
Arona se subió al coche a modo de respuesta y le cerró la puerta en las narices. Lola entornó los ojos y miró a Cabracho como pidiendo una figura mediadora, pero él miró hacia otro lado para desentenderse. Así que le dio una patada a la rueda trasera y se fue muy enfadada a la furgoneta del Chui.
Se hizo el silencio.
Entonces Ayala se acercó al coche lentamente. La que faltaba. Se quedó plantada a la puerta, mirando por la ventanilla con cierto recelo. No estaba segura de cómo de calmadas estaban las aguas entre ella y Arona, pero alguien tenía que llevarla al pueblo. La abeja reina le miró a los ojos durante un segundo y, finalmente, movió al asiento del medio para dejarle sitio. Ayala agradeció el gesto y entró en el coche.
Arrancamos en el más absoluto de los silencios. Cabracho hizo rugir el motor para lanzar un último aviso al coche enemigo, dio la vuelta y emprendió el regreso.
El camino comenzó a hacerse interminable por la tensión. Todos mirábamos por nuestra propia ventanilla, como si quisiéramos tirar cada uno hacia una provincia diferente de Castilla y León.
Cabracho tardó casi cinco minutos en abrir la conversación, soltando cada palabra como una diminuta bomba de Hiroshima.
—Emm. ¿Sabéis que Lola no se lio con el Trepa?
Arona se giró golpe, con cara de demonio de pantano.
—Cómo.
—No.
—Pero si es su rubiazo.
—Se lio con Bergen, que es nuestro rubiazo —puntualizó Cabracho—. Me lo dijo el propio Bergen.
—Qué.
—Quiero decir... Era lo más obvio, ¿no? —se rio, el muy trozo de carne aneuronal—. He detectado cierta confusión sobre el tema y... no sé de dónde os habéis sacao esa narrativa, pero hay que ir con cuidao con lo que se dice. En los pueblos los rumores son peligrosos.
Cerré los ojos. Me cago en mi mantu.
No puede ser.
Me acordé del puto Angus y de toda su familia.
De esa cara de niñato feliz, cuyo máximo problema es pasar limpio el primer cuatri y entrar por la puerta del Imaginarium. De ese pedazo de puta mamarracha andaluza, embustera patológica absolutamente desquiciada, engendro de la invención.
«Mentirosa, mentirosa.
No vuelvas más aquí».
Me apoyé en el cristal, con la mano en el puente de la nariz. Respiré hondo. No podía ni hablar.
A mi mente vino después la cara de Lola. No se había liado con el Trepa, pero se había liado con Bergen, que era peor. Había tenido la desfachatez de liarse con el pobre alemán después de haber rajado de él, y encima tenía la jeta de mirarme a la cara sabiendo lo que yo sentía.
«Mentías, de mí te reías, y te burlabas de mi gran amor».
A ella la rajaba yo. Le enviaba a lo más profundo de la cuneta, junto a mi bisabuelo.
«Mentías y yo te creía,
Me destrozaste el corazón, con tus mentiras (X)».
Me temblaba la pierna. No sabía cuál de las dos zorras mentirosas me ponía más enferma. Todo iba mal en esta peña. Yo solamente quería llegar al pueblo para asesinar a Lola, y después para asesinar a Angus dos veces.
En el coche, el drama continuaba. Arona se sentía estafada por pensar que Lola era una traidora, pero era incapaz de desenfadarse; Ayala estaba perdiendo la paciencia.
—Que si Lola pasa droga, que si se ha liao con el de Cobos... Todo el mundo aquí habla de Lola, pero sin Lola —bufó la madrileña—. ¿Pues sabéis qué?
El grupo guardó silencio.
—Que es hora de preguntarla.
(X). Ráfaga (1998). Mentirosa. En Imparables [CD]. Leader Music, Argentina.
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