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18 Tyler: Gemido marino

–Oyee Tyleeer. –Soñaba con Mel cuando su voz me sacudió el hombro–. No podes quedarte oquí.

Entreabrí la mirada. Una mujer sonaba como ella.

–¿Mel? –¡A cabrón! Me puse de pie casi de un brinco. Se me secó la boca. Era Melodía en un vestido entallado negro arriba de la rodilla, con escote y una chamarra que apenas la cubría. Andaba descalza.

–¿Com hicisste porra subir?

Tomé el elevador –bostecé. ¿Por qué arrastraba las palabras? Y ¿qué era ese olor?–. Hueles a trago.

La cabeza se me infló en un tsunami cuando me di cuenta de que venía acompañada–. ¿Y tú quién eres? ¿Su hermana?

–Mel, ¿quieres que llame a seguridad?

–¡Segoridad! –Se rió ella.

Por mí que llamaran al Milton. Así sacábamos a este pendejo del edificio entre los dos. Mel carraspeó y se irguió entre ambos. Se apoyó en ambos a decir verdad. Caminaba como si lo hiciera sobre una cama de agua. No mames, venía pedísima.

–Graciess, Carrlos, por al aventón –dijo a manera de despedida. El güey se inclinó para hablarle a la oreja. Ella encogió el cuello como si le hiciera cosquillas. ¡Qué puto secreteo se traían! ¿Así es como le gustaban los güeyes? ¿Con labial? Era una lástima porque yo odio usar labial. Ni siquiera usé labial la vez que imité a Mercury en el escenario. El bigote me cubría la boca y no tenía punto hacerlo. Aunque si lo pienso bien, sí que me gusta usar labial: en la punta de la verga, no en la boca. Tal vez un poco en las bolas también, pero en la boca no. Naaa. El Dante era mil veces mejor: intelectual, y no tenía que maquillarse.

–Aaah, ssícierto –le respondió ella–, orita entras.

¡Qué! ¡Ni madres, Mel, no! El pinche cabrón me miró con una semi sonrisa y se me calentó el cuello. ¡Qué pedo, qué pedo! Debería valerme madres, pero Mel era una buena chica y este güey se notaba que ¡nomás se la quería coger! Melodía tardó una eternidad en encontrar las llaves dentro de su bolso. Cuando logró abrir, la puerta rebotó contra la pared y Mel entró arrastrando los pies. El idiota me empujó al pasillo antes de entrar y azotarme la puerta en la nariz.

–¡No mames! ¡Mel, abre!

Si el güey tardaba más de lo que dura una meada ahí dentro, tumbaría la maldita puerta para entrar. Pegué el oído a la madera. No podía dejar que Mel se acostara con alguien en ese estado. Estaba tan borracha que más bien sería abuso. La maldita puerta no tenía perilla, sino una agarradera y abajo la entrada para la llave. Saqué el brazo del cabestrillo y busqué en mi mochila la navaja suiza. Quería arrancarme el yeso para permitirme más movilidad. Necesitaría poder usar bien los dedos, pero la verdad no podía ni moverlos. Escuché un siseo y a ella alzar la voz, y me convertí en un toro. Embestí la puerta con el hombro bueno, con la espalda, con una patada y la maldita cosa no se abrió.

–¡Suéltala hijo de tu puta madre! –grité–. ¡Tócala y te mato!

Seguí golpeando, corrí al elevador a oprimir el timbre de emergencias para regresar a golpear la puerta. Una señora en bata de dormir se asomó y cuando iba a volver a golpear escuché a Melodía.

–Cálmate, Tyler. Estoy bien –Se oía agitada –Voy a abrir, así que ya deja de golpear.

Cuando abrió, entré tan cegado de ira que apenas noté el bulto en el suelo. Tal vez alcanzó a golpearlo con algo, porque el cabrón se veía inconsciente. La tomé por los hombros y le revisé el rostro, el cuello. De verdad lo mataría si le encontraba alguna señal de violencia.

–Estoy bien –dijo ella ya sin el tono ebrio–. No pudo hacerme nada. Solo, ¿podrías checar si él está vivo?

¿Si está vivo? Me hinqué junto a su agresor a buscar si tenía pulso. Estaba bien el cabrón, solo estaba desmayado. Lo bolseé y le quité el celular, y la cartera.

El recepcionista Milton subió y se lo llevó en una silla de ruedas.

–¿En serio no te tocó?

–Realmente no.

Mel no quiso llamar a la policía, porque decía que nadie le creería. Yo estaba dispuesto a testificar y no me importaba cometer perjurio si era necesario. Según Melodía el más dañado podía ser él. Dijo que no estaba segura de si se había excedido en presionar su arteria. Y como al güey no se lo llevó la policía, me ofrecí a quedarme. Si Mel decía que no, me quedaría en el pasillo. La adrenalina me tenía erizado. Me dieron ganas de hacerle daño de verdad. No iba a dejar que el tipo volviera, se le colara al Milton y la encontrara sola.

Para mi sorpresa Mel aceptó que la acompañara. Dijo que de cualquier forma no podría dormir hasta relajarse. La luz estaba fallando por un huracán que había entrado a Mefistópolis y Mel encendió unas velas. Se imaginan bien, el baile de sombras ambientaba el departamento como en el video de Meat Loaf de I'd Do Anything For Love. Aunque se oía un «plump, plump» constante en lugar de la canción. La gotera de su baño me mantuvo cabal mientras me describió cómo fue que se liberó de su atacante.

–Entonces –dije–, sabes Jiu-jitsu.

Asintió–. Mi hermano Jazz fue el que me convenció de entrenar, aunque a mi mamá no le pareciera apropiado que tuviera esa clase de cercanía con los compañeros. A falta de mi papá, Jazz quería que no tuviera que depender de ningún hombre para defenderme. Quería que me sintiera empoderada, aunque tuviera la espalda contra el suelo y doscientos kilos de un atacante pendejo entre mis piernas. Íbamos a la Academia de Jiu-jitsu de Mefistópolis. Yo era la única chica.

–¿Tu hermano es Jazz Lombardo?

–No me digas que también lo conoces.

¿Bromeaba? Pues ¿cuántas veces estuve a punto de conocerla y no sucedió? Si me hubiera tocado estar en su guardia, me quedaba ahí, entre sus piernas, aunque después me tronara el brazo con una llave–. ¡Sí! –carraspeé–. Lo conocí en un torneo. Casi me disloca el hombro.

–¿Tú también practicas Jiu-jitsu?

Silbé y agité la melena. Y por supuesto no le dije que apenas duré un año porque descubrí las drogas. No quería que pensara mal de mí. Además ya ni fumaba y estaba tratando de volver a hacer ejercicio.

–Bueno –carraspeé por mi falsedad y tuve el impulso de aclarar–, solo lo practiqué en la adolescencia. Entré a la academia cuando tenía dieciséis. Luego me cambié a otra más chica que está por el Malecón.

–¿En serio? ¿Pero en qué año fue eso?

–Mmm –tamborileé mi boca–, debió ser en el noventa y uno.

–¡Yo empecé en ese año!

–Ah, no mames –dije retrayendo el cuello–. Bueno yo solo fui dos meses a la central e iba en el horario de la noche.

Ambos teníamos una sonrisa estampada y los brazos apoyados sobre la barra de su cocina. Llevábamos horas platicando así. Le conté de la pelea con los recolectores y del batazo que me arruinó la mano. Mientras estaba con ella trataba de justificar que me puse tan toro con su puerta, porque odio las injusticias y los abusos, no porque ella me gustara tanto. La imaginé saltándome al cuello para aplicarme un triángulo de piernas que recordaba de mis días de artemarcialista, con su cuerpo bien pegado al mío.

–¿Y qué cinta eres? –preguntó.

–Me faltó poco para la azul –fanfarroneé y mentí un poco, porque con mi poca constancia apenas y conseguí un par de grados–, pero ya no seguí. ¿Tú?

–Soy morada dos grados, aunque ya casi no voy. Mi trabajo no me lo permite.

–¿Morada dos grados? ¿Neta? Pero qué presumida.

Apretó los labios para contener una sonrisa de orgullo. Ese pendejo no tenía ni idea de que intentó propasarse con una pequeña maquina asesina.

–Por cierto. –Alcé el índice de mi mano sana y revisé en mi mochila–. Antes de que se me olvide. Ten.

Se puso roja cuando le extendí su diario.

–Me llevó varias hojas darme cuenta de que todos son dibujos y no fotos. ¿Querías hacer eso con mi partitura?

Se cubrió medio rostro con el cuaderno, luciendo tan inocente que se me aceleró el pulso. Cómo me daban ganas de comérmela.

–De verdad no había abierto tu diario. No debí, pero se me cayó y cuando vi el interior se me ocurrió un dibujo.

–¿Sí? Se veía chido y bueno, yo tampoco me porté muy bien con tu diario. ¡Mira tu cara! –Solté una carcajada y mejor omití a qué me referí. La traumaría y no dañé las hojas, solo las admiré a una mano. Quien la manda a andar dibujando desnudos tan realistas–. Tranquila, solo te estoy molestando. Está súper chingón lo que haces. Cuando recupere el trabajo en Las Brujas te subiré al escenario para que invites a todo el mundo a ver lo que haces. ¿Dónde estás exponiendo?

–¡No! ¡No vayas a hacer eso! No es necesario. Por favor no le hables a nadie sobre mí.

Se levantó apresurada y se fue a la cocina a buscar algo en las gavetas que en realidad no buscaba. En eso un gato blanco y negro saltó a mis piernas. Recuerdo que escuché a este minino sisear desde afuera. Le froté el lomo y alzó la cola.

–Hola gatita.

Echó un ronroneo.

–¿Cómo sabes que es gatita y no gatito?

¿Le diré que espié cuando alzó la cola? Naaa, perderé toda mi puntuación y me creerá un zoofílico. Me encogí de hombros–. Alguna vez tuve un gato.

Entrecerró la mirada. Me cae que a veces me miraba como si no se creyera que yo era un ser humano.

–Oye, como que ya es tarde –insinuó. Ya comenzaba a sentirme cómodo y ni siquiera le había rozado un cabello.

–Tienes razón –dije desganado bajando a la minina–. Ya debo irme. Solo paso a tu baño.

Mientras meaba, noté una cubeta medio llena debajo de la regadera. Ese era el goteo que había armonizado esta velada. Cada «plump» se espaciaba por un gemido marino de agua atorada que parecía envolver el baño. Me lavé las manos y el sonido se agudizó por una octava justa.

–Hay una ballena en tu tubería –dije desde el interior.

–¡Lleva años así! –respondió desde afuera.

Acerqué el oído al azulejo y di un ligero golpe con los nudillos en busca de sonidos huecos.

¡Chasss!

–¡Puta madre! –Un chorro de agua me disparó en la cara.

¡La llave explotó!

–¿Tyler?

–¡Seee! ¡Ya voy!

Intenté tapar el hoyo con una de las toallas y la pared craqueó y se desprendieron varios azulejos. Resbalé y evité caer sobre el brazo enyesado. Maldición, no debía mojarlo. Tanteé el piso exhalando gemidos de frío hasta llegar a la puerta. Abrí, pero Mel no me dio tiempo de advertirle que rompí su baño. Con el primer paso se resbaló. Volvió a pescarse de mi playera y con la rasgadura que le hizo, ahora me debía dos (y yo le debía la pared de su baño). ¡Slam! Azotamos la puerta golpeando las espaldas chorreantes contra ella.

Y si la suerte de Tyler era mala, ahora se ha vuelto podridona. Pareciera que hasta se la ha contagiado a Mel un poco ¿no? Cuando menos nos libramos de Carlos, el dedos de oruga🐛🤮.

El video es de Meat Loaf y pueden encontrar la canción en la lista de reproducción de Spotify «Castigando al rockanrol». Caray, qué buena rola y qué buenos tiempos.

Muchas gracias a tod@s por leer. Amo ver cómo su presencia le da vida a  las estadísticas de la novela. 

¡Nos seguimos leyendo!

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