11 Tyler: Hasta la luna
–Estoy en el departamento digital –dijo–. Trabajo con tipografía, botones, tablas, banners, gifs, montajes...
–Aaah –me mordí la arracada del labio y reí–, no tengo ni puta idea de qué es la mitad de las cosas que mencionas, pero suena artístico. Se ve que dibujas.
Inclinó ligeramente el mentón, desconcertada.
–Tienes carbón en los dedos y en la cara –expliqué estirando el dedo índice para tocar su mejilla. Jaló el cuello hacia atrás y se frotó el lugar donde la toqué. Como invadí su espacio personal escondió las manos bajo la mesa. Se lamió los labios y los apretó para reprimirse de sonreír más. ¿Qué no se da cuenta que si hace eso, me dan más ganas de tocarla? Ese tipo de señales dice que les gusta que las toques, pero no les gusta que te des cuenta que les gusta. Enredado, lo sé, pero cualquier hombre lo entiende.
–A veces dibujo.
–¿Me enseñas algo?
–No cargo nada para mostrarte.
–¿No? ¿No llevas un diario de arte o algo así?
–Sí, pero no voy a mostrártelo. Es personal.
–Muéstrame el tuyo y te enseño el mío.
Parpadeó varias veces. Su nerviosismo era lo más seductor que había visto. Mi reacción la más antinatural. Acerqué la silla a la mesa con un movimiento de mi pelvis y saqué la pequeña libreta que guardaba en uno de los bolsillos del pantalón. La abaniqueé frente a ella para mostrar más de la mitad de hojas escritas (con varios intentos fallidos de canciones), pero no permití que se distinguiera una hoja en específico. Si quería ver algo mío, debía enseñarme algo de ella.
–¡Eso no es mostrar! –exclamó–. ¿Qué llevas ahí? ¿La cuenta de tus conquistas?
Alcé la boca hacia un lado y arrugué el ceño. Pero qué absurda. ¿De qué me serviría anotar nombres de mujeres que no volveré a ver?–. Saca el tuyo.
–Lo dejé en mi casa.
–Cobarde –acusé y me guardé la libreta en el bolsillo de nuevo.
–¿Qué dice tu tatuaje? –preguntó dirigiendo la mirada a mi brazo.
Lo extendí sobre la mesa, casi hasta donde estaba ella.
–Léelo –dije con la palma abierta hacia arriba. Inclinó el rostro buscando descifrar las letras que quedaban ocultas, pero si quería saber lo que decía el tatuaje...–. Dale vuelta si quieres. Puedes tocarme, no muerdo. Dame tu mano.
No creí que lo haría, pero entrelazó su mano con la mía y su piel era tan suave que quemaba. Cada espacio entre nuestros dedos se sintió magnetizado y cuando nos soltamos fue como si un cosquilleo permaneciera para que nos dieran ganas de volvernos a tocar.
Madres. Qué rico se sintió.
–«Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad» –dije en voz alta. Estoy seguro de que ella también sintió una abrasión en los dedos–. Es una frase de Carl Jung.
–¿Y ya la has hecho consciente?
–No –reí–. Esto es un recordatorio.
La mesera volvió por fin con nuestras bebidas e increíblemente estaba pasando tan buen rato con la Melodía que ya ni volteé a ver las piernas de Pam. Me sentí tan atraído que quería llevármela a mi departamento para arrancarle la ropa de monja ya.
Pam colocó la bebida de Melodía en la mesa primero, con una calma cual tortuga. Acercó un vaso de cristal frente a mí con un cuarto de café en él y en un movimiento estiró todo el brazo hacia arriba para alzar la jarra con la leche que vertió. La leche se esponjaría con el efecto de no ser porque a Pam le tembló la mano y ¡jijuesureputísimamadre! Empujé la silla hacia atrás y me levanté de un salto. El líquido me quemó las piernas. Recité todas las majaderías que me sabía. De no ser porque mi mejor amigo estaba en firmes y hacía un rato tuve que acomodarlo en cierto ángulo para que no se notara su emoción, me hubiera dejado impotente.
La mesera me tanteó con un trapo dando mil disculpas y de rodillas. Una buena imagen en otra situación. Tuve que detenerla de palparme demasiado –. ¡Estoy bien! Ya, no te preocupes, estoy bien.
Terminé de limpiarme con una servilleta. Qué brutal. Ahora parecía que me había meado. La mesera ofreció limpiar el área, así que Melodía se levantó para que secara el suelo. El charco de leche se esparcía debajo de nuestra mesa. Quiso saltarlo y dio un resbalón. Estiró la mano para agarrarse de algo y pescó mi playera. Aparte de rasgarla, me desestabilizó. No fue mi intención que cayéramos revueltos. Se cubrió con una mano para que no se estrellaran nuestras caras. Un coro de risas empapó el ambiente apestoso de leche. Estábamos dando todo un espectáculo. Me levanté rápido y le tendí una mano que rechazó para sostenerse mejor de la mesa.
–¡Perdón! –exclamó–. No quise romperte la playera.
–Ah, no importa –le dije–. ¿Quieres ir afuera?
–Quiero irme a mi casa –dijo con efusividad que luego corrigió con un–: Quise decir que ya tengo que irme a mi casa.
–¿Te llevo?
–No, gracias. Está cerca. Caminaré.
Cierto, no le gustaban las motocicletas. Al salir, metí las manos en los bolsillos. Todos los puntos que había acumulado en este nivel se borraron y pareció que hasta perdí una vida porque volví al inicio del juego. La Melodía había dejado de sonreír. Qué pinche puta mala suerte. Ahora no solo parecía que me había orinado, apestaba a leche y tenía un agujero enorme en la playera. Lucía como un pinche vagabundo. Me mordí el labio inferior hasta que sangró. Nos detuvimos en la esquina y me dijo que seguiría derecho. Mi moto estaba doblando a la izquierda.
La despedida fue rara. Sonrió y me extendió la mano como si hubiéramos tenido una entrevista laboral. Entrecerré la mirada. ¿Me extendía la mano porque le gustó agarrarme o porque quería una despedida de oficina? Naaa, es mejor pedir perdón que pedir permiso. La jalé para despedirme como debía ser. No pudo evitar que la besara en la mejilla. Casi la beso en la boca por su culpa. Ella giró la cara para el lado incorrecto. Estuve así de cerca, así, de que esto se volviera en un accidente grandioso. Y como se quedó medio pasmada aproveché para retirarme. Capaz reaccionaba y me metía un bofetón. Me alejé rápido y giré desde la otra esquina para sonreír y decirle adiós con la mano. No se había movido de la acera y parecía estatua. Soy un campeón je, je. Recobré todos mis puntos con un solo movimiento y escalé como cuatro niveles. Me trepé a la moto y arranqué como si fuera capaz de despegar hasta la luna.
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