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Capítulo 10

Castel quedó en la casa Septimus a pesar de haber devuelto todo lo que había tomado, incluso hizo trabajos forzados por haberse comido los animales de las quintas cercanas. En ese tiempo participó en la captura de un lobizón y fue realmente aterrador.

Al principio pensó que se trataría de un lobo grande, como en las películas, sin embargo al estar frente a la bestia quedó paralizado. El animal era un perro negro, muy grande y con garras ensangrentadas, pero lo más desagradable era el olor a carne descompuesta que la bestia poseía. El hedor no lo dejaba respirar, incluso hacía que sus ojos picaran. Gracias a Ángelo no murió esa noche, ya que inmovilizó al lobizón con sus telas. Fue capaz de ver a un Vega en acción y comprobó que la fama de su familia era genuina y bien merecida.

Su admiración creció hasta que, mientras comían bajo la sombra de un árbol y cuidaban a los niños, notó algo que le llamó la atención. Al ser su día libre, Ángelo no llevaba el uniforme y llevaba una camiseta roja, dejando a la vista las marcas de sus muñecas.

—¿Intentaste... suicidarte? —la pregunta salió de su boca antes de pensar. Ya era tarde y vio a Ángelo observar las cicatrices, dos líneas paralelas en sus muñecas y parte de los brazos.

—Lo pensé hace unos años... pero estando en peligro constante hace que quieras vivir —respondió con una sonrisa.

—¿Por qué? No entiendo —dijo, mostrándose un poco exasperado por alguna razón.

—No soy el integrante más fuerte de la familia Vega, esa es la verdad —confesó, dejando al rubio con la abierta—. De hecho, cuando me inscribí al ejército, era el más débil de mi unidad. Todos piensan que al ser un Vega automáticamente sería poderoso y hábil, yo también lo creía. Era muy difícil cumplir con las expectativas de mis maestros, las de mis compañeros y de mi familia.

Castel sólo se mantenía en silencio mientras lo escuchaba hablar. La imagen que tenía de Ángelo cambió lentamente con cada palabra. Mi caso es el contrario, mi familia no espera nada de mí, pensó.

—Por suerte tengo buenos amigos y, en realidad, nunca intenté nada contra mi vida. Al contrario, soy un poco cobarde —habló pensativo, volviendo su mirada a sus cicatrices—. Estas marcas me las hizo uno de mis maestros, también tiene habilidad de control de metal y, honestamente, yo odio pelear con otros que tengan un poder similar al mío —agregó para luego seguir comiendo como si nada.

—¡¿Que qué?! Yo mismo te vi pelear contra esa bestia —dijo Castel confundido, haciendo reír al morocho—. ¿Por qué tu maestro te cortó?

—Y no quiero hablar de eso, hablemos de ti —propuso, poniendo nervioso al muchacho rubio—. Irupé me dijo que hablaron de tus padres y que ninguno de ellos tienen poderes.

¡Mierda! ¿Qué le digo ahora? No quiero seguir mintiendo pero si descubren quién soy me regresarán a casa con mis padres, pensó Castel. Sin embargo, para su buena o mala suerte, un estruendo interrumpió con el ambiente tranquilo del campo, los animales huyeron inmediatamente y los niños se acercaron para abrazar a Vega.

—¿Qué fue eso?

—Es un trueno, tengo miedo.

—¡Ángelo! —uno de sus amigos se acercó corriendo a él—. Están atacando la casa, me llevaré a los niños a un lugar seguro con el resto.

—Está bien. Cuídalos con tu vida, Guido.

—¡Eso haré! —respondió el nombrado al subir a los pequeño sobre su espalda y comenzar a correr, a lo lejos escucharon otra explosión. Guido era uno de los adultos que trataba de controlar su transformación, al igual que él, estaban Benjamín y Héctor, quienes vivían en la casa desde que eran adolescentes. Los dos últimos acompañaron al dueño de la casa para investigar esas explosiones, encontrando a la responsable en las puertas.

Castel también quería ayudar y vio con rabia a la mercenaria luego de haber destrozado uno de los muros que resguardaba la casa Septimus.

—Ahí estabas —dijo ella al verlo, con una sonrisa. Sus labios siempre estaban pintados de rojo intenso.

—¿Qué quieres? ¿Por qué destruyes mi casa? —respondió Obregón dando unos pasos adelante.

—Entonces tú eres el líder de todos estos perros, vamos a ver si es cierto eso de que no puedes morir —comentó ella para luego sacar un arma y apuntar hacia el hombre uniformado. Castel iba a hacer una burbuja para protegerlo, sin embargo no fue necesario porque Vega hizo algo al respecto.

En una de sus charlas le había preguntado si podía detener balas con su habilidad pero la respuesta fue negativa. Pero en ese momento Ángelo se adelantó y desarmó el arma, haciendo que las partes caigan a los pies de la mercenaria. Esto la dejó sorprendida, pero tomó sus navajas para pelear de todos modos.

—Me llevaré al chico y nadie saldrá lastimado —dijo en un tono demandante y autoritario, aunque no esperó que Benjamín y Héctor se lanzaran hacia ella. A pesar que eran rápidos, la mercenaria cortó sus cuerpos cada vez que tenía oportunidad, enfocándose en los tendones de las piernas. Obregón corrió a su encuentro al ver a sus hijos ensangrentados, a pesar que la maldición no les permitía morir, no permitiría que nadie los lastime.

Él fue capaz de desarmar a la mujer, pero sus puños no daban resultados porque ella utilizaba la prótesis de su brazo para protegerse de los bestiales golpes. Obregón logró ver una apertura y golpeó el rostro de la mujer, contraatacó tomándolo del cuello y lo lanzó con fuerza, tanta que el soldado terminó destrozando parte de la casa al impactar contra ella.

—¿Quién sigue? —preguntó ella al mirar a los muchachos. Benjamín y Héctor se levantaron para un segundo intento, sus cortes ya habían sanado y esa vez Ángelo se unió a ellos.

El morocho se había ausentado un momento para vestir su uniforme, entonces la atacó con sus telas blancas, sin saber que fue una muy mala idea. La mercenaria levantó su mano y detuvo las telas, descubriendo que estas tenían alambre en su composición además de las puntas.

Ella sonrió y utilizó las telas para atar a los muchachos malditos por el tronco de un árbol, dejando sólo a Ángelo y a Castel solos contra la mercenaria.

—Veo que el hámstercito hizo amigos —habló mientras veía como el joven soldado corría hacia ella. Al sentir un corte cerca de su mejilla comprendió que no debía subestimarlo, así que lo apuñaló con su cuchillo entre las costillas. Él soltó un quejido de dolor, sin embargo al separarse notó que no le había hecho nada.

—¡Cuidado, Lady roja controla el metal! —exclamó el rubio con esperanzas de poder ayudar, pues Vega le ordenó que se mantenga fuera de su pelea.

—Si, pero prefiero que me llamen Iron Hell —dijo la mujer, entonces vio cómo sus brazos estaban dolorosamente envueltos con alambre. Era tan fino como un hilo que, con el movimiento, pudo cortar un poco su piel—. Buen intento —se dirigió a Ángelo esta vez y corrió hacia él. Con su poder se deshizo de sus ataduras y quiso hacer lo mismo con el morocho pero el alambre se terminó cortando de la nada. No le había hecho ningún rasguño.

—Buen intento —repitió él.

—Hablemos —propuso mientras limpiaba la línea de sangre de su mejilla—. ¿Por qué retienen a este chico aquí? Ustedes son soldados.

—¿De qué hablas? Él no tiene a dónde ir —respondió Vega. Castel, quién estaba detrás de él negó lentamente con su cabeza, ya se había dado cuenta de lo que pretendía la mujer.

—Entonces... no lo saben. Sus padres lo están buscando, a mí me pagan para llevarlo de nuevo a casa —dijo la mercenaria con una media sonrisa, se divertía al ver el rostro asustado de Castel.

—¡¿Eso es cierto?! —demandó saber Ángelo, al voltear hacia él.

—Seguramente ni siquiera saben su verdadero nombre —Vega escuchó la voz de la mujer cerca de su oído, no debió voltear, su descuido le costó caro. Castel quedó paralizado al momento de ver a Iron Hell tomar los brazos del morocho, en cuestión de fuerza ella tenía la ventaja debido a su prótesis y terminó levantando el borde de la camiseta negra que Ángelo estaba usando. Con su abdomen descubierto ella acercó el cuchillo.

—Lo descubrí, esa tela, sea lo que sea, es muy resistente —habló mientras sujetaba al muchacho con su brazo izquierdo—. Pero sin ella no eres nada —agregó mientras comenzaba a mover el cuchillo lentamente.

—¡Basta, suéltalo! —gritó Castel, llamando la atención de la mujer. Ella no pudo evitar soltar una risa al verlo sostener uno de sus cuchillos de combate.

—Deja eso, puedes lastimarte —le aconsejó, aunque su expresión de burla cambió cuando él acercó el cuchillo a su cuello—. Hey, ¿qué crees que estás haciendo?

—Me necesitas con vida, yo-

Castel no pudo continuar ya que ella le arrebató el cuchillo con su habilidad. Como castigo para el rubio hizo otro corte en el estómago de Vega.

—No vuelvas a hacer eso porque te haré ver sus intestinos. No tienes idea de lo difícil que es no poder matarte, pero sí puedo matar a este muchacho —las amenazas de Iron Hell se detienen, pues Castel nuevamente estaba apuntando a su cuello. Ella quiso atraer también ese cuchillo, pero él sonrió.

—Es madera. Algo que no puedes controlar, Lady —respondió mientras sostenía con firmeza una rama puntiaguda contra su piel. No sabía lo que estaba haciendo, era lo único que se le vino a la mente ya que ella estaba junto a Ángelo y si utilizaba sus burbujas también podría cortarlo accidentalmente.

—No lo hagas —negó Vega, su voz se oía adolorida por el fuerte agarre—. ¿Por qué...?

—Porque somos amigos... mi primer amigo —murmuró para luego mover sus manos y atravesar su cuello. Iron Hell inmediatamente soltó a Ángelo y corrió hacia él, Castel se sintió mareado por el exceso de adrenalina y casi cayó al suelo, de no ser por ella que lo sostuvo.

—¡Carajo, estás loco! —exclamó mientras sostenía la herida para detener la hemorragia.

—Hora... d-de irnos... —susurró en respuesta y una burbuja los rodeó a ambos para elevarlos al cielo. Con sus últimas fuerzas planeaba llevarse a Iron Hell muy lejos de la casa Septimus.

—Niño estúpido —lo regaño la mujer mientras inspeccionaba la herida, la rama todavía seguía incrustada en su cuello y había un gran reguero de sangre que se hacía más grande con el paso del tiempo.

—No e-esperabas eso... —se burló, su respiración estaba agitada y un ardor se extendió por su garganta—. T-Te dije... que lo s-soltaras. Ahora l-los dos vamos a... morir.

—No morirás —lo contradijo. Lo sostenía en sus brazos mientras ella se encontraba arrodillada—. Te lo aseguro.

—S-Si... claro —susurró esto último y sus ojos se cerraron con pesadez.

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