La pasión no está exenta del odio, supo. Y con su historia no veía cómo sería posible amar con todo de sí y evitar la violencia, el anhelo de escarnio, la fatiga del rencor. Pero funcionaba. Sobre todo para ellos, que habían superado hasta la muerte para al fin estar juntos. Solo que, en ocasiones, Hannibal no podía dejar de pensar que quiźa la muerte no se la diera el mar, como creyó al caer por el acantilado, ni la ley, cuando tanto intentaron atraparlo, sino el propio hombre por el que descubrió su fachada de destripador de Chesapeake.

—Will... —dijo, aunque su voz pareció provenir de lejos, rota y quebrada.

No obtuvo respuesta más que manos fuertes sometiéndolo, moldeándolo al antojo ajeno. La piel de su espalda era un camino de brasas, al igual que sus muslos, escritos con el filo del cinto de Will. Había un rastro corto y fino de sangre en uno de sus hombros, donde este lo mordió mientras empujaba en él con una furia que le conoció apenas a los enemigos. Lo amó. Era esta adoración perversa, que pulsaba detrás de su flaqueza, la que le confirmó que era suyo. Que Will Graham no se iría jamás porque estaba contaminado con él, con el odio y con el cariño que le tenía casi por igual. Era mutuo, además, por lo que alimentó con gozo aquella bestia de grandes cornamentas que los acechó desde el inicio y hoy retoza en los pastizales de este hogar que construyeron juntos.

—Will... —dijo, otra vez, ahora con la voz algo más aguda.

Como no era para menos, su joven adorador decidió por fin empujar el último dedo. Así, de puño, lo cogió. Jamás en su exploración del sexo imaginó que esta práctica fuese erótica o siquiera placentera, pero descubrió que lo que le faltó antes lo compensó Will con amor. Si fuese un hombre débil, esta conclusión le habría espantado, pero no era así.

Con Will se trató del amor desde el principio, tal vez antes mismo de que cualquiera de los dos lo descubriera.

Entonces, el puño se movió. Fue como un golpe. Resonó hasta en su pecho, donde la respiración se le entrecorta y el corazón le late con bravura. Siempre admiró las manos de Will por lo que eran, pero también por lo que podían ser. Lo vio tejer anzuelos con una delicadeza y destreza sin par; como lo cobijó ansiando que al fin decida mostrar al público sus diseños. Imaginó, también, escenas donde esas mismas manos lo sostuvieron, como esta noche, y no lo soltaron nunca más. Esas manos son suyas ya. Una extensión de él mismo, que lo recorren sin pedir permiso porque ni uno ni otro entendía ya donde dejaban de ser uno y volvían a ser un par. El palacio de sus mentes era una capilla, pero sus cuerpos eran arcilla y barro desde donde se tornan piezas de arte.

Aunque el arte no siempre era de esta manera, a veces eran caricias suaves, lentas, sentidas. Hoy era un puño que se abría camino dentro y amenazaba con salir y no volver, pero siempre lo hacía. Hasta que no pudo más contener su orgasmo, hasta que Will volvió a gruñir y atenazar su nuca con los dientes mientras estimulaba la próstata al punto de no retorno. Y fue así que se sintió nuevamente en el borde de aquel acantilado, nuevamente empujado por Will, nuevamente idefenso, nuevamente seguro de que no se opondría.

Así, por fin, se dejó ir.

—Buen chico —dijo Will, lo oyó en la bruma del clímax.

Como un cachorro, gimoteó. Buscó consuelo en esas manos brutas que premiaron su gracia.

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