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El sueño de la bailarina

Esa noche, muy a regañadientes, Clara tuvo que dejar al Cascanueces en la vitrina con el resto de juguetes, en el gran salón donde estaba también su bello árbol de Navidad y retirarse arriba a dormir. La fiesta había acabado por fin.

Pero a mitad de la noche, cuando todos se hubieron dormido, ella bajó sigilosamente hasta el salón para echarle otro vistazo. Se pegó a la vitrina, estirándose sobre las puntas de sus pies como en una de sus clases de ballet y le sonrió. Las chimeneas aún estaban encendidas, refulgían los últimos rescoldos del fuego cubriéndolo todo de un resplandor mágico. Cascanueces la sonreía desde las alturas, sus ojos metálicos resplandecían y Clara se imaginó su voz llamándola.

Miró la sala, recordando cómo había estado hacia unas horas; toda la gente bailando con sus trajes preciosos, la calidez de la fiesta y la orquesta rociando a todos los presentes con su dulce melodía. Con el corazón palpitando, abrió la vitrina y en un arranque de romanticismo infantil, imaginó de nuevo la voz del Cascanueces.

—¿Qué dices? —susurró ella, respondiendo a sus palabras imaginadas—. ¡Oh, por supuesto que me encantaría bailar contigo!

Cogió al muñeco en sus brazos y se puso a bailar por todo el salón. La música sonaba en sus oídos con increíble claridad, ¡estaban tocando el vals! Recordó el modo en que aquel joven tan apuesto había abrazado a su hermana durante el baile y en su mente, creó la ilusión de que el Príncipe de los muñecos la abrazaba del mismo modo, mientras los dos giraban y giraban en un precioso baile. Él había despertado de su hechizo, por fin, y había sido gracias al amor que ella le había brindado.

Danzaron durante un buen rato, deslizándose por todo el salón. Clara ejecutó a la perfección los pasos del vals, pero también, extasiada por el romance y la felicidad que sentía, comenzó a hacer piruetas y giros del ballet, imaginándose que todos los presentes la observaban con gran admiración. ¡A la grandiosa bailarina! Y Cascanueces la seguía con sus ojos, embelesado de amor.

El corazón le palpitaba y se vio a sí misma reflejada en las enormes bolas de colores que colgaban del árbol de Navidad; se sorprendió; pues no vio a una niña jugando a ser mayor, sino a una autentica mujer adulta. Con las mejillas sonrosadas y la falda del camisón ondeando con salvaje soltura a su alrededor.

Y entonces, pensó en llevar su fantasía romántica más allá. Soltó a Cascanueces sobre uno de los butacones y realizó una preciosa y grácil reverencia, imaginándole sentado y observándola encantado, perdidamente cautivado por su gran belleza. Siguió bailando para él, realizando todo tipo de ejercicios y movimientos bellos que había practicado en sus clases. Casi pudo oír su voz, suave aunque varonil, hablándola. Halagando sus rasgos delicados, su magnífico peinado, su espléndido vestido.

Clara soltó una risita y bajó los ojos, como si se ruborizara.

—Por favor, Cascanueces, ¡para! —le susurró—. Lograrás que me sonroje —Entonces, se inclinó hacia él, enarcando una ceja—. ¿De veras? ¿Crees que soy más hermosa que esa princesa que conociste? ¡Qué encantador!

Bajó una mano con suavidad y la dejó en el aire flotando, como si la hubiese posado sobre otra mano tendida e invisible.

—¿Qué es lo que dices, querido? —susurró, torciendo la cabeza hacia el muñeco. Clara se agitó y se llevó una mano a la boca, fingiendo sorpresa—. ¿Qué? ¿Qué deseas que me case contigo y me convierta en la Princesa de los muñecos? ¿De verdad? —Sonrió ampliamente llevándose una mano al pecho—. ¡Por supuesto que me casaré contigo! ¡No podría ser más feliz!

Se rodeó con sus propios brazos, imaginando que era él quien la abrazaba y siguió rodando por la sala, embargada por la felicidad y el amor; un amor que palpitaba muy real en su tierno corazón.

Habían bailado, la había abrazado y declarado su amor. Entonces, se imaginó a Cascanueces tomándola de la mano y llevándola, discretamente, a alguna habitación vacía o rincón oscuro de la casa, desbordado por el deseo carnal que su belleza y femineidad habrían despertado en él.

Lo que habría de ocurrir entre ellos, amparados por esa oscuridad buscaba, no lo sabía. La única referencia de dicha intimidad que tenía era algunas cosas que había visto después de seguir, a hurtadillas, a su hermana cuando en plena fiesta se escabullía con alguno de sus pretendientes. La escena solía ser siempre la misma; los hombres que habían estado toda la velada contemplando su belleza explotaban en un arrebato de pasión desmedida y abrazaban desesperados a su hermana, rogándole un beso mientras ella apartaba el rostro indolentemente, haciendo gala de su natural decencia. En alguna ocasión, un par de ellos habían conseguido el ansiado premio y habían logrado robarle un beso. Esa clase de cosas eran las que Clara tanto ansiaba, verse abrumada por la pasión y el romance. Aunque, ella misma debía admitir que había otra parte del amor pasional de la que había sido testigo y que no le había gustado tanto.

En una ocasión, buscando a su hermana y a su pretendiente desaparecidos por la casa, los había descubierto en un cuarto, ocultos en las sombras. Debía ser un joven especial pues había logrado sortear todas las reservas de su hermana, y cuando les vio, estaban echados el uno sobre el otro; su hermana reía como una loca mientras el joven se inclinaba sobre ella y le besaba los pechos desnudos.

Clara sintió un extraño y repentino malestar al ver eso y salió corriendo de allí. Ni tan siquiera lo entendió. ¿Por qué hacían algo así? No le resultó romántico de ningún modo, de hecho se sintió mal el resto del día. Casi ni podía mirar a la cara a su hermana después de verla de ese modo.

Así que por muy adulta que se sintiera en ese momento, detuvo su fantasía adentrándose en la oscuridad y se fue a dormir sin llegar más lejos.


Cada noche, cuando todos se iban a dormir, Clara bajaba al salón y sacaba a Cascanueces de su prisión de cristal para repetir el mismo juego. Mantenía larguísimas conversaciones inventadas con él, en las que Cascanueces halagaba su belleza y delicadeza, le decía que era la mejor bailarina del mundo y después, por supuesto, le declaraba su amor eterno de mil y un formas distintas.

Bailaban durante horas, observaban el maravilloso árbol de navidad y sus adornos, como si fueran las estrellas en el cielo nocturno. Pero su fantasía siempre acababa cuando su apuesto príncipe se acercaba a ella para besarla, como lo había visto hacer a los galanes en las películas del cine. Una vez que acababa el beso no le quedaba más remedio que comenzar de nuevo la fantasía o irse a dormir.

En su mente, los hechos relatados en la historia de su tío se fueron borrando. No existía la maldición, ni el Ratón Rey, ni mucho menos Greta. Su Cascanueces no tenía historia ni pasado más que la que construiría con ella, reinando para siempre en su reino; la Tierra de los Muñecos.

Ese amor fingido e imaginado se apoderó tanto de la niña que sus excursiones nocturnas al piso de abajo se convirtieron en lo más excitante para ella; más incluso que el transcurrir de las fiestas navideñas con su familia o las quedadas que hacía con sus compañeras de clase. Sus citas secretas con Cascanueces eran lo único que la ilusionaba de verdad.


Una noche, tras despedirse amorosamente de su príncipe, Clara volvió a su dormitorio y se quedó profundamente dormida para caer de lleno en un extraño sueño.

Se encontró, de pronto, paseando sola por lo que parecía ser un bello castillo. No era la clase de castillo de los libros de caballerías o los que aparecían en las películas que hablan de antiguos reyes. Las paredes estaban pintadas en vivos colores y los techos se sostenían sobre columnas que parecían estar hechas con bloques de juguete gigantes. Las puertas de las estancias estaban rematadas no con marcos de madera, sino con enormes palotes de caramelo.

Cada sala por la que iba pasando parecía haber sido decorada para celebrar una grandiosa fiesta de Navidad. Y ella misma, se percató al pasar por delante de un espejo, de que iba perfectamente arreglada para la ocasión. Llevaba un precioso vestido amarillo de mangas y falda de tul, con el cuerpo forrado en satén; era tan ligero y suelto como sus trajes de baile. Sus fuertes piernas estaban envueltas en leotardos de un tono amarillo más suave y llevaba unas zapatillas perfectas para la danza, con tiras que le recorrían los tobillos. Su largo cabello había sido recogido en un precioso moño, también con una cinta amarilla y sobre él llevaba una preciosa tiara dorada.

Pero, ¿por qué ese silencio inquietante? ¿Dónde estaba todo el mundo? Si aquello era una fiesta, ¿por qué no sonaba música?

Clara comenzó a sentir una poderosa inquietud, pero siguió atravesando el palacio hasta que por fin, oyó un ruido y salió corriendo a su encuentro. Frente a ella había unas grandes puertas rematadas en algo que simulaba el aspecto del regaliz y las atravesó sin dudar.

Al otro lado, encontró un gran salón de baile, también vacío, salvo por dos figuras al fondo que parecían luchar entre sí. Una de ellas era barriguda y peluda, y la otra alta y esbelta. Los reconoció al instante: ¡Eran el Ratón Rey y Cascanueces! ¡Su gran duelo final había comenzado! Eran los dos del mismo tamaño y Cascanueces aún era de madera y metal, pero ambos se movían como auténticos luchadores entrechocando sus aceros una y otra vez.

El desenlace llegó increíblemente rápido. Antes de que Clara tuviera tiempo de asustarse si quiera por su amado Cascanueces, este alzó su arma y la clavó directamente en el corazón del Ratón Rey. La bestia chilló, se retorció y gorjeó atragantado en su propia sangre justo antes de caer, derribado, al suelo.

Cascanueces tiró su espada al suelo como si le quemara y Clara lo observó; extasiada por la felicidad. Poco a poco, sus rasgos perfilados en la madera se fueron suavizando al volverse de carne y hueso. Su postura dejó de ser estirada y rígida y su pelo se volvió suave y sedoso.

¡La maldición se había roto por fin! Cascanueces había matado al Ratón Rey y volvía a ser humano. Clara vio posible que fuesen a cumplirse todos sus sueños de amor y romanticismo; ella y su príncipe, juntos, reales y con el mismo tamaño; ahora sí que reinarían felices para siempre en la Tierra de los muñecos.

¡Se acabaron los hechizos y los cuentos de hadas con final desafortunado!

Clara estaba tan feliz, tan pletórica, que salió corriendo hacia Cascanueces, quien alertado por el sonido de sus pasos, se volvió hacia ella justo cuando la niña se lanzaba a sus brazos.

—¡Amor mío! ¡Has roto el hechizo! —exclamó emocionada por poder abrazarle de verdad—; ¡ahora sí que podremos ser felices!

Estrujo a Cascanueces con todas sus fuerzas y después se apartó para mirarle. En un primer momento se sintió algo decepcionada, pues esperaba ver un rostro más decidido y aguerrido. ¡A fin de cuentas era un príncipe! Pero enseguida lo obvio, pues su Cascanueces tenía los ojos más cálidos y dulces que jamás había visto y eso hizo vibrar su corazón. No obstante... no la miraban como ella habría esperado. ¿Dónde estaban esas miradas ardientes y apasionadas que tanto había ansiado?

Su príncipe la contemplaba confuso, con una mueca de desconcierto, muy poco atractiva, en su rostro.

—¿Quién sois vos, milady? —le preguntó. Señaló la tiara que ella llevaba en su pelo—. Porque vos debéis ser la dueña de este palacio. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cuándo se rompió el hechizo?

Clara intentó calmarle al verle tan confuso. Le sonrió con ternura, haciendo que sus pestañas aletearon como juguetonas mariposas y trató de atraerle de nuevo a sus brazos; pero él no hacía sino retroceder, cada vez más nervioso y mirar en todas direcciones sin parar.

—No tengas miedo, mi príncipe —le dijo Clara—. Ahora estamos juntos, sin hechizos ni maldiciones, en nuestro palacio.

—No comprendo nada —susurró él. Entonces dejó de moverse y la miró fijamente—. Si el hechizo se ha roto, ¿dónde está Greta?

La mención de ese nombre provocó un pinchazo en el corazón de la joven. Todo su cuerpo se enfrió de golpe.

—No está aquí —respondió a toda prisa—. Ella... te dejó tras el hechizo. Se marchó y no volverá nunca.

Hans dio un respingo y su rostro se endureció.

—Mentís, milady —replicó muy seguro—. Greta nunca me haría algo así. Ella no me abandonaría. He de encontrarla como sea.

Y se puso a deambular por el salón, llamando a Greta con unos gritos horribles que se clavaban en los pobres oídos de la desdichada Clara que estaba cada vez más desesperada. Temió que su llamada invocara de verdad a Greta y apareciera allí para estropearlo todo. ¡Eso no podía suceder! ¡Cascanueces debía ser suyo!

—¡Basta! ¡Te lo ruego! —chilló ella. Corrió hacia él y lo apresó de un brazo hasta lograr que Hans la mirara—. ¡No sigas pronunciando su nombre! ¡Ella nunca volverá contigo!

—¡Claro que lo hará! —replicó él—. ¡Nosotros dos debemos estar juntos!

—¡No! ¡No! —gritó Clara—. Yo soy tu amor, no ella. ¡Mírame! Soy mucho más hermosa de lo que ella podría ser nunca.

Cascanueces apartó el brazo, indignado.

—Greta es la mujer más buena, inteligente e ingeniosa de todas —afirmó él con rotundidad—. Y a mis ojos siempre será la más hermosa.

¿A sus ojos? Clara no entendía nada. ¿Cómo podía no ver su belleza deslumbrante? ¿Cómo podía no elegirla a ella? Con su vestido, sus joyas, sus piernas fuertes y esbeltas capaces de hacer hasta la pirueta más complicada.

Hans se alejó llamando a gritos a Greta, pero Clara no tuvo fuerzas para seguirle. Estaba devastada y desconcertada, como si todo lo que había creído a lo largo de su vida fuera uno de esos cuentos que oyó de niña y que habían dejado de tener sentido al hacerse mayor.

Cuando se quiso dar cuenta, había dejado de oír los gritos de Hans. Alzó los ojos de sus zapatillas y le buscó por el enorme salón de baile, pero había desaparecido.

—¿Cascanueces? —murmuró ella, asustada—. ¡Cascanueces! ¡¡CASCANUECES!!

Pero fue inútil. Por más que gritó y gritó, nadie acudió a su lado.

Se había quedado sola.


Cuando despertó a la mañana siguiente, Clara sintió un poderoso alivio al comprobar que todo había sido solo un sueño. El hechizo no se había roto, por suerte, ahora sabía que eso era lo mejor. Cascanueces debía quedarse para siempre en su vitrina, para que ella pudiera bajar y tenerlo cuanto quisiera para jugar, bailar y para seguir disfrutando de sus fantasías.

La vida real era demasiado complicada.

Bajó trotando las escaleras y se dirigió a toda prisa a la vitrina de los juguetes para ver a Cascanueces antes del desayuno. Llegó corriendo, se pegó al cristal y se puso de puntillas, pero... ¡No lo encontró!

—Cascanueces...

No estaba en su sitio. Se había desvanecido igual que en su pesadilla. Sintió miedo, y un mal presentimiento creció en su interior, aunque intentó calmarse. Alguien de la casa podía haberlo cogido para limpiarlo o tal vez su hermano pequeño, para jugar.

En cualquier caso, salió corriendo del salón y buscó a sus padres por toda la planta baja de la casa. Enseguida se topó con su padre, recostado en su sillón preferido en el comedor, leyendo un periódico.

—¿Dónde está Cascanueces? —le preguntó a bocajarro nada más verle.

—¿El qué, cariño?

—¡Cascanueces! —repitió ella, desesperada—. ¡El muñeco que trajo tío Drosselmeyer en Nochebuena! ¡Iba vestido de soldado, pero no tenía espada! ¡¡El que estaba en la vitrina con el resto de juguetes!

—¡Ah, sí! —murmuró su padre. Dobló el periódico y se rascó la cabeza—. Pues seguirá en la vitrina... ¿dónde va a estar si no? ¡A no ser claro que haya cobrado vida y se haya ido él solito!

Su padre se echó a reír de su propia broma, quizás esperando que su hija se le uniera, pero Clara estaba paralizada por el miedo y por la ira.

¡No! ¡No! ¡No! ¡Se había ido! ¿Para siempre? ¡No! No podía permitirlo. No podía perderle. Él le pertenecía a ella. Iría a buscarle a donde fuese necesario y lo traería de vuelta, pero... ¿a dónde podía haber ido? Entonces tuvo una idea. ¡Drosselmeyer! Él debía saber algo de lo que estaba pasando. Solo tenía que ir a su casa y seguro que le ayudaría a encontrarlo.

Corrió hasta su padre y le cogió del brazo, dándole ligeros tirones.

—¡Papá, rápido! ¡Tienes que llevarme a casa del tío Drosselmeyer ahora mismo! ¡Por favor! ¡Por favor!

—¿Ahora? ¡Imposible! —se quejó su padre en una actitud nada razonable. Clara le hizo pucheros, un truco que le funcionaba desde pequeña pero, por algún extraño motivo, esta vez su padre se mantuvo firme—. Además, no le encontraremos. Ya debe haber salido de viaje.

—¿Cómo?

—Sí, precisamente hace unas horas fui a su casa para dejarle prestadas unas maletas.

—Pero, ¿por qué? ¿A dónde va?

—¡No lo sé! Sólo me dijo que él y su sobrino debían hacer un viaje para recoger a una vieja amiga en algún sitio.

Clara levantó la vista, sorprendida.

—¿Qué sobrino?

—Pues un muchacho de lo más simpático y encantador que ha venido a pasar con Drosselmeyer las fiestas —le explicó su padre con gran alegría—. Me lo presentó antes. No tendrá muchos más años que tú y su nombre es Hans.

El corazón de Clara se paró de golpe al oír ese nombre. Hans... ¿cómo era posible? ¿De verdad se trataba solo de un sobrino de Drosselmeyer del que nadie sabía nada hasta ahora?

No... su corazón herido sabía la verdad. Solo había una explicación. El hechizo se había roto de algún modo, y por eso su querido Cascanueces había desaparecido cuando Hans había vuelto a la vida. ¡Había ocurrido igual que en su sueño! Su príncipe la había dejado para siempre, pues no cabía duda que Hans iba rumbo para reunirse con su único y verdadero amor.

Y ella estaba sola. Volvía a ser solo una niña tonta, demasiado pequeña como para comprender aún el amor. Pero, si todo lo que había pasado en su sueño se había hecho realidad, ¿significaba eso que todo lo demás también lo era? Entonces, ¿su belleza soñada no era...?

¡No! No quiso pensar en eso.

—Es mío —susurró, compungida—. Cascanueces es mío. Solo mío... ¡papá!

Gimoteó y se refugió en los brazos de su padre como la niña que era, al fin y al cabo. Y su padre trató, por supuesto, de consolarla del mejor modo que supo, aunque no lo logró. Fuera del modo en que hubiese sido, su hija tenía el corazón roto y, aún peor, se negaba a comprender que sufría por algo que nunca había poseído de verdad; el peor desengaño de todos.

Y ese... Ese sí que es un hechizo difícil de romper.

—Fin—

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