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Capítulo 6.

DAKOTA.

¿Desde cuándo eres la madre Teresa?

Dejo escapar un bufido, para nada femenino, y sigo trazando líneas por encima de un mapa de los Estados Unidos, sobre todo en sus fronteras, con un marcador rojo.

—Déjame en paz, Kenya.—gruño sin levantar la mirada. —¡¿No ves lo ocupada que estoy para aguantar tu mierda?!

—¡Maldita sea, Dakota!

Levanto la mirada cuando escucho un estruendo resonar con fuerza, dentro de aquella fría y vieja bodega. Una de las sillas que estaba a mi lado fue a parar al otro lado, destrozándose contra una de las gruesas paredes de metal. Los chicos que están en la bodega retroceden asustados, no sabiendo qué hacer, pero a la misma vez acostumbrados a ése tipo de arranques por parte de esta psicópata que tengo trabajando para mi.

Un largo y cansado suspiro escapa de mis labios.

—¿Podrías por favor dejar de destrozar mi maldita bodega?—respondo aburrida. Los ojos grises de Kenya se dilatan dándole un aspecto mucho más escalofriante.

“Puedo pagarte la operación, incluso la universidad, si es que terminaste tu demás estudios”. ¡¿En serio?!—su voz suena calmada y tranquila, lo que significa que está enojada. No. Está más que enojada. —¡ERES UNA MALDITA MAFIOSA! ¡UNA MAFIOSA!

Enderezo mi postura, dejo el marcador en la mesa y levanto del todo mi mirada. Aparta algunos de sus dreads del rostro, sin apartar sus ojos grises que inusualmente brillan molestos.

—¿Se puede saber cuál es tu maldito problema? Lo que yo haga con mi dinero es mí problema, no el tuyo.—respondo, frunciendo el ceño en su proceso. La mandíbula de Kenya se tensa mucho más.

—No necesitas a alguien tan débil a tu lado. Él no sabe la clase de mierda que es nuestro mundo, Dakota.—masculla sin abandonar aquel tono. El silencio reina en la bodega, todos observan impresionados el intercambio de palabras entre mi mano derecha y yo. —Él es demasiado inocente y no será capaz de dar la talla.

—¿Pero tú sí?—alzo una ceja en su dirección. Sus ojos me fulminan.

—No.—gruñe. —Sé cual es mi posición, no hace falta que me lo digas. Yo no hablo de mí.

—¿Entonces?—pregunto irritada.—¿Quieres acabar con tus frases de esa asquerosa y barata filosofía, y decir de una buena vez; cuál es tu problema?

—Estás cometiendo un error. Él podrá ser hijo del mismísimo diablo pero no sabe lo jodido que es esto. Lo único que sabe es lo que el noticiero da a relucir y ni siquiera se acerca a la realidad.—dice, su rostro cada vez más serio. —¿Que harás cuando traten de secuestrarlo para llegar a ti? ¿O tan siquiera has pensado qué harás si te traiciona y habla con los malditos uniformados?

Él no sería capaz. ¿O sí?

Tenso mi mandíbula y la observo en silencio. Ya había pensado en esa posibilidad, pero también sé que Drey no es ningún idiota. Su madre está bajo mi poder y si tiene la inteligencia que sé que tiene no sería tan idiota como para traicionarme. Cierro mis ojos por un momento, y llevo una de mis manos a mi cuello. Suficiente tengo con el hecho que el maldito de Demetrio me robó un gran cargamento que iba para México, como para atribuirle los celos o no-sé-qué-mierdas de Kenya.

¿Tan obsesionada estás con tu nuevo juguete?

Frunzo el ceño molesta y abro los ojos. Pero cuando iba a responder a esa pregunta tan estúpida, una vibración en mi bolsillo trasero llama mi atención. Dándole una última mirada severa, que esa mierda que dijo no me gustó en lo absoluto, saco mi celular y veo su pantalla iluminarse.

«Desconocido.»

Mi ceño se frunce mucho más. Un cosquilleo empieza a subir por mi espalda, mi abdomen se tensa, y un muy mal presentimiento empieza crecer en mi pecho.

—¿Qué?—respondo bruscamente al descolgar la llamada. Escucho una carcajada por medio de el auricular, que envía una descarga de desagrado a cada rincón de mi cuerpo.

Hola, hija.

Kenya retrocede cuando ve mi expresión. Cada uno de los músculos de mi cuerpo se tensan como si fuesen hechos de piedra. Un frío conocido empieza a crecer en el centro de mi pecho.

—¿Qué mierdas quieres?—mi voz suena peligrosamente suave y baja.

Vamos Dakota...

—¡No me digas así!—gruño molesta.

Bien. Atheris...dice con diversión, una diversión que me gustaría quitatsela a punta de golpes. —Según mis fuentes, perdiste una buena cantidad de dinero. Si no equivoco, ¿diez millones de dólares?

Mi mandíbula se tensa mucho más, hasta el punto de hacerlo doloroso. Una de mis sienes empieza a palpitar.

—¿Perdí? ¿No querrás decir que me robaste?

La carcajada de Demetrio Anderson hace que mi oído duela y mi enojo aumente, al punto que siento sudor frío resbalar por mi espalda.

No tienes pruebas.responde y puedo escuchar la burla en su voz. —Además esas cosas suelen suceder, y tú mi querida hija tienes demasiados enemigos.

—¿Por qué no te vas a la mierda, y me dices de una buena vez qué carajos quieres?

Tú muy bien lo sabes.—toda la diversión de su voz se esfuma. —Te quiero ver rogando Dakota. Volverás a mí, ya lo verás. Yo fui el que te hizo ser quien eres y si quiero puedo hacer que tu maravilloso mundo se venga a la mierda en cuestión de segundos. No juegues con fuego, que yo a excepción de ti soy el maldito rey de este mundo y tú...no eres más que uno de mis títeres. No eres nadie, Dakota.

—VETE AL INFIERNO, DEMETRIO ANDERSON.

Suelto el celular al suelo con furia y enrollo mis dedos en mi pistola plateada.

Uno.

¿Nadie?

Dos.

Tú eres el que me rogará

Tres. Cuatro. Cinco.

Este no es tu mundo, sino el mío. Yo no soy ya aquella mocosa que dejaste tirada en la calle.

Seis. Siete. Ocho.

Te vas arrepentir, Demetrio Anderson. Juro por mi vida, que te vas arrepentir.

Nueve. Diez.

Veo indiferente el celular destrozado a mis pies, todavía puedo escuchar el eco de la balas.

—Quiero al maldito soplón en media hora.

—Sí, señora.—responde una Kenya eficiente. Observo su cuerpo alejarse seguida por varios de los chicos, los demás se mantienen alejados y cautelosos.

—¿Qué?—gruño en su dirección. —¿No piensan trabajar?

Inmediatamente todos vuelven a su trabajo. Maldigo entre dientes. Dejo con violencia mi pistola favorita encima del mapa de los Estados Unidos. El eco de los dipsaros todavía resuenan en mis oídos, pero también las palabras de Demetrio.

«No eres nadie, Dakota.»

—Maldita sea...—cierro los ojos y golpeo con mi mano desnuda la superficie de la mesa.

Un nudo empieza a formarse en mi garganta, pero me niego a llorar. Me niego dejar afectar por él. Levanto la cabeza, a su vez mi mirada, y a mi memoria llega el juramento que hice sobre la tumba de mi madre. Acompañado por el asfixiante dolor que sentí en ese momento, cuando perdí la persona más importante de mi vida. Cuando...perdí mi alma completamente.

Oh querido padre, cometiste el peor de tus errores. Sonrío. Hiciste de mí la peor versión de ti mismo. ¿Y qué mejor forma que morir a manos del mismo monstruo que tú creaste?

—Señora.

Levanto la mirada al escuchar unos toques en una de las puertas de roble de mi despacho. Parpadeo tratando de enfocar mi vista, pero los efectos de la marihuana hace unos cinco minutos empezó hacer efecto. Bajo el puro, conteniendo un poco el aliento, mi mirada—un poco somnolienta—conecta con unos ojos azules que están más abiertos de lo usual.

—¿Qué pasa Drew? ¿Conseguiste mi dinero?—dejo escapar el humo en una gran exhalación.

Corre la mirada, y pasa nerviosamente una de sus manos por su cabello negro. Abre la boca para decir algo, pero casi al instante la cierra. Alzo una de mis cejas.

—N-No, señora.—responde segundos después, casi diría que temeroso.

Frunzo el ceño, bajo los pies de mi escritorio y tenso la mandíbula. Drew se congela, esperando alguna reacción de mi parte. Pero tal vez sea por la marihuana en mi sistema, que no consigo enfurecerme del todo. Hay otras cosas por las que preocuparme.

—¿Y al soplón?—pregunto ignorando el hecho de que perdí tremenda cantidad de dinero. Drew suspira un poco aliviado pero igual se mantiene cauteloso.

—Sí.

Asiento, dejo el puro de marihuana en el cenicero, agarro el vaso lleno de vodka que hay sobre un pila de documentos—que personalmente me importan bien poco—y de un sólo trago me bebo todo el contenido. Cierro los ojos al sentir el líquido bajar por mi garganta y quemar todo a su paso.

Lo que necesitaba.

Abro mis ojos, dejo el vaso vacío de vidrio sobre el escritorio nuevamente y me levanto de la mullida silla de cuero reclinable en la que estaba muy cómoda. Agarro mi pistola y la guardo en mi cinturón, no sin antes revisar que tenga munición, también tomo dos cuchillas; que escondo en mis botas militares.

—Vamonos.

Drew asiente y ambos salimos bajo un tenso silencio de mi despacho, mientras bajo las escaleras me voy acomodando mi chaqueta.

—¿A dónde vas?

Alzo mis cejas sorprendida. Me doy media vuelta encontrándome con aquellos benditos ojos.

«Él es demasiado inocente. ¿Tan obsesionada estás con tu nuevo juguete?»

—¿Realmente quieres saberlo?—pregunto en su dirección, cuido mi expresión y formo una sonrisa de lado en mis labios. Los ojos de Drey se entrecierran, sé que tuvo que notar lo rojos que estaban los míos. Espero con cierta diversión algún comentario de su parte, pero sólo se queda ahí, viéndome con esos cristalinos ojos verdes-azulados. Esconde ambas manos en los bolsillos delanteros de su pantalón de mezclilla, que aunque estaba algo gastado, lo hacía ver muy bien.

Demasiado bien para su gusto.

—No.—responde segundos después, sacandome de mis pensamientos.

«Él no sabe la clase de mierda que es nuestro mundo, Dakota.»

Maldita sea.

—Buen chico.—le guiño un ojo, me doy media vuelta dándole la espalda, y salgo rápidamente de aquella maldita mansión. No sin antes ver el desconcierto en aquellos ojos, los ojos mas inocentes que he visto en mi vida.

Sintiendo un desconcertante y asfixiante dolor en el centro de mi pecho me encuentro el rostro serio de algunos de los chicos; que esperan por nosotros en las camionetas negras. Tomo el casco que me pasa uno de ellos, saco las llaves de la moto de los bolsillos de mi pantalón, y sin pensarlo más; me subo y arranco a toda velocidad. Mientras salgo por los altos portones, y escuchando el suave ronroneo del motor, trato de poner mi mente en blanco. Algo bastante imposible. Muevo mi muñeca, aumentando de velocidad.

«—¿Que harás cuando traten de secuestrarlo para llegar a ti? ¿O tan siquiera has pensado qué harás si te traiciona y habla con los malditos uniformados?»

Frunzo el ceño, mi suspiro suena dentro de mi casco, y aquel dolor en mi pecho aumenta. No me gusta. Y aunque odie darle la razón a Kenya, tiene un punto muy válido; Drey no sabe en el maldito infierno al que ha entrado. Al que se ha condenado. Sí, sé que todo lo del matrimonio es una estupidez, y aunque él no acepte ser mi esposo, no bromeaba cuando dije que desde el momento que su mente creó aquel software prácticamente se puso al ojo de la mafia. No durará mucho para que los demás se enteren.

Y sólo pensar que él vaya a caer a manos enemigas, los vellos de mi nuca se erizan.

Ni siquiera sé porqué siento esa sensación de protección, de posesividad. La verdad es muy desconcertante. Pero mientras no consiga las respuestas a esas estúpidas preguntas, no dejaré que nadie lo lastime. Así, lo tenga que proteger de mi misma.

—¡P-Por favor!

—¿Por favor, qué?—bajo la mirada a la reluciente cuchilla que tengo en mis manos. Levanto la mirada. —¿Por qué debería de tener misericordia por una escoria como tú? ¿No sabías que los sapos tarde o temprano mueren aplastados?

Ignorando el ruego de aquel imbécil, empiezo a caminar en frente de él. La suela de mis militares hacen un pequeño eco, un frío bastante escalofriante crece a medida que cae la noche.

—Eres tan estúpido, Dan.—musito encontrandome con su mirada; llena de miedo y terror. —¿Realmente creías que no me iba a enterar de tu traición? ¿Tan estúpida me crees? 

El chico palidece mucho más—como si eso fuese posible—y lágrimas empiezan a bajar libremente por su rostro, cuando paso el lado opuesto del filo de la cuchilla por su mandíbula.

—¿Por qué Demetrio te infiltró en mi mafia, querido Daniel?

Ladeo mi cabeza, sigo jugando con aquella cuchilla en mis manos, y no aparto mi mirada de su rostro pálido. Bajos sollozos escapan de sus labios.

—Ti-Tiene a mi familia.—balbucea, estremeciéndose.

Levanto una de mis cejas. Lo mucho que debe de tener son unos dieciocho o diecinueve años. Rubio, con unos interesantes ojos celestes. Es guapo, una verdadera lástima que muy pronto morirá.

—¿Ah sí?—él asiente y le da una mirada nerviosa a todos los presentes. Su mirada cae a la mia nuevamente. —¿Cómo fue que conseguiste saber sobre el cargamento que iba hacia México?

—Bueno...—murmura, traga saliva nervioso. —Hace unos meses fui a este bar, ése que está cerca de El Infierno y conocí a uno de sus Halcones. Ya sabía que formaba parte de su mafia por la Atheris que subía por todo su brazo izquierdo, así que lo demás no fue tan difícil. Le dije que quería entrarle a la venta, que necesitaba urgentemente dinero para mi familia.

—¡Espera un momento!—llevo una de mis manos al puente de mi nariz. —¿Me estás diciendo que uno de mis halcones, esos que se supone tienen que ser más cuidadosos y de bajo perfil, te dejó entrar? ¿Así no más?

—S-Sí...—responde removiendose, o lo más que las cuerdas lo dejan, sin apartar su temerosa mirada. —La verdad, me mostré lo suficiente desesperado y convincente como para no levantar sospechas.

Creo que estoy a punto de matar a todas las personas que están en esta maldita bodega. Juro por Dios que en cuanto termine con este chico, nadie en mi maldita mafia volverá a poner en duda quién es la única persona que puede tomar ése tipo de decisiones. Les haré saber que será mejor que tomen una maldita pistola y se vuelen ellos mismo su estúpido cerebro, antes de desobedecerme.

—¿Kenya?

—¿Sí señora?—se acerca un poco tensa. Ella sabe que en este momento soy capaz de lo peor, levanto la mirada conectando con sus ojos grises.

Quiero su maldita cabeza en frente de mi en una hora...—mascullo en uno tono bajo, casi tranquilo, casi.

Ella se estremece bajo mi escalofriante mirada. Los demás se congelan en su sitio cuando les doy una rápida mirada, ninguno es capaz de aguantar más de ocho segundos mi intensa mirada.

—Yo...Yo realmente no quería hacerlo. Pero no tenía opción.—la voz enroquecida del soplón llama mi atención. Se encoge en esa pequeña silla de madera. —E-llos no saben sobre este mundo. Y ahora pagarán por mi culpa.

Frunzo el ceño sin entender.

—¿De qué carajos hablas?—pregunto sin apartar mi mirada de él. Le doy una rápida mirada de reojo a Kenya. —¿Información?

—Daniel Jones. Hijo de Nidia Jones—madre soltera—, el mayor de cuatro hermanos; los demás tienen cerca de diez, seis y cuatro años. Su padre, Frank Jones, tenía severas deudas con el señor Anderson.—responde Kenya inmediatamente. El chico observa impresionado a mi mano derecha.—La señora Jones nunca supo sobre dicha deuda, ni que su marido murió por un ajuste de cuentas y no por un accidente automovilístico. En simples palabras; ella no sabía sobre este mundo. Por lo tanto él señor Anderson no podía poner una mano sobre ella y su familia.

Asiento ahora entendiendo. Demetrio podrá ser un maldito asqueroso hijo de perra, pero como cualquier mafioso respeta nuestras reglas o la gran mayoría de ellas.

—Viven en pésimas condiciones.—continúa mi mano derecha. —Su madre cree que trabaja como empacador de una pequeña tienda, cuando en realidad tiene cerca de dos años trabajar para el señor Anderson.

Frunzo el ceño un poco más. Mordisqueo mi labio inferior pensativa, y empiezo a caminar alrededor. Un silencio tenso, sombrío, llena el interior de aquella deshabitada bodega. Aquí antes empaquetaba droga pero la policía la localizó en una redada, asi que no me quedó de otra que vaciarla. Pero me sigue siendo de mucha utilidad. Suspiro y le doy una mirada de reojo al chico,  el cual está amarrado en una silla en medio de la bodega.

¿Debería o no matarlo? ¿Sí o no?

Nunca he perdonado una traición. Nunca. Y perdoné la de Sheena por Thomas, la gratitud hacia él es lo suficiente grande como para haberlo hecho.

Y porque es la madre de Drey.

Meneo mi cabeza alejando estúpidos pensamientos. ¿Qué carajos me pasa? Se supone que debería de estar pensando si mato al soplón o no. No en estupideces.

—Bueno, he tomado una decisión.—digo, rompiendo aquel tenso silencio. Me detengo en frente de él y clavo mis ojos negros en los suyos, que están muy abiertos y llenos de miedo. Lágrimas empiezan a bajar por su rostro y aquello debería de hacerme sentir, pena o algo, pero no. No siento ni una pizca de remordimiento por lo que estoy a punto de hacer.

Esto es lo que soy.

—¿Se-Señora, podría pedirle un deseo?—balbucea. Suspiro y me armo de paciencia.

—No debería, pero ya que hoy estoy de un extraño humor.—me encojo de hombros. —Dilo.

Sus ojos celestes, dilatados y oscurecidos no se apartan de mi mirada. Llevo una de mis manos hacia mi espalda, tomo la pistola que está en mi cinturón. La palma de mi mano cosquillea cuando el metal frío de la pistola hace contacto con mi piel, mis dedos se enrollan con fuerza sobre ella.

Rescate a mi familia, por favor.—susurra para luego romper a llorar.

Observo sin expresión alguna como el chico se sumerge en su misma miseria en frente de mi. Kenya lo observa indiferente y casi podría decir que con irritación. Los demás apartan la mirada, pero logre ver pena y lástima en algunas miradas.

Detesto esta mierda.

—Lo pensaré.—respondo segundos después. Alzo mi brazo con la pistola y lo apunto con ella. El chico baja la cabeza, cierra los ojos y tensa su cuerpo. Respiro profundo y dejo mi dedo en el gatillo.

Es hora.

Y disparo.

El eco del disparo acompaña el silencio escalofriante que rodea esa fría bodega, casi soy capaz de escuchar los corazones acelerados y asustados asustados los demás. Bajo mi brazo lentamente, vuelvo a poner la pistola en mi cinturón, sintiendo el metal caliente contra mi fría piel. Acomodo mi chaqueta y le doy una última mirada al cuerpo inerte de aquel chico. Sangre empieza a resbalar por su cabello rubio, hasta caer a su rostro y manchar el cuello de su camisa.

—Ya saben que hacer.—ordeno antes de darme media vuelta y empezar a caminar hacia la salida.

¡Sí, señora!

—¡Ah! Y otra cosa.—me detengo, les doy una mirada por encima del hombro. —Rescaten a la familia del chico. Si tienen que llevarla a otro país para que Demetrio no dé con ella, que así sea.

¿Estás hablando en serio?

Tenso la mandíbula con fuerza, siento esa intensa mirada gris fija en la mía.

—¿Entendido?

Kenya tensa la mandíbula, baja la cabeza y asiente. Me vuelvo hacia el frente nuevamente y decido salir de aquella maldita bodega.

¿Mal día?

Me encojo de hombros y no levanto la mirada de la botella de cerveza que tengo en frente. Frunzo mi nariz cuando aquel aroma dulzón a perfume barato llega a mis fosas nasales.

¿Kenya?

Se acerca, manejando como una experta aquellos mortales tacones, y se sienta en el taburete vacío que hay a mi lado. El olor a marihuana, cigarro y muchos otros desagradables olores se mezclan con el aroma barato de las prostitutas.

—Sabes muy bien que ella siempre es un maldito problema.—mascullo entre dientes. Le doy el último trago a mi cerveza, dejo la botella en un golpe seco contra la barra y le hago señas al barman para que me entregue dos más. Inmediatamente pone una en frente de mi y otra en frente de Helen. Sus largas uñas rojas carmesí se enrollan con gracia en la botella. Y con la misma gracia le da un largo trago.

¿Que te puedo decir? Supongo que viene en los genes.

Agarro la nueva botella, y le doy un largo trago sólo que sin la gracia con la que Helen toma aquella asquerosa y barata cerveza.

—Eso ni lo dudes.—respondo mientras le doy una mirada de reojo.

Helen Brown. Madre de Kenya, y dueña de un prostíbulo a las afueras de la ciudad. Sin mencionar que además es dueña de uno de los mejores bar que hay en este asqueroso lugar. Se puede decir que aquí es un lugar neutro entre la mafia, es similar al El Infierno. Helen es una de las pocas  mujeres importantes en este asqueroso mundo, se ganó el respeto de muchos mafiosos. Yo incluida, sobre todo yo, que sé lo que ella y Samuel hicieron por mi.

—¿Sigue encaprichada contigo?—pregunta con cierta diversión. Una larga hilera de dientes blancos destacan bajo sus labios rojos. —Nunca entendí porqué esa niña se ha encaprichado tanto contigo.

—No me interesa. Sabes muy bien que no soy lesbiana.—gruño fastidiada. Helen ríe y le da un nuevo trago a su cerveza.

—Ni yo. Pero eso no significa que no haya besado a mujeres.

Río entre dientes y niego. Nunca se puede con esta mujer. Las luces fluorescentes dibujan varias formas en la pista de baile, además de que ilumina un poco. Cuerpos sudorosos bailan vulgarmente al son de aquella música extraña, nunca entendí cómo hacen para bailar esos ritmos raros.

—Y...cuéntame, ¿qué es eso de que te piensas casar?—su voz me saca de mis pensamientos. Trata de soñar desinteresada, pero aquellos ojos grises igual de escalofriantes que los de su hija, brillan con notable curiosidad.
Suspiro y le doy una largo trago a mi cerveza.

—La noticias corren muy rápido.
¿Has hablado con tu hija?—alzo una ceja en su dirección. El rostro de Helen se vuelve un poco sombrío y niega. Asiento comprendiendo.

Hace cerca de cuatro o tres años Kenya no habla del todo con su madre. Que Helen se haya casado no le sentó muy bien a su hija, además de que la relación de ambas era muy frágil desde la muerte de padre. De alguna forma lo entiendo, no debe de ser muy agradable vivir toda tu vida en un prostíbulo, ver salir—y entrar—tantos hombres en la vida de tu madre.

—No, pero digamos que el enojo y los celos a mi hija la hacen soltar un poco la lengua.—responde segundos después. Frunzo mi ceño.

—¿Owens?

—Owens.—afirma.

Owens, es uno de los barman del bar, además de que tiene un cierto enamoramiento por Kenya. A veces me hace sentir una pizca de pena por él, pero es el único que la soporta, así que por mi que le pida matrimonio.

—¿Y bien?—insiste. Con una de sus manos peina su larga cabellera castaña, creo que es el único rasgo que Kenya no sacó de su madre. He de admitir que a pesar de tener sus años es bastante guapa, además de que tiene un cuerpo llamativo y curvilíneo.

—¿Te acuerdas de aquel maldito software?—pregunto mientras recargo mi cuerpo en la barra y ladeo un poco mi cabeza.

—Si hablas del que tiene de los nervios a todos, el SS-DK Segurity software, entonces sí.—responde mientras hace una expresión pensativa.

—Con él.

Helen se queda viendo fijamente en mi dirección, en silencio. Sus ojos se abren al igual que su boca.

—¿¡Con él!?—pregunta incrédula. Asiento y le doy un nuevo trago a mi cerveza. —¿¡Te vas a casar con el culpable de que toda tu droga y la de las otras mafias no pasan a los otros países!?

—Exacto.

—Joder...—dice y suelta un silbido. —Yo ya creía que estabas un poco chiflada, pero éstas realmente loca.

Suelto una risa amarga y me encojo de hombros.

—Lo sé.

Helen niega y suelta una estruendosa carcajada.

—Eres increíble Dakota.—sonríe de medio lado, le da un rápido escaneo al interior del Bar. —Sólo espero sepas lo que estas haciendo.

—Ya me conoces.

—Sí, por eso lo digo.—dice mientras me da una mirada de reojo. Frunzo mi ceño. —Piensa lo que vas hacer. Eres una persona muy inteligente y perpizcas, Dakota, pero estás muy cegada por tu odio. No digo que el maldito de Demetrio no merezca el infierno, pero no creo que deberías involucrar a inocentes.

Me da una reluciente sonrisa, se toma lo poco que tenía la cerveza y se va. Observo su esbelto cuerpo perderse en la oscuridad del bar. Un rap empieza a sonar por cada rincón de ese espacioso bar. Tomo la cerveza en mis manos y le doy un último trago, dejo la botella sobre la barra y me levanto. Saco unos billetes de mi bolsillo y los tiro sobre la barra, me despido del barman con un asentimiento de cabeza. Escondo ambas manos en los bolsillos laterales de mi chaqueta, y siento el encendedor, así como mi caja de cigarrillos, rozar mis dedos.

Espero vuelvas pronto, Atheris.

Asiento y me despido de Jhon, el que hace de guardaespaldas de aquel bar. Me encojo contra mi chaqueta al salir bajo aquella fría noche. Suspirando, empiezo a caminar lentamente hacia el estacionamiento, me detengo bajo uno de los faros; saco la caja cigarrillos y el encendedor. Cierro mis ojos por unos segundos, el sabor a menta y tabaco no tarda en llenar mi paladar. Abro los ojos de nuevo, puedo sentir como un poco de la tension de mis hombros desaparece. Dejo escapar una exhalación de humo de mi boca, el cual resalta bajo la luz tenue de lo faroles que iluminan aquel pequeño estacionamiento. Presiono el cigarrillo en mis labios, y observo la larga fila de autos que rodean este bar, música saliendo de algunos de ellos; mezclándose con la música del bar. Al estar ubicados en alguna clase de desierto, no nos preocupamos por los uniformados. Además tampoco creo que sea muy de su agrado visitar este lado.

«—No creo que deberías involucrar a inocentes.»

Tomo el cigarro, le doy una última calada y lo tiro al asfalto, con una de las suelas de mis botas militares lo apago. Vuelvo a esconder ambas manos en los bolsillos de mi chaqueta. Deben de ser las tres o cuatro de la madrugada, y aquí las madrugadas—así como las noches—son bastantes frías. Encogiendome de hombros empiezo a caminar con lentitud hasta mi motocicleta. Algunos tipos que estaban cerca de ella se apartan rápidamente cuando me ven acercarme. Reprimo una sonrisa.

Gallinas.

Hace tiempo que no me he vuelto a meter en problemas, no he vuelto a experimentar la adrenalina al estar involucrada en una pelea. Así como tampoco la satisfacción que recorre mi cuerpo cuando compito. Es liberador a decir verdad. Suspirando de nuevo, llevo mi mano derecha a mi bolsillo trasero, mis dedos se enrollan en torno a las llaves. De un rápido movimiento me subo a horcajadas sobre mi moto, introduzco llave que de un suave movimiento de muñeca la enciendo; y responde con un ligero ronroneo.

«—No creo que deberías involucrar a inocentes.»

Levanto una gran nube de polvo al acelerar.

«—No creo que deberías involucrar a inocentes.»

Lo sé. Y no puedo evitar sentir un sabor amargo en mi boca.

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