Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 4


4


—Buenos días —murmuro—. Buongiorno.

Mientras saco las cajas del camión aparcado y las dejo junto a la puerta trasera de la cocina, sigo escuchando la voz robótica que suena a través de mis auriculares. Asiento con la cabeza, convencida, y repito las palabras mecanizadas. Pongo la pegatina en la caja que acabo de dejar, apunto el pedido y vuelta a empezar.

El trabajo más divertido de la historia.

—Hasta mañana —repito en voz baja—. A domani.

Vuelvo a subirme a la parte de atrás del camión para seguir recogiendo cajas. A veces recibo ayuda de los cocineros, pero como hoy han llegado muy poquitas podré apañarme sola.

Hoy se cumplen cuatro días desde que llegué, por cierto, y el sábado resulta ser el día en que menos trabajo tengo. No porque haya menos gente o menos cosas por hacer, sino porque casi nada entra dentro de mi jurisdicción, así que me encargo de cosas más pequeñas.

Como, por ejemplo, ayudar en la cocina. Y transportar las cajas de pedidos.

No me desagrada del todo. Es un trabajo muy automático y puedo dedicarme a ello mientras pienso en otras cosas, como por ejemplo las lecciones de italiano —de dudosa calidad— que he comprado por el módico precio de siete euros al mes.

Este mes es gratis, así que habrá que aprovecharlo al máximo y así no pago el próximo.

Mírala, qué lista.

—¿Qué es esto? —repito en un murmullo mientras recojo otra caja—. Chè... cos'è questo...? Joder, cómo se complican la vida.

Mientras la voz automática sigue su curso, yo dejo una de las últimas cajas en el montón. Los cocineros, cuando salen a recogerlas, me miran con extrañeza al oírme repetir palabras al aire.

—Esta semana —murmuro, apuntando el número de la caja—. Questa settim...

—¿Por qué hablas sola?

Levanto la cabeza, alarmada, y me encuentro con Blanca sentada encima de una de las cajas. Me tienta pedirle que se aparte para no aplastar el pedido, pero no parece que ella esté de humor.

Saco el móvil de entre las tetas para pausar el audio, a lo que Blanca enarca una ceja con interés.

—Interesante bolsillo.

—No hablaba sola —murmuro, escondiéndolo de nuevo—. Intento aprender italiano.

—Podrías pedirle ayuda a un italiano, ¿eh? Por aquí hay unos cuantos.

Desgraciadamente, mis referencias no son muy buenas; Fabrizio está todo el día ocupado, Davide me intimida, su mujer quiere pegarme y Stef... bueno, no sé si el problema es que me diría que no y se reiría en mi cara, o que me dijera que sí y luego fuera incapaz de concentrarme.

—Prefiero empezar con esto —concluyo.

Termino de ponerle la etiqueta a la caja y subo a por otra. Cuando salgo de un salto del camión, me encuentro a Blanca con la misma postura que antes, solo que ahora con el ceño fruncido. Sigo la dirección de su mirada.

Ah, se me ha olvidado una pequeña parte de mi mañana. ¡Hay una nueva voluntaria en el resort!

Y, por supuesto, la han metido en mi cabaña.

Ahora intenta decirlo con alegría.

Es una chica alta, rubia, de ojos azules y sonrisa radiante. Una noruega barra vikinga barra sexy de manual, vamos. Y no sé cómo se llama porque no habla nuestro idioma ni tampoco muestra ningún interés en aprenderlo. Simplemente, sonríe y consigue que los demás hagan todas las cosas que quiere.

Ahora está la bromita de que han metido a las dos únicas rubias del resort en una misma cabaña. Espero que no nos comparen mucho; lo único que tengo yo de nórdico es el abrigo.

En estos momentos se encuentra en la playa jugando a voleibol con los chicos. Miki y Thai están entre ellos, y parece que se lo están pasando genial. Yara cuenta los puntos y, mientras tanto, mira el móvil con poco interés. Toda la atención de los demás está puesta en la noruega, que brinca como un conejo y no deja de marcar puntos.

—Es tan perfecta que me cae mal —comenta Blanca.

Sonrío de medio lado.

—No parece antipática.

—Pero... ¡distrae a todo el mundo!

—Puedes dejar que te distraiga a ti también —bromeo—. Así, dejará de caerte tan mal.

Blanca se ríe con ironía. Creo que no la bromita no le ha gustado mucho.

Lo cierto es que sí, la chica es muy atractiva, eso no se lo quita nadie. Por suerte, no es mi prototipo. Me gusta la gente más... mmm... macarra. ¿Esa palabra todavía se usa? Malota. Sí. Cara de amargura, un poco de antipatía, que me lo ponga difícil...

Y... sí, esa descripción se parece demasiado a mi exnovia.

Y a otra persona que estás evitando estratégicamente.

Me apresuro a pegar otra etiqueta y a dejarle la caja al cocinero que acaba de salir. Este mira a Blanca con los ojos entrecerrados y ella se separa de su asiento con un suspiro dramático. En cuanto nos dejan solas, Blanca retoma la conversación.

—Odio que llegue gente nueva. Siempre se llevan toda la atención...

—Vaya, gracias.

—Contigo fue diferente. Te integraste enseguida.

—Sabes que solo llevo cuatro días aquí, ¿no?

—Pero ya eres una más de la secta.

—No es por ofender, Blanca, pero creo que la noruega también se está integrando bastante deprisa.

—¡Conmigo ni siquiera ha hablado! Solo abre la boca para hacer que los demás hagan su trabajo. Hoy ha sido su primer día y no ha tenido que hacer nada... ¡porque Miki y Thai se lo hacían todo! ¿Te lo puedes creer?

—Si ellos son tan simples como para hacerlo...

—No estás ayudando, Claudia.

Me detengo con la última caja en brazos y la miro con una sonrisa que no se le contagia en absoluto.

—¿Qué quieres oír, exactamente? —pregunto—. ¿Quieres que te diga que me cae fatal y que lo que hace es horrible?

—Mmm... tampoco es eso.

—La chica solo sabe usar sus armas. El problema es de ellos, que ni siquiera saben gestionar las suyas.

Al menos, eso sí que le saca una sonrisa. Dejo la caja en el montón y me pongo a hacer la etiqueta de forma distraída.

En cuanto oímos que Stef se acerca, ambas volvemos la cabeza a la vez. Está comiéndose una barrita de chocolate con nueces. Se supone que el chocolate hace feliz a la gente, pero su cara sigue siendo tan impasible como de costumbre.

Así nos gusta.

Se detiene a nuestro lado y mi concentración flaquea un poco al ser consciente de su atuendo; debe haber tenido una clase de surf o algo así, porque todavía lleva el bañador puesto. Y es lo único que lleva. Bajo la mirada de forma furtiva. No tiene el abdomen tan definido como otros chicos con los que he estado, pero algo en la forma en la que las gotas y la arena se mezclan en los huecos que le dejan los abdominales hace que me quede a medio camino de poner una pegatina. Puedo ver, incluso, la línea de piel pálida que se dibuja bajo el elástico del bañador verde.

¿Seguro que estás disimulando tan bien como crees?

Levanto la mirada, alarmada. Efectivamente, me está mirando. Y, aunque me ha pillado de lleno, no da una sola señal de haberse dado cuenta. O de que le importe, más bien.

—¿Qué tal, jefe? —pregunta Blanca entonces.

Bajo la mirada, ahora consciente de lo incómodo que puede volverse esto si empezamos así. Solo para concentrarme, empiezo a escribir la etiqueta de otra de las cajas.

Stef responde con su tranquilidad habitual.

—No tan bien como tú, por lo que veo. ¿No estás en horario laboral, Blanca?

—Estoy ayudando a la españolita.

—No creo que la españolita necesite tu ayuda.

—Es que lo hago taaaan bien que ya casi ha terminado.

Contengo una sonrisa.

Todavía estoy escribiendo el número de la caja cuando me percato de que Stef se ha apoyado con el hombro en la pared que tengo delante. Intento luchar contra las ganas de mirarlo de nuevo, pero al final es inútil y termino haciéndolo. Me está observando.

Vale, definitivamente lo de Marina me tiene hundida en la miseria. ¿Desde cuándo soy incapaz de tener una conversación con un chico en bañador sin temblar de nervios?

—¿Cuántas cajas te faltan? —me pregunta.

Me deja un poco desprevenida.

—Em... dos, creo.

—Bien.

—¿Bien?

—Cuando termines, quiero hablar contigo. A solas.

Eso último lo recalca echándole una ojeada a Blanca. Ella esboza una sonrisa radiante.

—¿Molesto, jefe? —insinúa.

—¿Quieres que te responda o es una pregunta retórica?

—Oh, no te preocupes. Puedo quedarme en silencio para que sigáis con las miraditas.

—Muy graciosa. —Stef hace una pausa y se vuelve hacia mí—. Te espero en la caseta de las tablas.

—¿Y yo no estoy invitada? —pregunta Blanca, levantando y bajando las cejas.

Stef no responde. Se limita a poner los ojos en blanco, dar media vuelta y alejarse de nosotras. Por el camino, recoge la tabla que se había dejado clavada en la arena y se la lleva bajo el brazo.

—Vaaaya, vaya...

No miro a Blanca. Siento que, si lo hago, tendré cara de que escondo algo. Y lo peor de todo es que no tengo nada por esconder.

Ojalá tuviéramos algo.

—Estoy notando vibraciones extrañas —comenta ella, ahora muy entretenida con la situación.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que Stef te miraba mucho.

—Es libre de mirar.

—Pero te miraba muuuuuucho.

—Ah, muy bien.

—¿Vas a contármelo? Te guardaré el secreto.

—No.

—Solo se lo contaré a Miki, te lo juro.

—¡No es eso! Es que no hay nada que contar.

—¿Nada?

—¿Las horas de trabajo cuentan?

—Ugh, no.

—Pues no, nada.

—Qué aburrimiento.

Niego con la cabeza y me acerco a ella, que sigue observando al grupo de juega a voleibol.

—¿Qué vas a hacer? —pregunto—. Sé reconocer una cara de plan maligno cuando la veo.

—¿Por qué?

—Porque la pongo constantemente, ¿o no me ves?

Blanca sonríe, me pasa un brazo por encima de los hombros y, en silencio, vemos como la noruega le da un balonazo en la cara a Thai. Pese a que ha sido sin querer, las carcajadas de mi compañera hacen que todo el grupo nos mire y nos juzgue un poco. A Blanca no parece importarle demasiado.

Su pobre hermano Thai, sin embargo, se ha llevado un golpe lo suficientemente fuerte como para apartarse del campo de juego. Blanca va corriendo a hablar con Miki —sospecho que el tema principal será criticar—, así que decido ir a ver si Thai se encuentra bien.

Cuando me acerco a él, lo encuentro sentado en la arena con una mano cubriéndole la nariz. Tiene el ceño fruncido. Si no fuera por la situación, me parecería bastante gracioso. Parece una caricatura.

—¿Duele mucho? —pregunto, de pie a su lado.

Él sacude la cabeza, pero sé que está mintiendo. Muevo la mano para taparle el sol de la cara. Su expresión se relaja un poco.

—Estoy bien —dice al final—. Pero no veas cómo golpea la noruega... y cómo juega.

—Normal. ¿No te he mencionado las cuarenta fotos que tiene en su habitación con el uniforme de la selección de Noruega?

Thai me contempla, indignado.

—¡¿Y no me dices que es profesional?!

—Te he visto tan contento con ella que no quería arruinarte la diversión.

—Ya, claro...

—¿Me dejas ver esa naricita dolorida?

Su sonrisa es irónica, pero aun así aparta la mano. Me acuclillo a su lado, divertida, para examinar la zona desde más cerca. Si bien es cierto que la tiene enrojecida, no parece nada grave. Aunque debe doler una barbaridad, eso sí.

Estoy tan cerca que puedo ver las pequitas que le surcan la nariz. Thai me contempla con curiosidad, como si esperara un veredicto profesional, y el olor a crema protectora me devuelve a la realidad.

—No es nada —aseguro—. No creo ni que se hinche.

—Esperemos que no... Mi carita bonita es todo lo que tengo.

—Seguro que tienes más cosas.

—Sí, y todas son problemas.

Con una sonrisa, me siento a su lado. Él va en bañador, pero yo sigo yendo en uniforme. Y, pese a eso, puedo ver lo blanquita que estoy en comparación a él. Desde que llegué, me dedico a meterme cuarenta litros de crema al día para no terminar como una gamba, que es lo que suele pasar cada vez que me pongo más de dos minutos seguidos al sol. Thai no. Él tiene la piel ligeramente bronceada y tersa, de esa que parece perfecta. Seguro que nunca ha tenido un solo granito. Qué rabia.

Los demás han reanudado el juego y, para mi sorpresa, Blanca ocupa el puesto de su hermano. No parece que a él le afecte demasiado.

—¿Por qué no has desayunado con nosotros esta mañana? —pregunta entonces.

Me pilla un poco desprevenida, porque una parte de mí nunca es consciente de que el resto del mundo también tiene conciencia y se da cuenta de cuándo desaparezco y cuándo no.

—Nada importante —aseguro—. Es que me he descargado un cursito de italiano y estoy intentando invertirle todas las horas posibles antes de que deje de ser gratis.

—Ya, pero no deberías saltarte el desayuno. Luego te mueves mucho y gastas energía. Además, ¡yo puedo enseñarte italiano!

—¿Eh?

—¿A qué viene el tono de sorpresa?

—Ah, no sé... Hablas tan bien el español...

—Controlo un poco de italiano, también —asegura, ahora apoyado con las manos en la arena—. Y soy gratis, además.

—Vaya, ¿y qué otros servicios ofreces de manera gratuita?

—Te lo diré cuando no tenga la nariz en carne viva.

Sonrío y me pongo de pie otra vez. Por su cara, cualquiera diría que acabo de destrozarle la vida.

—¿Ya te vas?

—Tengo que ir a hablar con Stef.

—¿Y no puede esperar?

—Puedo decirle que me has entretenido, si quieres.

—Um... —Ahí duda un poco más—. Ya hablaremos en otro momento, entonces.

Después de dejar las dos últimas cajas a los cocineros, me saco el móvil de entre los pechos para ver qué hora es. Las seis de la tarde, que no está mal. Si Stef no me pide que trabaje un rato más, quizá me dé tiempo a hacer una videollamada con Arni y Felipe. Espero que la noruega juegue uno o dos partidos más, y así no tendré que hacerlo en las escaleras de la cabaña para no molestarla.

Para cuando llego a la caseta de las tablas, Stef sigue con el mismo no-atuendo de antes. Respiro hondo, trato de centrar la cabeza en el hecho de que es mi jefe, y finalmente me acerco a él.

—¿Qué querías? —le pregunto, toda simpatía.

Por suerte, él no parece muy sorprendido por mi tono. Ni siquiera levanta la mirada de la tabla que está raspando con una especie de peine rojo. No tengo ni idea de surf, así que esa es la descripción más adecuada que se me ocurre. Eso, y que ver cómo se va la suciedad incrustada es muy satisfactorio.

Estoy tan centrada en ver el proceso que casi se me olvida que tiene que responderme.

—En tu currículum pusiste que tienes experiencia con las manualidades, ¿no?

—Si fueras otra persona, pensaría que estás a punto de proponerme una indecencia.

Esta vez, cuando contiene una sonrisa, ya no me sorprendo tanto como la primera ocasión en la que lo hizo.

—¿Se te da bien coser? —pregunta.

—Depende de lo que gane con ello.

—Lo suponía. Necesito un favor. —Hace una pausa, y por fin levanta la mirada hacia mí. Está un poco menos serio que antes, pero más incómodo. Cada vez siento más curiosidad—. Y necesito que no hagas muchas preguntas al respecto.

—¿Hay que enterrar a algún muerto?

—Estaría genial, pero no.

—Lástima.

—Lo dejaremos para la próxima.

—Me parece bien.

Le dedico una miradita significativa, indicándole que siga. Él, para mi sorpresa, se pasa una mano por la nuca. Creo que está nervioso de verdad, porque evita mirarme a los ojos.

Oh, esto va mejorando a cada segundo que pasa.

—No voy a aceptar sin hacer preguntas —digo, porque él sigue en silencio—. Eso te lo aseguro ya mismo.

—Sí, bueno... lo imaginaba.

—¿Me lo vas a contar o no?

Tras un suspiro, pasa por mi lado y va a por una bolsa que tenía sobre uno de los banquillos de madera. Es de tela, y tiene el logo del resort.

En cuanto me da la bolsa, me falta tiempo para empezar a cotillear lo que hay dentro. Lo que menos me espero, sin embargo, es encontrarme una chaqueta azul y pequeña junto con un kit de costura y varios parches.

—¿Qué...?

—Dentro de poco es el cumpleaños de mi sobrino —explica Stef, ahora con los brazos cruzados—. Tengo una chaqueta de este estilo y siempre me está pidiendo una igual. Pensé que... em... que quizá le gustaría un regalo de ese estilo.

Dejo de fijarme en la chaqueta para hacerlo en él. Parece que está pasando por el peor momento de su vida, porque todos y cada uno de los signos de su cuerpo son de incomodidad.

—Pues... ¡me parece un regalo increíble! —aseguro con una sonrisa—. Y muy especial. Le va a encantar.

—Ajá...

—¿Qué pasa?, ¿te avergüenzas de tu lado tierno?

—Cállate.

—¡Oh, mírate! ¡Eres una ternura!

Ahora ya casi rojo y todo —un hecho histórico—, frunce el ceño.

—¿Vas a ayudarme o qué?

—Sabes que podrías ir a una costurera, ¿no?

—Está en el pueblo y, honestamente, no tengo tanto tiempo como para ir. —Hace una pausa, incómodo—. Pero... puedo hacerlo, si no quier...

—Está bien. Yo me encargo.

En esta ocasión, toda su vergüenza se reemplaza por sorpresa.

—¿Y ya está?

—Sí.

—¿No vas a pedir nada a cambio?

—No.

Echa la cabeza para atrás, desconfiadísimo.

—No me creo que sea tan fácil —dice al final—. Hay una trampa.

—¿A qué viene tanta desconfianza, jefe? ¿Quién te ha hecho tanto daño?

Y, como suele hacer él de forma escandalosamente habitual, me marcho sin siquiera despedirme. Está bien que, por una vez, la cosa sea al revés y le dejen a él con la palabra en la boca.

Siendo completamente sincera, agradezco que me haya dado algo en lo que pensar durante lo poco que me queda de tarde antes de llegar a la cena. No me gusta no tener nada que hacer, y menos después de una ruptura. Una de la que todavía no estoy del todo segura, porque una parte de mí sigue creyendo que terminaremos volviendo en algún punto de esta locura italiana.

Admito, incluso, que una parte de mí ya se ha imaginado a Marina en varias situaciones. Estirada en la playa como huésped sin saber que seré yo quien la atiende. De pie junto al edificio de recepción, esperándome con los brazos cruzados y media sonrisita. Sentada en los escalones de mi cabaña, jugando con sus manos de forma nerviosa mientras se pregunta qué va a decirme una vez que me vea. Imagino, también, a una de las personas de recepción corriendo para avisarme de que hay alguien que está esperándome. Me imagino, incluso, a Stef con el ceño fruncido y una carta dirigida a mí, con el remite bien marcado con el nombre de Marina.

Mi mente es un poco dramática, sí.

No nos quejamos.

Pero ninguna de esas cosas llega a suceder. Lo único que se cumple de todo mi plan de premoniciones es que me paso la tarde sentada en mi camita diminuta, con las piernas cruzadas y los auriculares puestos. Mientras repito palabras y frases en italiano que me dice la voz uniforme del cursito, voy cosiendo parches de diferentes formas a la chaqueta. Es... relajante, de alguna rara forma.

Casi logro olvidarme, incluso, de la existencia de Marina. Al menos, hasta que reaparece la noruega y va a sentarse a su cama sin siquiera mirarme. Hay algo en su forma de moverse, de hablar como si fuera la dueña del mundo, que me recuerda a mi exnovia. Intento no mirarla mientras se pone a hablar por teléfono y se cambia de ropa. Y no por miedo a que me guste o algo así, sino porque me duele. No quiero pensar en Marina, pero no puedo evitarlo.

Reviso los parches que he puesto para distraerme un poco. Están relacionados, principalmente, con viajes. Está la torre Eiffel, la de Pisa, una bandera peruana, un personaje de esos dibujitos japoneses que a Felipe le encantan, una pirámide... y muchos más. Todo un viajero.

Un viajero en miniatura.

—Perfecto —murmuro.

La noruega chista, irritada, para que me calle. Paso completamente de su culo. Solo me faltaba que me mandaran a callar en mi propia cabaña.

Técnicamente, es de las dos.

¡Yo llegué antes! Y mi rubio es más bonito. Que se joda.

Dijo la más tranquila.

Estoy a punto de ponerme de pie para llevársela a Stef, pero entonces mi mirada va a parar a la carta que tengo junto a la almohada. Varios sentimientos me invaden de golpe. El primero está relacionado con la pregunta de por qué sigo guardándola. No debería. El segundo es la tristeza de pensar en Rubén. El tercero... es la curiosidad de saber qué pone.

Sé que un puñado de palabras en un trozo de papel no van a sanarme. Sé que no va a cambiar nada. Pero, aun así, una parte de mí necesita saber qué es lo que tiene por decir.

Echo una mirada a la noruega, que se ha puesto en videollamada con sus amigos. No sé de qué hablan, pero debe ser muy divertido; no deja de reírse a carcajadas.

Con ese sonido de fondo y la voz automática del cursillo acompañándola, trago saliva y empiezo a deshacer la cuerdecita que la carta tiene atada alrededor. Es un detalle que me hace sonreír, porque mi hermano es la única persona, a parte de mí, que sigue cerrando sus cartas con hilos o cuerdas en lugar de un sobre.

Recupero la carta interior. El papel es reciclado, lo que también me hace esbozar una sombra de sonrisa. Se borra en cuanto vuelvo a mi último recuerdo sobre Rubén.

Desdoblo el papel con cuidado, y no me extraña en absoluto ver que ha utilizado varios tonos de verde, que es mi color favorito, para escribir cada parte de la carta. Siempre nos gustaron las manualidades. De hecho, en todas las Navidades pedíamos acuarelas o similares para poder darle rienda suelta a nuestra creatividad. Su habitación siempre olía a pintura.

Siempre... hasta que se fue. Y nunca más se volvió a pintar en casa de mis padres.

No sé por qué le estoy dando tantas vueltas a esto. Estoy intentando no leerlo, pero sé que voy a terminar haciéndolo. No me queda más remedio.

Respiro hondo, me olvido de todo lo que tengo alrededor y empiezo a leer.


Querida Claudia,

He dudado mucho sobre el contenido de esta carta. De hecho, confieso que es la tercera que escribo. Espero que sea la que logre ser enviada, porque dentro de poco tengo que irme a trabajar.

Tendrás muchas preguntas, imagino. La primera y más importante es cómo sé dónde estás. Bueno... lo subiste a redes sociales, así que tampoco ha sido muy complicado imaginarlo. Sé que me bloqueaste en todos los medios que tenía para contactarte y he decido respetarlo durante mucho tiempo, pero cuando un amigo me dijo dónde estabas pensé que quizá te haría ilusión recibir correspondencia. ¿Recuerdas cuando te pasaba cartas por el hueco de la puerta para que papá y mamá no nos oyeran hablar a las tantas de la madrugada?

Ya imaginarás a qué viene todo esto ... Me encantaría verte, no te voy a engañar, pero entiendo que no quieras saber nada de mí. Me gustaría saber algo de ti, Claudia. Aunque sea una línea diciéndome que te deje en paz. Eres mi hermana pequeña, después de todo. Nunca vas a dejar de serlo. Hemos vivido muchas cosas juntos. Sé que la cagué muchísimo y no puedo prometerte que no volveré a hacerlo jamás, pero sí que puedo decirte que voy a hacer lo posible para que sea así.

Espero que te vaya genial en tu nuevo trabajo. Y espero que los del resort sean conscientes de la excelente trabajadora que tienen en sus manos. Si no se dan cuenta y te ascienden, es que están ciegos. Pero creo que no me necesitas para decírselo; siempre te las has apañado muy bien tú sola. No necesitas que te defiendan de nada.

Quizá sea una carta un poco vacía, pero ahora que sé que va a llegarte me siento mucho mejor.

Si necesitas alguien con quien hablar, hermanita, aquí siempre vas a tener mi puerta disponible para colar una carta en ella.

Te dejo mi dirección detrás de estas líneas con la esperanza de recibir alguna respuesta. La fe mueve montañas, ¿no?

Con cariño, Rubén.


Me gustaría tener una reacción mucho más clara, pero lo cierto es que nada más leerlo me quedo completamente en blanco. Contemplo la carta, parpadeo y vuelvo a leerla.

No sé cuántas releídas llevo cuando llaman a la puerta. Estoy tan concentrada que apenas me doy cuenta, y la noruega le dice algo a sus amigos antes de echarme una miradita despreciativa y ponerse de pie.

Su silencio me parece inusual pese a las carcajadas y comentarios de sus amigos. Me vuelvo hacia ella, confusa, y casi doy un salto en mi lugar cuando veo a Stef parado en la entrada de nuestra cabaña. La noruega le ha soltado algo desagradable sin saber que sería él, y su reacción ha sido entrecerrar los ojos. Ella, ahora menos confiada, da un pasito temeroso hacia atrás.

Stef la ignora y me busca por detrás de ella. No es muy difícil encontrarme en este mundillo de dos metros cuadrados.

—¿La tienes? —pregunta.

—Hola a ti también, ¿eh?

Debe notar que mi tono de voz no es el habitual. Sueno un poco más exhausta. Así que, en lugar de burlarse, enarca una ceja con un poco de curiosidad.

Entonces, los amigos de la noruega gritan algo por el móvil. Es tan descarado que incluso Stef la mira con irritación. Ella, roja de vergüenza, va corriendo a decirles que se callen y se pone los cascos.

En cuanto ella se sienta en su cama, Stef entra en la cabaña sin preguntar y viene a sentarse sobre la mía. Lo hace con tanta confianza que soy yo quien se siente intrusa y se aparta un poco, porque hasta hace un momento nuestras piernas estaban en contacto y me he puesto un poco nerviosa.

Él, totalmente ajeno a mis nervios o reacciones, recoge la chaqueta que he dejado, ya cosida, junto a mi mesita. La revisa tan serio como de costumbre, pero hay algo en su mirada que me lleva a pensar que le ha gustado.

Sin saber qué otra cosa hacer, me acerco las rodillas al pecho y me remuevo en mi rincón de la cama. Se me hace raro que esté aquí dentro. Y a la noruega también, porque echa miraditas en esta dirección cada vez que cree que no nos damos cuenta.

Stef, a todo esto, cada vez parece más contento. Cuando me mira siento que no está intentando ocultarlo. Parece una tontería, pero para ser él me parece un buen avance.

—Está perfecto —dice, para mi asombro.

—¿En serio?, ¿ni una queja?

—No.

—Me sorprende.

—¿Por qué? Está perfecto.

—Sé que lo está, pero me sorprende que no tengas nada malo que decir al respecto.

—No puedo quejarme de algo que no tiene nada de malo —murmura, confuso.

También por primera vez, me doy cuenta de que a veces no debe ser antipático con mala intención, sino que simplemente es un poco torpe. Contengo una sonrisa divertida al imaginarme la cantidad de situaciones incómodas en las que podría meterse sin quererlo.

La sombra de sonrisa se borra en cuanto me percato de que ha visto la carta abierta que tengo al lado. Podría intentar esconderla, pero ya no le veo mucho sentido.

Stef no reacciona de forma aparente, pero sí que aparta la mirada deprisa. Solo con eso, ya sé que entiende que no es algo cómodo.

—Bueno, gracias —dice como si nada hubiera sucedido—. Te debo una, supongo.

En cuanto se pone de pie y recoge todo lo que le había sacado de la bolsa, me siento un poco mal. No porque no me guste su reacción, sino porque la perspectiva de quedarme a solas —aunque esté la noruega—, me pone un poco triste. Después de lo de mi hermano, me da miedo caer en la tentación de responderle o, todavía peor, llamar a Marina y mirar sus redes sociales. No quiero quedarme a solas.

—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunto.

Stef se detiene. Mira a la noruega de reojo, esta clava la mirada en su móvil, y luego él se vuelve hacia mí.

—Iba a dar una vuelta por las rocas —dice, al final. Estoy a punto de preguntar si puedo ir con él, pero se me adelanta—. Hay sitio para dos.

Unos minutos más tarde, estamos los de pie junto a la roca grande que marca el inicio para llegar a las cabañas de los empleados. Como se acerca la hora de cenar, no creo que pase mucha gente. Por eso, supongo, Stef se fía lo suficiente como para encenderse un cigarrillo.

Ya se ha cambiado de ropa. Ahora lleva la camiseta del resort y unos pantalones por las rodillas. Todavía tiene el pelo húmedo, por lo que supongo que acabará de ducharse.

Cuando me pasa el cigarrillo, lo acepto sin pensar. Sigo sin saber cómo decirle que no fumo. Me siento como cuando tenía dieciséis años y me hacía la popular como si hubiera fumado toda mi vida. La realidad es que siempre he detestado el sabor.

Le doy una calada y me aguanto la cara de asco.

—¿Qué tal tu nueva compañera de habitación? —me pregunta entonces, observándome.

—Bien, supongo. No tenemos mucha conversación. —Le doy otra calada al cigarrillo y se lo devuelvo. Esta vez, cuando me roza los dedos, no reacciono de forma tan visible—. Tiene a todo el mundo haciendo lo que ella quiere.

—No a todo el mundo —repone él.

—Bueno, tú no —admito—. No babeas con ella como los otros.

—¿Tanto te has fijado?

No lo dice como una burla, sino con curiosidad. Que parezca tan genuino me pilla un poco desprevenida.

Tras encogerme de hombros, vuelvo a recoger el cigarrillo que me ofrece.

—Es verdad que los demás la siguen a todos lados —admite, un poco divertido.

—Porque ven a una rubia y pierden la cabeza.

—Yo no lo hago.

—Quizá no te gustan las rubias.

—Quizá solo me gusta una rubia.

Me quedo a medio camino de darle una calada al cigarrillo, pasmada. Stef, al mismo tiempo, esboza una pequeña sonrisa burlona.

Oh, que está bromeando, el cabrón.

Cancelado.

Ignoro la decepción extraña que estoy sintiendo y aparto la mirada. Stef separa la espalda de la roca y se acerca a mí, todavía con esa sonrisa pequeñita.

—¿Te has enfadado?

—No tienes el poder de hacerme enfadar.

—¿En España no os enseñan que mentir no está bien?

—¿En Italia no os enseñan que burlarse tampoco?

Levanta las manos en señal de rendición. Yo, irritada, le ofrezco el cigarrillo de nuevo.

Y, justo cuando él va a recogerlo, oímos a alguien llamándolo. Es curioso, pero enseguida reconozco la vocecita. Bruno.

Nuestra reacción es inmediata: ambos vamos a esconder el cigarrillo a la vez tras nuestra espalda. El problema es que los dos lo estamos sujetando, así que de alguna forma mi brazo termina enganchado al suyo. Cuando Stef da un tirón para esconderlo, tira de mí sin querer y termina pegándome a su costado. Sorprendido por el repentino golpe, me rodea con un brazo para sujetarme.

Y yo —juro que también sin querer— le rozo todo el brazo con el cigarrillo encendido.

No sé qué es más gracioso, si la cara de confusión de Bruno, la de dolor de Stef o que esté sufriendo mientras intenta esconder la bolsa con un brazo y el cigarrillo con el otro.

Bruno se queda plantado delante de nosotros sin entender absolutamente nada. Nos contempla entre parpadeos mientras su tío fuerza una sonrisa y le dice algo en italiano. Ni siquiera me molesto en intentar entenderlo.

Aparto el cigarrillo, obviamente, y cuando Stef se separa me lo escondo tras la espalda. No sé de qué están hablando, pero Bruno me echa miraditas avergonzadas. Stef suspira y dice algo de mala gana. Al niño se le dibuja una gran sonrisa.

—¿Qué pasa? —pregunto.

Stef me echa una miradita rencorosa.

—¿A parte de que tengo el brazo en llamas?

—Exagerado...

—¡Me has quemado!

—¡Estaba escondiendo tus vicios!

—¡Y los tuyos!

—Oye, a mí me da igual que mi familia me vea fumando. ¿A que se lo digo a Bruno?

—Rencorosa.

—¿Qué pasa? —insisto, curiosa.

Stef, todavía con la mano tras la espalda para esconder la bolsita, señala a Bruno con un gesto de la cabeza.

—Quiere invitarte a su fiesta de cumpleaños —explica.

—¿Eh?

—¿Le digo que no?

—¡No! —salto enseguida—. ¿Quiere invitarme?, ¿a mí?

—Sí, a mi agresora.

—No me seas llorón. Y dile que sí.

Stef frunce el ceño, ofendido, y le dice que sí al niño. Bruno empieza a aplaudir, muy contento, y tengo un pequeño momento de pánico cuando se acerca a darme un abrazo. Lo devuelvo con un brazo, porque con el otro intento esconder el humo sospechoso que se asoma por encima de mi hombro.

—Sí, sí... —murmuro—. Grazie por invitarme o como se diga. Eres el más simpático de tu familia, te lo aseguro.

Bruno sonríe sin entender nada. Stef, en cambio, me pone mala cara.

El niño se separa de mí y va a por su tío, que se aparta de un salto en cuanto va a abrazarle. Aun así, el niño no se conforma y le toma de la muñeca. No le deja otra opción que alejarse con él. Stef me echa una ojeada por encima del hombro. Yo, con una gran sonrisa, le enseño el cigarrillo gratis que acabo de ganarme.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro