Capítulo 2
2
Mi habitación es... minúscula.
A ver, tampoco es que sea una marquesa, ¿vale? Pero esto es ridículo. No hay margen físico para que convivan dos personas. Seguro que, si respiro un poco fuerte, me tragaré el pomo de la puerta.
Pagaría por verlo.
La estancia es pequeña, cuadrada y hecha enteramente de madera. Los tablones crujen bajo mis pies a medida que avanzo. Davide ha dejado mis dos maletas junto a una de las camas, que están separadas tan solo por un pequeño comodín con una lámpara destartalada. Hay un ventanuco que da con la parte trasera, pero lo único que atisbo a ver es hierba y, muy a lo lejos, una pequeña línea de playa.
Por lo demás... no hay mucho que contar. Los colchones son delgados, las almohadas ridículas y las sábanas huelen a humedad. Pongo una mueca de asco y, tras dar otra vuelta sobre mí misma, me doy cuenta de un pequeño y alarmante detalle.
¡¿Dónde están los armarios?! ¡¡¡¿¿¿Y el espejo???!!!
Vaaale, que no cunda el pánico. ¡Sabía que era imposible que esto fuera tan pequeño! Hay que quitar la otra cama y poner un armario, claro.
No se me ocurre otra forma de pedir ayuda que salir y buscar a mi alrededor. Estoy en un tramo con otras cinco cabañitas como la mía, así que supongo que serán las de otros empleados. Paso de preguntarle a don tour-corriendo-y-sin-dejarme-hablar, así que no me queda otra que ir a por mis nuevos compañeros.
Me acerco a la caseta que tengo justo a la derecha. Está pegada a la mía, así que seguramente pueda oír lo que hagan sus habitantes desde mi habitación.
Qué agradable.
Subo los escaloncitos y, tras tragar saliva, llamo a la puerta con los nudillos. La melodía que se oía al otro lado se baja un poco, oigo un murmullo y, acto seguido, abren la puerta de golpe.
Y yo me encuentro de frente con un par de tetas.
Parpadeo varias veces, incapaz de mirar a otro lado, especialmente porque —por algún extraño motivo— la persona en cuestión decidió que tatuarse pétalos de flor alrededor de los pezones era una buena idea.
Como se le ponga una abeja, verás qué risas.
—E tu chi sei?
Levanto la cabeza, alarmada por haber sido pillada. Lo cierto es que la dueña de las dos margaritas no parece muy ofendida. Lleva unas bragas y una camisa de flores abierta, y esa es toda su ropa. Tiene el pelo castaño y cortísimo, la nariz redondita y los ojos grandes y de color avellana. Sus mejillas están ligeramente rojas por el sol, pero el resto de su cuerpo tiene el bronceado correspondiente a toda la gente que he visto por aquí.
—Mi capisci? —insiste.
—Eh... hola. Soy... mmm...
—Espera... ¡eres la española! —grita de repente, entusiasmada, y se le cambia totalmente la expresión—. ¡No sabía que llegabas hoy!
—Aaah...
—¡Ven aquí, no seas tímida!
Me tenso de pies a cabeza. Especialmente cuando me abraza con todas sus fuerzas y me restriega las tetas. No acostumbro a restregarme con torsos desnudos desconocidos.
Yo sí.
Mi ¿compatriota? me da un beso en cada mejilla y luego se separa con una gran sonrisa.
—¡Soy Blanca! —se presenta—. Y tú eres Claudia, ¿no?
—Sí, eh...
—¡¡¡MIKI!!!
Empiezo a temer que salga otra persona desnuda, pero Miki va vestido con el uniforme del resort. Es un chico de piel morena, cabeza rapada y nariz ancha. Se acerca a Blanca por detrás y se asoma por encima de su cabeza para mirarme. Su expresión es de curiosidad absoluta.
—¿La nueva? —pregunta.
—¡Sí! Miki, esta es Claudia.
—Encantada —digo, sin saber muy bien qué más hacer.
—¡Tenemos que presentarle a Yara y a Thai! ¡Y también a...!
—En realidad —interrumpo, porque ya no sé cómo continuar esta conversación sin intervenir—, me pasaba sobre todo a presentarme y a preguntaros una cosita de mi habitación.
Blanca se desinfla un poco, como si le hubiera quitado la ilusión, pero Miki sonríe con simpatía.
—¿Te has asustado con la decoración?
—Más o menos —admito—. ¿Sabéis dónde están los armarios?
—¿Armarios?
Blanca asiente.
—Ese del que saliste hace meses, ¿te acuerdas?
—Idiota.
—Sí, armario —recalco—. Es que mi habitación solo tiene dos camas diminutas. ¿Alguien sabe en qué momento me pasarán a una de verdad? ¿O cuándo me pondrán algún mueble para guardar la ropa y, sobre todo, los zapatos?
Esta vez ninguno de los dos responde, sino que me miran fijamente, como si se me fuera la cabeza. Incómoda, pongo los brazos en jarras.
—¿Y bien?
Mis palabras por fin provocan una reacción y, como si se hubieran coordinado en mi ausencia, ambos empiezan a reírse a carcajadas. Ni siquiera se molestan en disimular. Blanca incluso se dobla sobre sí misma y se sujeta el abdomen como si no pudiera más.
Ante sus risas, aprieto los dedos en mis caderas.
—¿Qué es tan gracioso? —pregunto.
—¿Habitación nueva? —repite Blanca con lágrimas en los ojos.
—Eso he dicho.
—Nena, siento ser yo quien te hunda de esta manera... pero no hay más habitaciones.
Parpadeo varias veces, confusa.
—No lo entiendo. Entonces, ¿yo dónde duermo?
—Justo ahí. —Miki señala mi cabañita—. Para algo te la han enseñado, ¿no?
—Pero... ¡ahí no hay sitio para nada!
—Pues espera a ver el baño...
Hay pocas cosas que me pongan más nerviosa que tener que compartir espacio con desconocidos, y puedo asegurar que una de ellas es tener que compartir espacio higiénico.
Me quedo plantada en la puerta del cuarto de baño con Blanca y Miki asomados sobre mis hombros, cada uno más divertido que el anterior.
—¿Qué te parece? —pregunta ella.
No puedo responder. He perdido el habla. He perdido la vida y todo.
Eres la dramas.
El baño de los voluntarios se encuentra al final de las seis cabañitas que todos compartimos, y está hecho de materiales muy similares a los de estas. Solo que aquí hay tres cubículos con retretes en un lado y tres duchas en el otro. Y las duchas están separadas por cortinas. ¡Cortinas, nada más!
Me miro a mí misma en los espejos de los tres lavabos que tengo delante. Estoy a punto de morirme. Mi cara, que ya de por sí es muy pálida, lo está todavía más.
—Aquí tienes taquillas para dejar tus cosas —explica Miki, como para calmarme—. Todo el mundo lo hace. Es seguro; nos conocemos todos.
—Y las duchas no son tan malas —asegura Blanca—. Si al final... ¡aquí todos nos hemos visto desnudos!
—Y tú sigues teniendo las bubis al aire —añade él.
—Bueno, mientras no lo vea Stef...
—Pasará de ti, como siempre.
—¡Oye!
—O te regañará.
—¡¡¡Oye!!!
—¿Esto es... el baño? —repito en voz aguda.
Blanca y Miki me miran y, acto seguido, asienten con mucha coordinación.
—¿No hay nada más... privado?
—Puedes colarte en el hotel —comenta Blanca—, pero no creo que a los huéspedes les haga mucha gracia.
Es todo lo que necesito. Salgo del cuarto de baño a toda velocidad. Ya tengo el móvil en la mano. Tengo que irme de aquí. Esto es horrible. Es una cárcel con playa incluída. No puedo compartir baño con la gente, y mucho menos NO tener armario. ¿Es que están locos? ¿No ven que es inhumano?
—¿Qué le pasa a esto? —pregunto, histérica, aporreando el móvil—. ¡No me deja llamar!
Blanca y Miki me observan con la curiosidad de quien está viendo a un animal salvaje en un hábitat nuevo.
—¿Tienes roaming internacional? —pregunta ella.
—¿Eh?
—Si la línea no te deja tener datos internacionales... bueno, el móvil no te sirve de nada. No tienes internet, ni nada.
No sé cuál es mi expresión, pero debe dar mucho miedo, porque ambos dan un paso hacia atrás.
—Hay un viejo teléfono en el edificio principal —añade Miki en voz bajita y temerosa—. Aunque aquí todo el mundo manda postalitas, como si fueran cartas y...
No dudo un segundo en salir corriendo. Ellos me siguen entre risitas y comentarios susurrados, pero no puede darme más igual. Llego en tiempo récord y abro la puerta de un empujón. Casi le provoco un infarto a la pobre mujer de recepción. El teléfono está al fondo de la sala, detrás del mostrador. Me sorprende que no intente detenerme cuando paso por encima y empiezo a marcar a toda velocidad.
Y, por supuesto, Arni no responde al puñetero teléfono. ¿Por qué coño no lo...?
Ups, ya ha respondido.
—¿Hola?
—¡SÍ, HOLA!
—Vaya, Clau, qué agradable sorpresa. ¿Por qué suenas como si estuvieras en medio de un ataque de histeria?
—¡PORQUE LO ESTOY!
De fondo, oigo que Felipe comenta algo. Su voz me calma, pero no lo suficiente como para que deje de sentir que voy a morirme de un momento a otro.
Miki y Blanca, por cierto, están observándome junto a la mujer de recepción. Parecen muy interesados en la conversación.
—Vaaaale —dice Arni entonces—, ¿y si me explicas lo que pasa?
No sé cómo, pero consigo explicarle mi situación de forma torpe y atropellada. Él escucha en silencio y, al final, suspira.
—A ver... todo eso estaba en la web.
—¡Pensaba que era para espantar a los vagos! ¡Si hubiera pensado que era real...!
—Tampoco es para tanto, Claudia.
—¡Tengo que compartir cuarto de baño!, ¡y ni siquiera tengo armario! Y, joder, ¡ni siquiera voy a empezar con la cabañita que me han asignado!
—Lo del baño también pasa en algunas universidades, y lo de la ropa... vamos, tienes una cómoda con cajoncitos. Y una taquilla en el baño.
—¡No me sirve ni para empezar!
—La cabaña le da un toque aventurero al viaje, ¿no?
—¿No decías que querías un cambio? —comenta Felipe por ahí atrás, por lo que supongo que tendrán puesto el altavoz.
—¡Un cambio, no una lobotomía vital!
—Pues yo creo que te irá bien —asegura Arni—. No te ofendas, Clau, pero estás un poco aburguesada.
—¡No estoy aburguesada!
—Tienes padres ricos, joyeros y que siempre te han dado lo que has querido. Te criaste en una casa de tres pisos y cinco habitaciones. Nunca en tu vida has tenido que mover un dedo para conseguir las cosas. Que aun así te quiero mucho, ¿eh? Pero sí que estás un poquito aburguesada.
—Normalmente adoro tus ataques de sinceridad, pero ahora mismo te detesto.
—Pues detéstame, que la verdad duele.
—¡¡¡NO SOY UNA ABURGUES...!!!
Me quedo callada a media frase, porque alguien acaba de quitarme el teléfono para colgarlo sin mi permiso.
Vuelvo mi cuerpo entero, furiosa y dispuesta a lanzarme sobre quien haya osado hacerlo. Y entonces me encuentro de frente con el símbolo de la sirena del resort. Por algún motivo, no necesito levantar la cabeza para saber de quién se trata. Aun así, lo hago. Mierda.
Mi nuevo jefe no está naaada contento. De hecho, ahora mismo tengo un poco de miedito, porque con el ceño fruncido se le ha ensombrecido la mirada.
La mujer de recepción, por cierto, ha vuelto rápidamente a sus quehaceres. Sigue mirándonos de reojo, aunque solo cuando cree que Stef no se da cuenta. Miki y Blanca, en cambio, siguen asomados tras el mostrador, ahora muy calladitos.
Oh, oh.
No sé si debería decir algo. Sigo cabreada porque me ha colgado el teléfono sin mi permiso, abrumada por mis descubrimientos de hoy y con ganas de morirme, en general. No creo que mi conversación, ahora mismo, sea muy pacífica.
Aun así, este silencio acompañado de mirada fija me está desesperando, así que despego los labios. Es el momento que aprovecha para hablar, por supuesto.
—Estás haciendo mucho ruido —señala, muy serio.
Buena observación.
Respiro hondo, tratando de no gritarle a él también.
—Es que estaba...
—Por aquí pasan los huéspedes, ¿sabes?
Pero ¿qué coño le pasa a este tío con lo de interrumpirme a cada cosa intento decir? Se acabó. Le gritaré a él también, si tantas ganas tiene de molestar. Tengo mala leche para todo el mundo.
—¡Ha sido solo un momento! —salto, enfadada—. Además...
—Aunque sea un momento, no lo hagas.
Estoy peligrosamente cerca de empezar a soltar humo por las orejas y creo que se nota, pero no puede darle más igual. Se limita a señalar la puerta.
Vale, se supone que estoy enfadada, así que no debería ponerme tan cachonda el hecho de que, muy serio y mirándome fijamente, me esté dando órdenes. No debería haber leído tanto libro cuando era adolescente, me ha afectado a la psique.
Echo la cabeza hacia atrás para devolverle la mirada, y casi me arrepiento. Vale, reitero que el colega da miedito.
—Necesito hacer una llamada —digo muy lentamente. Es lo primero que me deja decir del tirón.
Que alguien pida un deseo.
Casi preferiría que me hubiera interrumpido, porque se le ensombrece todavía más la mirada.
—Fuera —insiste en voz baja.
—No.
—Ahora.
—¿Qué vas a hacer?, ¿arrastrarme?
Silencio.
Miki se ha llevado una mano a la boca y Blanca apenas parpadea. El show les está encantando. Espero que me pongan una buena reseña en TripAdvisor.
Me sorprende que Stef no se altere en lo más mínimo. Se limita a enarcar una ceja.
—¿No has pedido un armario? —pregunta.
Eso sí que hace que reaccione. Salgo a tanta velocidad que casi tiene que correr para alcanzarme.
Una vez fuera, me vuelvo para encontrármelo de frente. Por suerte, se queda a una distancia más prudente. Creo que no le gusto mucho, pero tampoco puedo culparle. A mí, cuando abre la boca, tampoco me gusta demasiado.
—Sigue andando —indica en el mismo tono.
—¿Para qué?
—Para llegar a tu cabaña.
Su tono deja claro lo obvio que es. No entiendo nada, pero eso hago. Lo noto peligrosamente cerca de mí, lo que me lleva a preguntarme si en algún momento va a lanzarme contra la maleza para vengarse de mis gritos.
Siento decepcionaros, pero no lo hace.
Una vez en la cabaña, empiezo a notar que mi enfado se evapora y se transforma en dudas. Hacía mucho tiempo que nadie me regañaba y, aunque lo suyo tampoco ha sido muy verbal, soy muy consciente de que quizá eso de gritar en medio del resort no ha sido muy buena idea. Y que probablemente los demás se piensen que tengo cinco años mentales. Vaya primera impresión.
—Siéntate —dice. No, ordena.
—No pienso...
—No era una petición.
—¡Déjame terminar una puñetera frase y quizá...!
—Siéntate. Ahora.
Frunzo el ceño, indignada, y una parte de mí se pregunta por qué no insisto en que no me dé órdenes. Por menos motivos he saltado con mucha gente. No suelo ser el tipo de persona que se altera, no me gusta el conflicto y no lo gestiono demasiado bien, pero aun así saco mi genio cuando lo necesito.
Y, pese a ello, ahora mismo soy incapaz de hacerlo. Me quedo contemplándolo unos segundos, sorprendida por la forma en que mis mejillas se están calentando, y al final me apresuro a ir a sentarme en mi cama. Lo hago con la actitud que tendría una niña pequeña a la que acaban de regañar.
La madera cruje cuando él hace lo mismo en la cama opuesta.
La sala es tan pequeña que mis rodillas prácticamente tocan las suyas, detalle en el que no sé muy bien por qué me fijo. Entrelazo los dedos, tensa, y me quedo mirándolos. No quiero devolverle la mirada, porque sé que me está observando con fijeza.
—¿Has estado quejándote por la falta de armarios? —retoma finalmente, en ese tono de regañina cansada.
Bueno, por lo menos podemos confirmar que tiene un acento español perfecto. Si no fuera por su nombre y porque sé que es de aquí, me creería que es de Madrid.
—Yo no lo llamaría queja —mascullo de mala gana.
—Esto es lo que hay —replica con frialdad—. La información está en la página web donde te apuntaste.
El recuerdo de Arni diciendo exactamente lo mismo me pone de mal humor.
—No me apunté por mí —digo al final—. De hecho, no sé ni qué hago aquí.
No sé qué me sorprende más, si el hecho de que me deje terminar otra frase o que se quede en silencio. Levanto la mirada, confusa, y lo encuentro observándome con curiosidad. Frunzo el ceño.
—Entonces, vete —concluye.
—Qué fácil es decirlo.
—Y también es fácil hacerlo. No quiero tener a alguien en contra de su voluntad, y mucho menos si no vas a trabajar. Si lo que quieres es volver a casa, firmaré los papeles y podrás hacerlo mañana. ¿O no quieres eso?
Lo que quiero es superar a mi exnovia la peliazul desquiciada, pero supongo que esa no es la información que necesita oír.
—Quizá —admito.
Stef aprieta los labios y se inclina hacia delante para apoyar los codos en las rodillas. De forma inconsciente, yo aparto un poco las mías. De pronto, siento que su cuerpo está demasiado cerca del mío. Y el problema es que no me desagrada del todo. Oh, Arni se lo pasaría taaan bien con todo esto.
La cara de Stef, por cierto, sigo siendo la de un puto moai sin emociones.
Qué poética.
—Pues deberías saberlo —replica—. Esto no son vacaciones pagadas, sino un programa de voluntariado. Si no tienes claro que vas a trabajar, dímelo cuanto antes y no nos hagas perder el tiempo.
Se pone de pie sin añadir nada más y se dirige a la puerta. Antes de marcharse, me mira una última vez por encima del hombro.
—Empezamos a las seis de la mañana en el edificio principal. Si no apareces, daré por hecho que quieres irte a casa.
○○○
Buenas noticias: Blanca me ha dado la clave del wifi del hotel. No puedo llamar a nadie, pero al menos ya no estoy incomunicada y puedo responder a Arni. Menos es nada. Hay que ser positivos.
Claudia: Hola :(
Arni: Ajaaaa, ya puedes decirme pq me colgaste ayer, antipatica
Claudia: Tengo un problema :,)
Arni: Otro pa la lista
Arni: Por cierto, que haces despierta A LAS SEIS DE LA MAÑANA????
Claudia: Tengo que empezar a trabajar, tú?
Arni: Todavía no me he ido a dormir
Claudia: Te odio
Arni: Vas a decirme tu problema o que
Claudia: Mi jefe está buenorro
Arni: Foto
Claudia: NO TENGO FOTOS, confía en mi
Arni: Hazle una a escondidas
Claudia: CENTRATE creo que mi cerebro intenta olvidar a Marina con tanta desesperacion que ve atractivo a cualquiera
Arni: O está buenorro y te gusta porque somos chicas sencillas
Claudia: Yo creo que me odia
Arni: Muchas pelis empiezan así
Claudia: Y todas son porno
Arni: Lo dices como si fuera algo malo????
Claudia: Ya te contare que tal mi primer dia... uf
Arni: Si te lias con él me lo dices que Felipe ya se ha enganchado a la historia
Contemplo mi uniforme improvisado con resignación. Consiste en unos pantalones azules cortos y una camiseta blanca. No tengo bolsillos. Mierda. A las muy malas, justo antes de entrar en el edificio principal, me guardo el móvil en el sujetador.
Como se ponga a vibrar, verás la fiesta.
Todavía faltan siete minutos para las seis, así que no me sorprende ser la primera que llega al edificio principal. De hecho, me enorgullezco de ello, porque Stef está apoyado en el mostrador apuntando algo en una libreta. La recepcionista me recibe con una sonrisa, pero él lo hace con una ceja enarcada.
Me paro a su lado con los brazos cruzados. Espero que mi expresión transmita el reto mudo que le estoy lanzando. Él me mira de arriba a abajo, cosa que merma un poco mi sentido del control, y luego asciende de nuevo.
Mi parte racional me dice que está comprobando que mi uniforme está bien, y la más imaginativa ya se ha montado cuarenta escenas de Grey con su cara en todas ellas.
Bienvenidas a la cabeza de Claudia; es así todo el día.
Mientras ambas partes se pelean entre sí, yo trago saliva. Él sigue ascendiendo, pasando por mis piernas, mis caderas, mi pecho, mi cuello y, finalmente, mi cara. Me sorprende que no haga ningún comentario negativo. Simplemente, entrecierra los ojos con lo que creo que es curiosidad.
—Sorprendente —comenta al final, y vuelve a centrarse en su libreta.
—¿Que haya decidido quedarme?
—Que hayas encontrado tu uniforme y el edificio principal sin perderte. Sorprendente.
Abro la boca, indignadísima. Y creo que iba a insultarle, pero me interrumpe al lanzarme la libreta al pecho. La atrapo como puedo y frunzo el ceño.
—¡Oye, avísame!
—Acostúmbrate. Y camina.
Lo sigo con la mirada hacia la salida, indignada. La recepcionista, que debe conocerlo, me dedica una pequeña sonrisa de disculpa. No me queda otra que salir tras él.
Stef ya está encaminándose por el sendero de piedra que conduce a la playa. Correteo tras él con la libreta y el bolígrafo que me ha lanzado. Ha escrito algo en él, pero no entiendo el italiano. Lo que me sorprende es lo regia que es su letra. Es elegante.
Dato muy importante.
Gira en redondo para dirigirse a la playa, y yo suelto una palabrota y me apresuro a seguirlo.
—¿Puedes andar más despacio? —sugiero, airada—. No todos tenemos tus piernas de grulla, ¿sabes?
—Bonita forma de hablarle a tu jefe.
—Mi jefe es tu abuelo, no tú.
—Respondes ante mí, así que en teoría lo soy yo.
—Y tú respondes ante él, así que en teoría no lo eres.
Stef se detiene tan de golpe que casi me estampo contra su espalda.
Oh, oh.
Cuando se vuelve hacia mí, retrocedo un paso. De pronto, lo tengo demasiado cerca y no sé de qué grado es su enfado. Me aferro a la libretita para proteger mi vida. Especialmente cuando su mirada encuentra la mía.
Pero, para mi sorpresa, no tiene nada que ver con eso.
—Átate el pelo —ordena.
—¿Eh?
—¿Tengo que repetirte absolutamente todo lo que te digo?
Frunzo el ceño, irritada. ¿Quiere ir con ese rollo? Pues muy bien.
Airada, le estampo la libreta y el bolígrafo en el pecho. Stef los sujeta por inercia y no me pierde de vista mientras que yo, frustrada, echo las manos hacia atrás para empezar a recogerme el pelo.
Quizá sería más fácil si no me mirara fijamente.
—¿Hace falta que me inspecciones en el proceso? —mascullo.
—Probablemente.
—Sé hacerme una coleta.
—Impresionante.
Termino de hacerme la coleta, me la aseguro, y prácticamente la arranco la libreta de encima. Para cuando se da la vuelta, me da la sensación de que está conteniendo una sonrisa. Apenas puedo verla, porque ya ha vuelto a encaminarse.
—Todo el mundo tiene tareas, así que la mayoría de los puestos están cubiertos —explica, de nuevo en su tono de jefe serio—. Te tocará hacer lo que nadie más quiere hacer. Es el precio de ser la nueva.
—¿Y qué clase de cosas son esas?
—La lista es larga. Y, al ser tu primer día, me aseguraré de que las haces bien.
Está empezando a caerme tan mal que ya no lo veo ni guapo.
Mentira.
Por fin llegamos al granero de las tablas de surf. Como está cerrado, Stef se agacha para quitar los seguros de la arena y luego se estira hacia arriba para quitar los de la parte alta de la puerta. Dudo mucho que yo pudiera hacerlo sin ayuda, así que por una vez me alegro de que esté aquí.
En cuanto tiene las puertas abiertas, me hace un gesto para que entre, cosa que hago rápidamente. Me sigue de cerca.
—Aquí está el material para casi todas las actividades del resort —explica, pasando por mi lado. Su brazo roza el mío al hacerlo, pero ni siquiera me mira. Yo sí que lo hago, claro, pero intento volver a centrarme enseguida. Joder, estoy descontroladísima—. Surf, tenis, voleibol, tumbonas, paletas, juguetes para niños... Hay de todo. También están las tablas de surf, que no te corresponden. Son delicadas.
—Vaya, gracias por la confianza.
—Por la mañana, tendrás que abrirlo todo para que la gente pueda servirse. Suelen hacerlo sobre las ocho o las nueve, y siguen hasta las diez. Durante todas esas horas, alguien tiene que asegurarse de que los huéspedes tienen las necesidades de entretenimiento cubiertas. Esa es tu tarea.
—Vale, no parece muy complicado.
Stef me echa una miradita que, por primera vez, creo que es de piedad. Le dura muy poco.
—A partir de las diez —prosigue—, tienes que ir a por tus mejores amigos para limpiar las cabañas de los huéspedes. Como trabajas por dos personas, te tocan seis cabañas en lugar de tres. Y tienen que estar hechas antes de las once, porque ahí tienes que irte a la sala común de empleados a limpiar. Tienes hasta las doce, y entonces te tocan dos horas para comer con los demás. A las dos, a la cocina a ayudar con el transporte de cajas y demás; ellos ya te darán más detalles. Tienes hasta las cinco. De seis a siete hay partidos de voleibol y alguna vez te tocará supervisarlos. De siete a ocho hay que recoger materiales que has entregado por la mañana. A las ocho tiene que estar todo otra vez aquí, y hay que colocarlo. Después, tienes el resto de horas libres. ¿Dudas?
Parpadeo. Parpadeo. Creo que mi cerebro está cortocircuitando a cada segundo que transcurre.
—¿No hay dudas? —pregunta—. Bien, pues sigamos.
—¡Espera! ¿Tengo que hacer... todas esas cosas? ¿Yo sola?
—Ya te dije que tendrías que trabajar por dos. Cubriste dos plazas.
—Pero ¿y los demás qué harán, entonces?
—Los demás hacen muchas cosas, pero como llevan aquí más de un mes, pueden elegirlas en función de sus capacidades.
—Bueno, ¡yo también puedo hacer algo mejor!
—Primero habrá que ver si tienes habilidades, ¿no?
Oh, lo detesto tanto...
Stef saca el móvil de su bolsillo —¿por qué él sí que tiene bolsillos?— y, tras comprobar la hora, me hace un gesto para que salga.
—Es tu hora de desayuno. El comedor de empleados está en la primera planta del edificio principal.
—¿Y tú no vienes?
Stef, que se había agachado para recoger unas palas de madera, levanta la cabeza solo para contemplarme con una ceja enarcada. Enrojezco un poquito.
—Vaaaale. ¿Y la libreta para qué es?
—Oh, eso es mío. Solo quería que lo transportaras tú.
Y, acto seguido, me la quita sin apenas mirarme.
Cuando salgo del granero, lo hago pateando la arena.
○○○
El comedor de empleados es más pequeño de lo que esperaba, pero alberga un montón de gente. Todos van con el mismo atuendo. Hay camareros, empleados, recepcionistas, limpiadores, socorristas... Todos se reparten en la sala rectangular repleta de mesas de madera, y siento que tienen sus grupitos muy bien formados. Yo no, claro.
Entonces, veo a Blanca a lo lejos. Está llenándose la bandeja en la barra de la cocina y, al volverse, me ve también. Con una gran sonrisa, me invita a una mesa cercana a las escaleras. En cuanto me hago con mi bandeja, me apresuro a ir con ella.
Está sentada con Miki y con otras dos personas. Una es una chica con el pelo rojizo y la piel pálida que pincha sus huevos revueltos con el ceño fruncido y mucha concentración, mientras que el otro es un chico de ojos alargados y rasgos bonitos que está recostado sobre su silla. Muerde tranquilamente una manzana.
Al verme llegar, Blanca hace un gesto hacia la silla vacía de su lado. La ocupo con una pequeña sonrisa.
—Buenos días, española —dice con alegría—. ¿Ya te ha dado Stef alguna orden?
—Solo abre la boca para eso.
Miki se ríe entre dientes. Mientras tanto, la chica pálida pasa de nosotros y el chico desconocido sonríe con diversión.
—Ah, este es Thai —añade Blanca, señalándolo—. Es un poco gilipollas, pero ya te irás acostumbrando a él.
—¡Oye! No le hagas caso —me dice el aludido con una mano en el corazón—. Soy un encanto.
—Es mentira —señala Miki.
Thai se encoge de hombros, poco afectado.
—¿Y tú? —pregunto a la chica de pelo rojizo.
Ella deja de apuñalar sus huevos para mirarme con el ceño fruncido. Después, murmura algo en un idioma que no he oído en mi vida y sigue con su faena.
—Es Yara —explica Thai al verme la cara—. Solo habla rumano, o polaco, o lo que sea eso, así que no te molestes en intentarlo. No va a entender nada. Tampoco es que se esfuerce mucho para hacerse entender.
—¿Y no aprende italiano? —pregunto, pasmada.
—No le interesa aprenderlo. Nuestra teoría es que sus padres la metieron en el programa para que se relacionara, pero a la vista está que no lo ha conseguido.
Totalmente ajena a nuestra conversación, Yara pincha un trozo de huevo revuelto y lo levanta para inspeccionarlo. Musita algo que nadie entiende y, acto seguido, lo devuelve a su bandeja.
—¿Eres español? —le pregunto a Thai con curiosidad. Su acento es impecable.
—Bueno, más o menos.
—Nuestro padre es vietnamita y nuestra madre española —dice Blanca por él.
—¿Sois... hermanos?
—No. Él es un bulto que mi madre tuvo que expulsar.
—¿Puedes dejar de decir esas cosas?
—¡Le ha hecho gracia!
—Llegaste ayer, ¿no? —dice Thai, esta vez enfocado en mí.
—Sí, justo ayer.
—Si necesitas que alguien te enseñe un poco todo esto, mi cabaña está frente a la tuya.
Estoy a punto de asentir, pero entonces Blanca y Miki empiezan a soltar risitas mal disimuladas. Los contemplo con confusión, a lo que Thai les lanza una servilleta que aterriza en la cara de su hermana.
Me paso el desayuno escuchando su conversación sin aportar gran cosa. Creo que, honestamente, sigo medio dormida. No es que suela levantarme a las doce —me volvería loca con la idea de que no estoy aprovechando bien el día— pero definitivamente no suelo hacerlo antes de las ocho.
Esto de dormir tan pocas horas puede terminar matándome.
Exclamó la menos dramática.
Al terminar, intento hacer memoria sobre lo que se supone que tengo que hacer. Quizá debería habérmelo apuntado en un papelito. Y, todavía mejor, quizá debería haberle arrancado una hoja a su puñetera libreta para hacerlo.
Vale, primer turno: la caseta.
Puedo con esto. ¡PUEDO CON ESTO!
ESOOOO.
A la media hora, me doy cuenta de que quizá no puedo tanto.
Maaaal.
Se me ha hecho eterna. Desde el momento en que he entrado en este puto granero, no han dejado de aparecer turistas despistados preguntándome si tengo un artículo que se encuentra a literalmente un paso de distancia. Se lo ofrezco, a lo que ellos dicen que no les gusta el color. Le ofrezco otro que tampoco les gusta porque está un poco menos perfecto. Les enseño el tercero, y resulta que se quedan con el primero.
Y así una vez tras otra.
Por no hablar de los que te piden el artículo más difícil de encontrar de la historia a parte de las sandalias de Jesucristo, y tienes que comerte una bronca en un idioma desconocido porque... ¡sorpresa! Obviamente no lo tienes.
Mi coleta termina hecha un desastre, y la camiseta con manchas de sudor por la cantidad de veces que doy vueltas de un lado a otro. Llega un punto en el que no me sale ni siquiera sonreír porque estoy tan cansada que no puedo más.
Y ahí está Stef, asomado en un rinconcito de la puerta y apuntando cosas sospechosas en la libreta. Las únicas dos veces que nuestras miradas se cruzan espero una sonrisa maligna, pero solo encuentro la seriedad que ha mostrado desde el inicio.
Segundo turno: limpiar seis cabañas en una hora.
Uf...
No estoy muy acostumbrada a limpiar tan a fondo, pero me empeño en hacerlo bien. Paso la escoba hasta que me duelen los brazos, limpio el polvo hasta que los muebles quedan relucientes, recojo la ropa tirada del suelo como si fuera una jugadora de la NBA, froto cristales como si el señor Miyagi en persona estuviera supervisando mi trabajo.
Pero no tengo un señor Miyagi, solo al puñetero Stef que de vez en cuando se para junto a la puerta, me observa sudando, roja y resoplando, apunta algo en su libretita y se marcha con un jummm pensativo.
Tercer turno: limpiar el comedor de empleados.
No sé qué es peor, si las piernas destrozadas por tanto correr o los brazos destrozados de tanto limpiar. Aun así, empujo el carrito por el camino de piedra con todas mis fuerzas, tratando de llegar a tiempo para que no se me pase la hora. Consigo subir la rampa de la zona de empleados un segundo antes de que sea la hora en punto.
Y, por supuesto, ahí está Stef con el móvil en la mano. El numerito de la hora se cambia justo cuando paso corriendo por delante de él, como si me persiguiera el diablo.
—Sorprendente, principessa —murmura, y apunta algo en su libreta.
Espero que el cuarto turno sea quemarle la casa.
Limpio mesas, froto cristales, friego suelos, recojo bandejas... y todo sin dejar de sudar y maldecir en voz baja, porque no entiendo cómo puñetas la gente es tan descuidada que no recoge sus putas cosas. Los odio. A todos. Los odio mucho.
Cuarto turno: comer. O sería comer si no me hubiera dormido las dos horas en el armario de la limpieza, con la cabeza apoyada en un cubo de basura. No sé cómo consigo despertarme a tiempo.
Quinto: ayudar en la cocina.
Pronto me doy cuenta de que me gusta esa parte, y no porque me entusiasme especialmente la cocina, sino porque puedo pagar mis frustraciones con sus elementos.
¿Qué me da rabia mi vida? Friego una olla con tanta fuerza que prácticamente le sale humo.
¿Qué me da asco mi existencia? Lanzo una caja de comida a la parte de atrás de un camión y su conductor me mira con perplejidad.
¿Que pillo a Stef comprobando que cumplo con mi trabajo? Friego el suelo con toda mi furia española.
Sexto: supervisar un puto partido de voleibol.
Dios mío, cómo odio a los niños ricos. ¿Está feo que lo diga? Quizá sí, pero me la pela. Son odiosos. Y caprichosos. Y los odio. Me la pela. La hora más larga de mi existencia.
Séptimo: recoger todo lo que queda desperdigado por la playa.
¿Lo bueno? Aquí no tengo que hablar con nadie. ¿Lo malo? Tengo que hacer cuarenta viajes de ida y vuelta al puto granero.
¿Alguna vez has andado por la arena de playa? ¿Por esa arena caliente y pesada después de todo un día de sol? Pues si no lo has hecho, te cuento un secreto: es una puta mierda.
Cuando te cansas dices muchas palabrotas.
Se supone que tengo que estar lista a las ocho, pero todavía me quedan varios flotadores al final de la playa. Corro a por ellos tras mirar la hora. Me quedan dos minutos. ¿Puedo conseguirlo en dos minutos? Lo dudo. Aun así, lo intento.
Con un flotador bajo cada brazo y la determinación de quien se piensa que al llegar encontrará el secreto de la felicidad, me lanzo corriendo a por el granero.
Y llego a tiempo. ¡Lo consigo! Dejo el flotador en su sitio, contemplo a mi alrededor y, con el sol empezando a bajar y tiñendo el granero de naranja, me dejo caer sobre el suelo de madera.
Lo hago con un suspiro y me echo para atrás, importándome un bledo que se me llene el pelo de arena. Dios mío, no puedo más.
Un silbido hace que me levante de golpe y me quede sentada con sorpresa. Stef está de pie en la puerta del granero, con el hombro apoyado en el marco. Apunta algo a la libreta mientras asiente con la cabeza.
—Lo has conseguido —murmura sin mirarme—. Sorprendente.
—Vete... a... la... mierda... —suspiro sin aliento, y vuelvo a dejarme caer sobre la espalda.
—¿Te parece que esa es forma de hablarle a tu jefe?
—Estoy tan cansada que no te voy ni a recordar que no eres mi puñetero jefe.
Me parece oír un sonido divertido. Lo miro de reojo, sorprendida. ¿Don libretitas acaba de reírse de mi chiste?
Quizá es el delirio del cansancio, que te hace ver cosas raras.
—Estoy sorprendido —admite—. Creo que mañana solo te pondré una hora extra.
—¡No! —salto enseguida, incorporándome sobre los codos—. Mira, lo siento, pero yo no puedo aguantar así continuamente. Si seguimos a este ritmo, voy a tener que...
—Relájate, que era una broma.
—Ah, ¿sabes hacer bromas?
—¿Cuando implican sufrimiento ajeno? Tengo una lista interminable.
Creo que, si no estuviera tan cansada, podría incluso reírme. Pero no. Estoy agotada. Así que me limito a quedarme tumbada y a mirar el techo un rato. Al menos, hasta que el amargado entra en mi campo visual. Si no fuera tan guapo, probablemente ya me lo habría cargado.
—Mañana a la misma hora —dice, de nuevo en su tono serio—. Ya te informaré de tu nuevo horario.
—No va a volver a ser así de malo, ¿no?
Me gustaría decir que me he ahorrado el tono patético, pero estaría mintiendo. Stef enarca una ceja con sorpresa, y al final juraría que su expresión se ha suavizado.
—No, Claudia. Mañana será más fácil.
Asiento con un suspiro de alivio, cierro los ojos y, al abrirlos, lo encuentro saliendo del granero. Me quedo mirándolo con vista cansada, y cuando desaparece aprovecho para estirarme como una estrellita de mar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro