Capítulo 18
18
—¿Alguna vez has pensado en qué raza de perro serías?
Hay unos instantes de silencio. Contemplo a Stef, esperando una respuesta. Él sigue con la mirada clavada en la carretera. Debería sonreír porque soy la persona más entretenida del mundo, pero sigue con su cara de moai de siempre.
—¿Qué? —pregunta al final.
—¿Alguna vez has pens...?
—He entendido la pregunta, lo que me cuestionaba es tu cordura.
—Ya, ya. Pero ¿cuál serías?
—No lo sé.
—Oh, venga, inténtalo.
Stef suspira y se ajusta mis gafas de sol. No ha dicho mucha cosa desde que hemos salido de la joyería, así que quería darle un poco de conversación. Después de todo, Bruno se ha quedado dormido en el asiento trasero.
—Si quieres —insisto—, te digo el que creo que serías.
—¿Por qué siento que esto va a ser ofensivo?
—Eres un dóberman.
Stef lo considera unos instantes. Luego, me echa una miradita juzgadora por encima de mis gafas.
—Pensé que sería peor —admite.
—¿Por qué iba a decirte algo ofensivo?
—Porque no haces otra cosa.
—Con los demás, amore. Tú eres especial.
—Qué alegría.
—Era tu oportunidad perfecta para decir algo romántico, pero vale.
—Tú serías un corgi.
Tardo unos instantes en relacionar qué raza es. Casi desearía no hacerlo.
—¡No soy un corgi! —exclamo, ofendida.
—Sí que lo eres. Hiperactivos, patas cortas, cotillas...
—¡No soy... nada de todo eso! Se suponía que tenías que decir algo guay, como un dálmata o un pastor alemán.
—Se suponía que tenía que ser honesto, corgi.
Quiero seguir discutiendo, pero, por su media sonrisita, deduzco que esto no va a mejorar demasiado. Con los brazos cruzados, vuelvo a dejarme caer en el asiento y contemplo el paisaje. Deben quedar diez minutos de trayecto y no me apetece pasarlos en completo silencio. Cómo odio los silencios. Quizá debería sacar un tema que le moleste y dejar que explote solo.
Sin embargo, al contemplar la bolsa de chocolate que tengo a mis pies, que también tiene la lupa, no puedo hacer otra cosa que esbozar una pequeña sonrisa. Sigue sorprendiéndome que no me haya pedido explicaciones sobre nada de lo que hemos hecho hoy; simplemente, ha accedido a todo y me ha echado una mano.
—Gracias por ayudarme —me oigo murmurar.
Stef, por una vez, no esboza una sonrisita petulante. Tampoco hace ningún comentario irónico. Siento que me dirige una mirada breve, pero no se la devuelvo. Por algún motivo, ahora mismo me da un poco de vergüenza.
—De nada, amore.
—Si terminan por echarme... —continúo, aunque no sé dónde quiero llegar—, podrías venir alguna vez a Barcelona. En mi piso hay una habitación libre. Seguro que a mi mejor amigo no le importaría.
De nuevo, él tarda unos segundos en responder. El único sonido que nos rodea es el de la bolsa de Bruno cuando, medio dormido, se abraza a ella. Y el de los árboles meciéndose con el viento. Y el del motor del coche, que tendrá más años que todos nosotros juntos y hace un ruido atronador. Es un detalle que podría sacarme un poco de situación, aunque lo cierto es que me parece tierno. Pero ¿qué me está pasando?, ¿por qué me parece tierno un puñetero motor de coche?
El amore.
—Podría hacerlo —dice Stef al final.
—No sé si te imagino por una ciudad.
—No es mi paisaje favorito —admite con una pequeña mueca—. Pero..., puedo intentarlo.
—Quizá aprendas a disfrutarlas. Igual que yo he aprendido a disfrutar de estar en medio de la nada, el pelo encrespado, arena hasta los tobillos y cuarenta grados de media.
Lo he dicho con una gran sonrisa. Él la corresponde y sacude la cabeza.
—Qué feliz suenas —murmura.
—En realidad, me gusta —tengo que admitir—. Mi jefe está un poco amargado. O lo finge, al menos. Creo que mis bromas le gustan más de lo que querría admitir.
—Puede ser.
—Me acompaña a cometer delitos, también. ¿Qué más puedo pedir?
—Suena como la mejor persona que has conocido.
—La mejor persona que conozco soy yo misma.
—Dijo la modesta.
—La modestia es aburrida, Stefano.
Él ofrece una pequeña sonrisa, todavía con la mirada clavada en la carretera.
Para cuando llegamos al resort, Brunito ya se ha despertado de la siesta y se frota los ojos. Davide está junto a la entrada, hablando con la recepcionista. Creo que le dan la bienvenida a un grupo de turistas que acaba de llegar y van en dirección a las cabañas. Qué suerte. Yo tengo que volver a mi búnker y hacer la maleta antes de que Mario exótico aparezca para echarme.
En cuanto nos ve aparecer, Davide se apresura a acercarse. Lo primero que hace es ayudar a bajar a Bruno y preguntarle si está bien en italiano —¡y lo entiendo!—. Bruno asiente felizmente y le enseña el chocolate. Por su cara, parece que Davide tiene todavía más preguntas que antes.
Stef rodea el coche con las llaves en la mano y se las lanza sin previo aviso. Davide, por suerte, tiene mejores reflejos que yo y las pilla con una sola mano.
—Tú no pedir permiso para coche —informa, un poco refunfuñón.
Stef se encoge de hombros.
—Ha sido idea mía —explico enseguida—. Teníamos que ir a por una cosa a la ciudad.
—Vosotros no más crímenes, vero?
Me encantaría decirle que, efectivamente, no hemos cometido ningún otro crimen. La cosa es que no estoy segura de si puedo afirmar eso con mucha seguridad. Después de todo, hemos estafado a la pobre mujer de los chocolates y he obligado a la joyera a alquilarme la lupa. No parece muy legal.
—Nadie nos ha denunciado —aseguro al final, con inocencia.
Davide suspira y revisa a Brunito con la mirada. El niño se ha pegado a su pierna y vuelve a comer chocolate. A este paso, le va a dar un subidón de azúcar.
—¿Puedo hablar contigo? —pregunta Davide entonces.
Tardo unos segundos en deducir que se dirige a mí. Lanzo una mirada inquisitiva a su hermano, pero Stef parece tan sorprendido como yo.
—¿De qué? —pregunta él.
—Tú no interesa. Fuera.
—Oye, soy su representante.
—¿Quién es el corgi cotilla ahora? —mascullo.
Davide, como de costumbre, está harto de nuestros intercambios. Termina por levantar una mano antes de que ninguno siga hablando. Muy serio, usa esa misma mano para señalarme.
—Nosotros mover tus cosas. Tú tenías que abandonar cabañas de empleados.
—¿Ya me vais a echar? ¡Ni siquiera había hecho las maletas!
—Noruega ha ayudado a sacar tus cosas.
—Mírala, qué simpática...
Podría haberlas quemado.
Vale, me siento un poco humillada. No solo me echan sin previo aviso, sino que encima se toman la libertad de coger mis maletas y lanzarlas contra la arena. ¿Es que soy la única buena persona que queda en este mundo?
Te recuerdo que hoy has hecho dos extorsiones.
Nadie dijo que las buenas personas no cometan maldades puntuales.
El desánimo debe notárseme en la cara, porque Davide se acerca a mí y me pone una mano en el hombro. Parece un osito de peluche intentando consolar a un gato furioso.
—¿Tú enfadada? —pregunta, preocupado.
—¿A ti qué te parece? —interviene Stef—. ¿Habéis sacado sus cosas de la cabaña sin su permiso?
—Teníamos que transportar a otra cabaña.
La respuesta de Davide hace que levante la cabeza. ¿Otra cabaña?
—¿Dónde están mis cosas? —pregunto con confusión.
—Nueva cabaña —insiste él, también confuso—. Hai pagato. Una cabaña de ospiti es tuya.
—¿...Mía?
—Por un mes, sí. Ya pagada.
No tiene sentido. Yo no he pagado nada, mis padres menos porque no saben nada. El único que se me ocurre...
No puede ser. Bendito hermanito.
Yo también quiero que me paguen unas vacaciones en Italia.
—¿Tienes una cabaña? —repite Stef, totalmente perdido.
Su hermano empieza a hacernos gestos para que lo sigamos, así que emprendo el camino hacia las cabañas de los huéspedes. A diferencia del de los empleados, está decorado por todos lados, las piedras son firmes y huele a todas las florecillas que hay bordeando el camino. No suelo ir por esta zona, así que me siento un poco intrusa. Especialmente con el uniforme puesto.
Davide se detiene en una de las primeras cabañas. Es la más grande que veo por aquí. Cuenta con un caminito de piedra en la entrada, un porche delantero con un banquito que se balancea y, por supuesto, todas las ventanas cubren la pared entera. Es una mezcla entre el estilo clásico de las cabañas y el estilo pijo de los ricachones.
De pronto, Davide me pone unas llaves en la mano. Tienen el número tres en el dorso. El número de la cabaña, supongo.
—Benvenuta!
—Oh. Em... gracias.
—¡Pasa, pasa! Ahora tuya.
Todavía pasmada, me acerco a la puerta de la cabaña con los tres mosqueteros justo detrás de mí. La puerta está entreabierta, así que no hace falta usar las llaves. Simplemente, la empujo y asomo la cabeza para ver cómo es el interior. No me sorprende demasiado ver que el triple de grande que mi antigua cabañita de empleada. De hecho, no sé cómo reaccionar.
Lo primero que veo es la enorme alfombra de fibra natural que cubre el vestíbulo. Todos los muebles son de madera oscura, y las paredes de una mezcla de blanco y verde muy bonito. Hay un mueble a mi derecha para dejar las toallas, las bolsas y cualquier objeto personal. Más allá, una pequeña cocina con todo lo necesario para hacer una receta rápida. También cuenta con una mesita de cristal y varias sillas de color verde. El salón es impresionante, también. Tiene dos cristaleras gigantes que dan directamente con el acantilado. Hay una televisión en el centro, rodeada de dos sofás y un sillón. Todo de color blanco y verde. Supongo que las puertas del fondo son de habitaciones y cuartos de baño.
Me fijaría en ello si no fuera porque Yara está sentada en el sillón. En cuanto nos ve, se incorpora de un salto y viene corriendo hacia mí. Antes de que pueda reaccionar, ya se ha lanzado a darme un enorme abrazo. No entiendo lo que dice, pero deduzco que son las gracias. Y deduzco, también, que Rubén le ha pagado una de las habitaciones.
Dile a Rubén que yo también soy tu amiga querida.
—De nada, de nada —aseguro, dándole una palmadita en la espalda—. Me alegra ver que estamos juntas en esto, Yarita.
Ella vuelve a decir algo que nadie entiende. Entonces me planta un beso en la mejilla y sale corriendo por el pasillo para meterse en uno de los dormitorios. Bruno, aunque no la conoce de nada, la sigue con curiosidad. Al cabo de unos segundos, oigo el sonido de una maleta chocando contra el suelo y la risita de Bruno cuando empiezan a lanzar ropa al aire.
—Ya has vuelto a perder a Bruno —informa Stef a su hermano—. Vaya niñero estás hecho.
Davide contempla el pasillo con resignación.
—Que juegue —dice al final, y se vuelve hacia mí—. ¿Cabaña bien?
—¡¿Bien?! —repito, pasmada—. ¡Esto es genial! ¿De verdad que puedo quedarme?
—Ya pagada. Toda tuya.
Es demasiado bonito como para ser cierto. Aun así, decido creérmelo. Por fin las cosas me salen como quiero. Por fin un poquito de espacio vital.
Con toda la alegría del mundo, salgo corriendo hacia el sofá y salto por encima del respaldo. Aterrizo sobre los cojines con un sonoro plof. Divertida, empiezo a reírme y me asomo para ver las caras de mis acompañantes. Mientras que Davide sonríe, Stef se limita a poner los ojos en blanco.
—Mauro no gustará esto —añade Davide, ahora sin sonrisa.
—Que le den a Mauro —masculla su hermano.
—Stef...
—¿Qué? Es lo que pensamos todos.
—Pero no decir.
—Si no quiere que hablemos, que deje de tomar decisiones de mierda.
Pese a que quiere enfadarse, Davide termina por sonreír de nuevo.
—Yo volver a trabajo —informa—. Claudia, spero che tu te diverta. Bienvenida a resort.
En lugar de marcharse por la puerta, lo que hace Davide es ir a por Brunito. Por su cara de decepción al pasar por delante de nosotros, diría que el niño preferiría quedarse jugando con Yara. Aun así, se despide con un gesto alegre.
Una vez a solas, me doy cuenta de que Stef ni siquiera ha hecho el ademán de marcharse. Sigue ahí, plantado en la entrada con las manos en los bolsillos. Ahora mismo, contempla su alrededor con curiosidad.
—¿Cómo has pagado una cabaña? —pregunta al final.
—Sospecho que ha sido mi hermano mayor.
—Muy amable. O muy interesado.
—Me encanta que siempre tengas algo positivo que aportar.
Stef pasea, todavía con las manos en los bolsillos, hasta llegar junto al sofá. Como yo me he dejado todo por el camino, deja mis dos bolsitas en el otro mueble. La lupa y los chocolates. Ya sería gracioso que, después de todo lo que hemos hecho para conseguirlos, los perdiera.
Stef te mata. Y yo también.
—¿Todavía quieres molestar a Mauro para que vuelva a contratarte? —pregunta él entonces—, ¿o prefieres adoptar la vida de huésped?
—La vida de huésped es tentadora, pero... ¿qué haría sin mi jefe amargado?
Creo que no se esperaba esa respuesta, porque se queda momentáneamente pasmado.
—Ah —murmura—. Pues manos a la obra.
—Tan romántico como de costumbre.
—Ahora que eres huésped, no puedo mantener una relación contigo.
—Pero ¿como empleada sí? Se llama abuso de poder.
—Abusas mucho más tú que yo.
Le saco la lengua. Él enarca una ceja.
Una frase que podría definir todas vuestras interacciones.
Parece que Stef quiere seguir hablando, pero termina por sacar el móvil de su bolsillo —el que mi uniforme sigue sin tener—. Alguien le está llamando. Por la cara, deduzco que es Mauro. Y también por el hecho de que le cuelga directamente.
—Tengo que ir a trabajar —informa—. Se me hará raro no tener a nadie que me ayude al final del turno.
Dentro de lo que cabe, es de lo más romántico que ha soltado por esa boquita.
—Siempre puedes venir aquí y hacerme compañía —sugiero con una sonrisita.
Él, como de costumbre, no entiende mis intenciones perversas.
—¿Para qué?
—Para nada. Déjalo.
—Ah.
Su expresión de no estar entendiendo nada me provoca una risa un poco tonta. Stef parece todavía más confuso.
Como siempre, se marcha sin decir nada más. Observo su espalda mientras se aleja hacia la puerta, otra vez colgando la llamada de su hermano. Veo cómo se mueven sus omóplatos al soltar un suspiro. Y cómo se tensa su espalda mientras se guarda otra vez el móvil en el bolsillo.
—¿Sabes cómo voy a estrenar mi condición de huésped? —le pregunto.
Justo antes de salir por la puerta, me echa una miradita por encima del hombro.
—¿Quemándole el coche a Mauro?
—Casi. Tumbándome al sol con un cóctel en la mano y sin hacer absolutamente nada. Y asegurándome de que él tenga que traérmelo.
Stef suelta una risotada divertida y, tras sacudir la cabeza, sale de la cabaña.
Sé que se piensa que es broma, pero —imagíname chasqueando los dedos— no.
Esa misma tarde, salgo a la hora que Stef usa para la clase de surf. También es la hora en la que Mauro se pone a controlar la mitad de la barra. No sé para qué, si todos los turistas quieren estar con Fabrizio. Pero la cuestión es que he repasado mi reserva y Rubén me ha pagado, también, tantas bebidas como quiera consumir en el chiringuito. No pienso desperdiciar esta oportunidad.
Aparezco por el chiringuito con un bikini rosa de marca, mis gafas de sol, mi gorrito de playa y mis sandalias. Esas mismas que no he podido usar en toda esta aventura porque estaba siendo laboralmente explotada. Con la toalla sobre un brazo y el bolso en el otro, voy directa a la barra.
Supongo que estoy muy diferente, porque Mauro no me reconoce de inmediato. De hecho, me ofrece la sonrisa más falsa de la historia. Yo, de mientras, ocupo el asiento que tiene justo delante.
—¿Qué tal, Mario exótico?
El nombre le deja un poco confuso, pero el reconocerme todavía más. Pasmado, Mauro da un pequeño brinco y me revisa con la mirada. Para que no le quede ninguna duda, me quito el sombrero y las gafas, y lo dejo todo sobre la barra.
—¿Me pones el cóctel más difícil de toda la carta, por fi?
Él sigue contemplándome con perplejidad. En cuanto encaja la imagen que tiene delante, empieza a ponerse a la defensiva.
—Estás despedida.
—Lo sé.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
—Oh, ¿no te lo han dicho? Mi hermano ha decidido pagarme una cabaña. A mí y a Yara. Con tooodas las consumiciones cubiertas, por supuesto. Es que estoy taaaan triste después de mi despido..., necesitaba una alegría. ¿Dónde está mi cóctel, Mario exótico?
Mauro permanece quieto durante unos segundos, pero luego se da la vuelta y le grita algo en italiano a su abuelo. Fabrizio se vuelve mientras hace un cóctel, e intercambia una mirada entre nosotros. Al ver mi sonrisa y las mejillas rojas de su nieto, termina por sonreír y responder. Sea lo que sea que ha dicho, Mauro me mira como si hubiera pateado a su perrito.
—¿Te crees que por estar alojada tienes derecho a nada?
—Por ahora, a pedir lo que quiera. ¿Mi cóctel, por favor?
Dudo mucho que haya hecho el más complicado, pero termina sirviéndome un vaso naranja. Quizá haya escupido dentro, quién sabe. Le doy un sorbo de todas maneras. El cabrón es bueno, porque está delicioso. Aun así, hago una mueca y vuelvo a dejarlo sobre la barra.
—Mmm... No es lo que quería.
—Es lo que me has pedido.
—Ya, pero no me gusta. ¿Puedes hacerme otro totalmente distinto?
Mauro me contempla con la mirada cargada de dagas. Aun así, retira el vaso y empieza a hacer otro.
—De hecho —le digo con una sonrisa—, ¿te importa traérmelo a la playa? Quiero tomar un poquito el sol.
No responde, pero deduzco que no le queda más remedio. Al pasar por delante de su abuelo, este se ríe y me concede un asentimiento de aprobación. Creo que es el que más lo odia de todos.
Normal.
Nunca he tenido acceso a las tumbonas de huéspedes, así que esto es un poco raro. La única suerte es que están prácticamente desiertas y tengo donde elegir. Me quedo con una a la que le da bien el sol y, a la vez, me da vistas panorámicas de la clase que Stef está dando al otro lado de la arena. Ahora mismo, está concentrado en enseñar a moverse a un grupo de niños turistas que siguen en la arena, sobre sus tablas.
Debo llevar unos minutos tomando el sol cuando noto que alguien lo cubre. Abro un ojo y, por encima de las gafas de sol, echo un vistazo a Mauro. Sujeta la bebida con los nudillos blancos.
—Tu coctel —informa, irritado.
—Oh, perfecto. Dame un momentito.
El momentito consiste en que él espere —con el vaso en la mano— mientras yo me incorporo lentamente, me estiro y miro el móvil un momento. Para cuando termino, le está palpitando una vena del cuello.
—¿Te falta mucho?
—Mmm, un poco. ¿Crees que podrías ponerme crema en la espalda? Es que yo no llego.
—Cuidado —advierte entre dientes.
Vale, creo que ya he tentado mucho mi suerte. Con una sonrisa, acepto el vaso y le doy un sorbito. Está tan delicioso como el primero, aunque este sabe a sandía. Mauro no debe ver ninguna mueca de desagrado, porque sus hombros se relajan un poco.
—Perfecto —murmura.
—Espera, querido Mario exótico. ¿Podrías traerme otro cuando veas que se me acaba?
—...estaré pendiente.
—Buen chico.
Con esas dos palabritas, estoy a punto de provocarle convulsiones. Rojo de rabia, Mauro retoma sus pasos hacia el chiringuito. Va tan rápido que varios huéspedes se vuelven para mirarlo con sorpresa.
En paz conmigo misma, vuelvo a tumbarme al sol. Sin sandalias, sombreros, ni nada. Tan solo el bikini y las gafas de sol. Y la sensación, aunque no es mi favorita en el mundo, me resulta muy agradable. Necesito quitarme el bronceado con forma de uniforme que se me ha creado en todo el cuerpo. Por lo menos, podré hacerlo durante lo que quede de verano.
Es justo cuando he dado el último sorbo del cóctel que siento que alguien vuelve a taparme el sol. Abro un solo ojo para contemplar a Mauro por encima de las gafas, pero resulta no ser él.
Stef acaba de salir del agua. Si no fuera porque tiene el pelo empapado y apuntando en todas direcciones, lo sabría por las gotitas que me caen sobre el cuerpo. Me retuerzo ante el contraste de la piel caliente con el agua fría, y en lugar de apartarse se pega más a mí. De hecho, apoya ambas manos en los reposabrazos de mi tumbona y agita el pelo como si fuera un perro que acaba de salir del agua.
—¡¡¡Para!!! —chillo enseguida, retorciéndome—. ¡STEF!
Divertido, Stef deja de sacudir la cabeza, pero no se aparta de mí. Me siento... atrapada. Y no en el mal sentido. No puedo levantarme sin chocar con él, y eso no debería gustarme tanto como lo hace.
—¿Eres el motivo por el que mi hermano está limpiando la barra con toda su furia? —pregunta entonces.
Con una sonrisa, me encojo de hombros. Él se ríe entre dientes.
Mientras él echa una ojeada al chiringuito, yo se la echo a su cuerpo. Así, sin disimular. Lleva puesto un bañador rojo, como la furgoneta. Está tan empapado que todavía le caen gotas de agua por las piernas y, sobre todo, por los hombros. Con un gesto del que ni siquiera se da cuenta, se echa el pelo hacia atrás con una mano y sacude la cabeza. Tiene motas de arena en el cuello. No sé por qué eso hace que me muerda el labio.
—¿Te has acercado solo para molestar? —pregunto al final.
La verdad es que me da igual, pero necesito hablar de algo antes de que mi mente empiece a divagar.
Stef se vuelve hacia mí con cierta malicia.
—Podría, pero no.
—¿Entonces?
—Llevas aquí tumbada toda la clase.
—Lo sé.
—Me estabas desconcentrando.
Vaya, eso no lo sabía, pero no me quejo.
Quizá mi sonrisita no debería ser tan orgullosa como la que esbozo. No puedo evitarlo. Stef empieza a reírse nada más verlo.
—Bonito bikini.
Ni siquiera lo está mirando —tiene la vista clavada en la mía— y aun así vuelvo a removerme. Es como si, de pronto, fuera consciente de cada centímetro de piel expuesta. De cada detalle de mi cuerpo que ha podido ver. Y lo que más desearía es ver exactamente lo mismo que él y saber lo que piensa. Me pasa constantemente. Solo que, en este caso, se me forma un nudo muy extraño en la parte baja del abdomen.
Me he puesto nerviosa, así que no hay respuesta ingeniosa. Lo único que consigo hacer es esbozar una sonrisa despectiva y luego borrarla porque no sé qué otra cosa hacer.
Stef sigue observándome con una sonrisa. Al no obtener respuesta, se inclina un poco más hacia mí. Se ha acercado tanto que no me queda otra que pegar la espalda a la tumbona.
—¿No hay respuesta ingeniosa? —pregunta, curioso.
—No me interesas tanto.
—Seguro.
—Me estás tapando el sol, ex-jefe.
—Y tú me estás distrayendo. Debería estar recogiendo tablas de surf.
—¿Y qué harás el día que me presente sin bikini?
—Dejar la clase a medias, probablemente.
Empiezo a reírme. No puedo evitarlo.
Casi al instante, su boca cubre la mía. Es un gesto tan rápido que se me escapa un sonido de sorpresa. Stef lo aprovecha para separar los labios sobre los míos. Todo está yendo tan rápido que, cuando su lengua roza la mía, apenas puedo corresponderle. Tan solo consigo sujetarme a la tumbona para no caerme de culo sobre la arena. El corazón ha empezado a aletearme de forma peligrosa. Para cuando se separa, tan rápido como se ha acercado, apenas puedo respirar.
Stef debe notarlo, porque me regala una pequeña sonrisa divertida.
—¿Estás bien?
—Idiota.
Esta vez, sé que me va a besar. Lo veo en su forma de mirarme. Siempre echa una corta ojeada a mis labios y luego se lanza hacia delante, como si terminara de convencerse a sí mismo. Lo espero con los labios entreabiertos, y me sorprende la intensidad que usa. Se me olvida, incluso, que estamos en una tumbona pública. Lo único que puedo sentir es su boca sobre la mía, el cosquilleo que me ha provocado en las piernas. Y, de pronto, también siento la mano con la que me rodea el cuello. No lo hace con fuerza. De hecho, apenas es una caricia. Y aun así la respuesta de todo mi cuerpo es acelerarse como si acabara de recibir una descarga eléctrica.
Vuelve a separarse mucho más rápido de lo que me gustaría. Mi pecho sube y baja rápidamente. Estoy flotando en una nube. Por eso, apenas me doy cuenta de que ha movido la mano hasta que noto cómo desciende por mi clavícula, entre mis pechos, por el ombligo... Sus dedos recorren el elástico de la parte baja del bikini, pero termina por detenerse ahí. Por algún motivo, tengo las rodillas apretadas con fuerza.
—¿Claudia?
Su voz, que suena más agitada de lo habitual, hace que vuelva a mirarlo a los ojos. Sin darme cuenta, le he clavado las uñas en los hombros. Aunque no se está quejando por eso. De hecho, ahora mismo no puedo entender absolutamente nada más que su mirada.
—¿Sí? —consigo musitar.
—¿Recuerdas lo que te dije sobre que no me iban los jueguecitos?
—Sí...
—Igual me paso de sincero, pero siento voy a explotar si pasa otro día más sin que pueda foll...
—Ejem.
Ambos nos volvemos a la vez. Mauro está de pie a nuestro lado con mi nueva bebida. Nos observa con los ojos entrecerrados de un profesor cabreado.
Sobresaltada, me pego de nuevo a la tumbona. Stef, en cambio, se incorpora lentamente. No me gustaría que la mirada que le dirige a su hermano fuera hacia mí.
—¿Qué? —espeta Stef.
—¿Estás de mal humor? No me digas que he interrumpido.
—No —aseguro.
—Sí —asegura él—. Fuera.
—Estoy trabajando con mi huésped. Te recomiendo que dejes de molestarla.
—No me molesta —aseguro con voz chillona.
Stef, pese al enfado, contiene una sonrisa divertida.
—¿No tienes trabajo que hacer? —interviene Mauro—. Ve a hacerlo antes de que me cabree.
Normalmente, Stef se quedaría a discutir. Hoy no lo hace. Simplemente, busca mi mirada por detrás de su hermano. No sé interpretar lo que intenta decirme, pero tengo la vaga impresión de que hoy volveré a verlo antes de acostarme.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro