Capítulo 10
10
—¡Claudia!
Esa pronunciación tan marcada solo puede venir de una persona. Me vuelvo hacia Davide, que se acerca a mí con una gran sonrisa. Antes de que pueda preguntarle qué pasa, extiende una carta hacia mí.
—Carta per te —informa
Reconozco el cordoncito con el que la han cerrado. Mi hermano. Le doy las gracias, a lo que él asiente con la cabeza y vuelve rápidamente a su trabajo.
Quizá no sea el mejor día de la historia para leer una carta de Rubén. Después de la conversación de anoche con Blanca y Miki, no me he despertado de muy buen humor. De hecho, al mirarme al espejo he tenido la muy desagradable sensación de haber dormido muy poquito. Y no, he dormido genial, pero supongo que el mal humor provoca ojeras.
La reflexión del día.
A parte de un grupo de treintañeros borrachos en mi turno de playa, el día se pasa sin demasiados dolores de cabeza. Estos me hacen algún que otro comentario, pero, cuando les echo una miradita de advertencia por encima de las gafas de sol, me dejan tranquila. Con los brazos cruzados, espero a que terminen para poder esconder todos los materiales que han usado.
No he visto a Stef en toda la mañana, pero supongo que no me quedará más remedio que hacerlo en cuanto empiece a entrar cosas en la caseta. Después de todo, sus clases de surf ya deben haber terminado. Considero la posibilidad de demorarme a propósito y evitarlo, pero no me parece muy profesional.
Me froto el brazo, frustrada, y dejo de hacerlo al notar el latigazo de dolor. Puede que la piel ya no esté tan roja como ayer, pero duele el doble y jode el triple.
Al final, los treintañeros se marchan y me pongo a recoger las cosas que han dejado por medio de la playa. Tardo menos de lo planeado y, tal y como había sospechado, me encuentro a Stef dentro de la caseta.
Hoy no está limando las tablas —que ya están perfectamente colocadas—, sino que escribe algo en su libreta. Al oírme llegar, me echa un vistazo rápido.
—Hola —murmura.
—Hola —murmuro yo.
Noto que me echa otra ojeada, pero no dice nada más. Como siempre, la conversación depende del esfuerzo que haga yo. Y hoy, precisamente, no me apetece esforzarme demasiado.
Supongo que debe intuir que algún engranaje no funciona, pero no dice nada. Al final, salgo de la caseta sin entablar ninguna conversación.
Los maduros.
Para cuando llego a las cabañas de voluntarios, los demás ya están empezando a prepararse para la fiesta de esta noche. Algunos, ya vestidos, van corriendo a la playa con sus toallas y bolsas llenas de bebidas. Otros tienen pelotas para jugar. Otros, simplemente, se dedican a ir al chiringuito a ver si Fabrizio les da comida gratis.
De Blanca y Miki no hay rastro, pero Yara está sentada en las escaleras de mi cabaña. Por su aspecto, parece que está aburridísima. Se le ilumina la expresión nada más verme.
—¿Qué tal, Yara? —pregunto, aunque no habla mi idioma y no puede responderme—. Déjame adivinar: siempre eres la primera en terminar de arreglarse y te toca esperar.
Yara —que sigue sin entenderme— se encoge de hombros y empieza a soltarme un discurso en su idioma. Intento hacer como que me entero de algo, pero se va haciendo complicado a medida que sigue hablando. Espero que no esté contando nada triste, porque yo no he borrado mi sonrisa educada.
En cuanto me da la sensación de que ha terminado, señalo mi cabaña.
—Si me dejas un rato para que me duche y me quite este uniforme roñoso, te acompaño a la playa.
Yara asiente y sigue hablando. A estas alturas ya he deducido que le da igual si la escucho o no, porque me meto en la cabaña y ella no se calla. De hecho, sigo oyendo su voz de camino a los baños.
Como de costumbre, me froto la piel con tanta fuerza que me la dejo todavía más roja. Es la única forma de que se vaya toda la puñetera arena, y aun así la sigo encontrando en toda la ropa que traje. Con un suspiro de irritación, empiezo a vestirme. Me daba un poco de pereza elegir, así que termino optando por unos pantalones cortos, un cinturón con la marca bien grande y un top que me deja el ombligo al aire. Todavía tengo la cicatriz de cuando llevé un piercing. ¿En qué estaría pensando?
Fiel a su palabra, Yara sigue esperándome en las escaleras. Se oyen los gritos de Miki y Blanca justo al lado, así que supongo que estarán discutiendo en su cabaña. Supongo que no estarán listos en un buen rato.
—Podemos ir nosotras —le ofrezco.
Yara vuelve a hablar, y por primera vez siento que intenta darse a entender. Me señala y luego se señala a sí misma. Intento comprenderla, pero cuando empieza a juguetear con su pelo estoy todavía más perdida que antes.
Al final, impaciente, tira de mi brazo hasta sentarme en el escalón de abajo. No entiendo nada, pero dejo que empiece a peinarme con los dedos. Al cabo de unos instantes, empieza a tirar de mechones húmedos. Hacía tanto que nadie me tocaba el pelo que disfruto de la sensación durante un rato.
Desgraciadamente, Yara resulta tener los dedos más rápidos de la historia y termina en tiempo récord. Cuando hace un sonidito de aprobación, yo me llevo una mano al pelo para tocármelo. Me ha hecho tres trenzas en el lateral de la cabeza, justo encima de mi oreja izquierda, pero ha dejado el resto del pelo suelto. Como si fuera una vikinga o algo así.
—Gracias —murmuro con sinceridad.
Yara sonríe, me da una palmadita encima de la cabeza y finalmente se pone de pie. No me queda más remedio que seguirla.
De camino a la playa —y con otro discurso de Yara como acompañamiento—, no dejo de toquetearme las trenzas perfectas. Siempre he sido muy cuidadosa con mi pelo porque, honestamente es muy débil y se destroza por cualquier cosa. No puedo plancharlo sin que se vea seco, ni rizarlo y que mantenga la forma. Si me hago una coleta, parece que tengo poquísimo. Mi único recurso es dejarlo suelto y lacio, como de costumbre. Y es lo que me enseñó a hacer mamá, cuyo cabello heredé. Siempre dijo que las trenzas son para vikingos y gente que no va a impresionar a nadie.
Oh, si me viera ahora mismo...
Infarto asegurado.
No sé de quién es el cumpleaños exactamente, pero dudo mucho que sea la única sin esa información. Los voluntarios se han extendido por toda la zona de playa con sus toallas y sus equipos de música, y hay una mezcla de sonidos un poco interesante. Los turistas del chiringuito nos contemplan con curiosidad, como si les extrañara vernos más allá de unos uniformes y una sonrisa profesional.
Veo a la noruega a lo lejos. Está sola, cosa que me extraña un poco. Considero la posibilidad de decirle a Yara que nos mantengamos un poco alejadas, pero al final tiro de su mano en dirección a ella. Espero que no le importe.
La noruega levanta la mirada, nos echa una ojeada sospechosa y al final se aparta para hacernos sitio. Yara habla, muy contenta, y luego se sienta a su lado. Yo opto por estirar mi toalla y sentarme a su lado.
—Bueno —murmuro—, pues ya estoy asentada con las dos únicas personas incapaces de comunicarse conmigo. Qué divertido, ¿eh, chicas?
Yara me responde con mucho ánimo, pero la noruega se limita a suspirar y seguir viendo su móvil.
Por suerte, en cuestión de unos minutos aparecen Miki y Blanca. Por sus caras, deduzco que sí han discutido. Intentan disimularlo, pero no les sale demasiado bien y el ambiente se vuelve un poco incómodo.
—¿Qué tal, chicos? —pregunta Blanca con una gran sonrisa forzada.
Miki no responde, sino que se sienta a mi lado con el ceño fruncido. Ella se sienta a mi otro lado. Mierda. Debería haberme sentado con Yara y la noruega.
¿Y entonces dónde estaría la diversión?
—Bien —murmuro, porque las otras dos no pueden responder—. Y... em... ¿vosotros estáis bien?
—Perfectamente —musita Miki.
—No seas rencoroso —protesta ella.
—¡Recordar las cosas no te hace rencoroso!
—De hecho, ¡es la puñetera definición!
—Pues vale, si quieres tener la razón otra vez...
—No es que quiera tenerla... ¡es que la tengo!
—¡Pues no me...!
—¡Vale! —grito de repente, plantándoles una mano delante de la cara a cada uno—. No sé qué ha pasado, pero así no vais a arreglarlo.
—¿Y qué te hace pensar que quiero arreglarlo? —protesta Blanca, apartando mi mano.
—Porque es tu amigo y te importa.
Blanca suelta un sonido burlón, pero aparta la mirada. Miki, por su parte, se limita a cruzarse de brazos.
—Estamos en una fiesta —les recuerdo como si fuera su profesora—. No sé qué ha pasado, pero podéis elegir: os matáis ahora mismo o esperáis hasta mañana para disfrutar de la fiesta.
Parece que ambos consideran sus posibilidades, y al final apartan la mirada el uno del otro. Supongo que será la segunda opción.
Lástima.
—Lo que ha pasado —dice Miki, sin embargo—, es que le he dicho a Blanca que lo de ayer no estuvo bien.
—Y yo le he dicho que no es para tanto —añade ella.
Vale, deduzco que debería entender lo que acaban de decir, pero no lo hago.
—¿Y qué es lo de ayer? —pregunto.
—Lo de contarte cosas de Cinnia —murmura Miki.
Oooh, me gusta por dónde va esto.
No sé qué decirles. Estoy de acuerdo con que quizá compartieron información de más, pero habría terminado enterándome por cualquier otro medio. Prefiero que fuera con ellos, que por lo menos tenemos un poco de confianza.
—¿Era eso? —Hago un gesto para restarle importancia—. No os preocupéis, que no pasa nada.
—Anoche te quedaste preocupada —opina Miki, contrariado.
—¿Cómo te quedarías tú? —interviene Blanca entonces—. Es una mierda, pero se merecía saberlo. ¿Verdad, Clau?
—No me metáis en vuestra discusión —pido enseguida.
Blanca parece un poco decepcionada con que no la haya apoyado, pero aun así asiente. Miki la observa unos segundos antes de imitarla. De mientras, nuestras dos compañeras nos observan con curiosidad y sin entender absolutamente nada.
—¿Y si vamos a por algo de beber? —propongo entonces, fingiendo entusiasmo—. Eso anima a cualquiera.
—Voy contigo —ofrece Miki enseguida.
Blanca no parece muy contenta con la idea de quedarse con dos personas que no hablan su idioma, pero supongo que prefiere eso antes que venir con nosotros y mantenerse en silencio.
Con Miki a mi lado, avanzamos por la playa hasta llegar al chiringuito. Fabrizio está ocupado lanzando botellas al aire para impresionar a unos turistas, así que nos toca esperar junto a la barra.
Miki se apoya con los codos y suelta un suspiro lastimero. Es el único que sigue llevando el uniforme del resort; la discusión no le habrá dado margen de tiempo para cambiarse de ropa.
Le doy una palmadita de ánimo en el hombro.
—¿Quieres hablar? —propongo—. También puedo subirme a la barra y gritarle a Fabrizio para que nos haga caso. Lo que tú quieras.
Miki esboza una pequeña sonrisa.
—Lo segundo estaría bien, pero... —Tras dudar unos segundos, sacude la cabeza—. Lo siento por la incomodidad de antes, no sé en qué momento hemos empezado a discutir por esa tontería.
—Los amigos terminan superando esas cosas, Miki.
—Ya, pero... —De nuevo, tarda unos instantes en responder, y lo hace sin mirarme—. No hacía falta darte tantos detalles. Sobre todo de que... bueno, os parecéis un poco.
—¿Acaso no es verdad?
—Sí que lo es, pero... no estuvo bien. Y, además, no me gusta hablar de Cinnia. Me pongo de mal humor y termino pagándolo con la pobre Blanca. Y ella hace lo mismo.
Esa última frase es información nueva, así que dejo de intentar llamar la atención de Fabrizio y me vuelvo a mi compañero. Miki no parece muy consciente de lo que acaba de decir.
—¿No se portaba bien con vosotros? —pregunto al final.
Miki parpadea y me mira, confuso.
—No. Bueno, ni bien ni mal. Apenas nos hablaba. Se creía que, por salir con Stef, estaba por encima de todos los demás. Y ni siquiera a él le trataba demasiado bien. Mira... hay cosas que no terminamos de decirte porque te fuiste muy rápido. Para empezar, que en cuanto a personalidad no tenéis mucho en común. Que la acompañaba a la cabaña, pero no lo hacía como contigo. Es... distinto. Con ella se pasaba el día discutiendo y terminaban dándose un portazo en la cara. Y también pasaban mucho tiempo juntos, sí, pero no para bien. Contigo se ríe, por lo menos... Con ella siempre eran cosas malas. Nunca debieron trabajar juntos. Sobre todo si la relación no estaba bien asentada. Fue el principio del fin.
Me ha soltado tanta información en un solo momento que apenas me da tiempo a procesarla. Parpadeo varias veces y trato de centrarme.
—¿Miki? —murmuro.
—¿Sí?
—Sabes que Stef y yo no somos pareja, ¿no?
—Claro que lo sé.
—Ya, pero... No tienes que justificarle como si estuviera celosa de su ex o algo así.
Miki me echa una miradita casi burlona.
—Ajá. —Se limita a decir.
—¿A qué viene ese tono, jovencito?
—Soy mayor que tú...
—No estoy de acuerdo.
—...y sabes a qué viene ese tono. Pero no quiero seguir metiéndome en tu vida.
—Oh, puedes hacerlo. Para una vez que me pasa algo interesante...
Justo cuando Miki va a reírse, oigo la risa inconfundible de Fabrizio. Se acerca a nosotros con las manos en las caderas y una gran sonrisa.
Me encantaría ser tan feliz como este señor.
—Benvenuti, ragazzi! ¿Bebida?
Miro a Miki, pero este se encoge de hombros. Fabrizio parece darse cuenta de un pequeño detalle que se le había pasado por alto.
—Perché indossi ancora la tua uniforme? —pregunta a Miki, y entiendo por encima que se refiere a que todavía lleva su uniforme—. ¡Tú cambia para fiesta!
Miki suspira por enésima vez.
—Estoy bien, Fabrizio, pero gracias por...
—¡Tú cambia! —exige este—. Fiesta es risas, y tú no risas. ¡Cambia!
Mi amigo me mira en busca de apoyo, pero yo me limito a sonreír. Al final, no le queda otra que asentir y alejarse en dirección a las cabañas.
Con una sonrisa, me vuelvo hacia Fabrizio. Parece muy orgulloso de sí mismo y su labor de animador de fiestas.
—Creo que acabo de quedarme sola —bromeo.
—Tú no sola —asegura, alarmado—. Sienta, sienta. Vuoi da bere?
Sí que quiero una bebida, pero mientras me acomodo en el taburete lo pienso mejor. La última vez que bebí terminé besando a Thai, y prefiero no repetir la experiencia. Solo me falta enrollarme con la noruega o algo así.
Pagaría por verlo.
—Agua está bien —le aseguro.
—Perfetto.
En cuanto hago un gesto de buscar el dinero en mi bolsillo, él me chista y me pone muy mala cara. Divertida, levanto los brazos en señal de rendición.
—Tú no pagar —dice, casi como amenaza.
—Perdón, perdón.
Fabrizio me pone la botella de agua delante. Para la edad que tiene, los reflejos para lanzarla al aire, recogerla y darle una vuelta entre sus dedos... son francamente impresionantes. Parpadeo con asombro cuando, finalmente, se limita a quitarle el tapón.
—Em... gracias. Wow.
—¿Tú pasar bien en fiesta? —pregunta entonces.
—Todavía no ha empezado, pero espero que sí. No diríamos que no a un invitado extra —añado, medio bromeando.
—Oh, yo encantado. Yo ALMA de fiestas. Ma ho del lavoro da fare.
Me sorprendo a mí misma al entender algunas palabras sueltas de esa última frase. Igual sí que estoy yendo por buen camino con el cursito. O eso espero, porque no quiero retomar la oferta de Stef para enseñarme.
Casi como si lo hubiera presentido, me vuelvo a mi izquierda. Stef ha estado sentado en el chiringuito todo este rato, solo que está tan centrado en su libretita que apenas nos presta atención. Al igual que Miki, es de los pocos que han terminado su turno y siguen llevando el uniforme.
Vuelvo la mirada a la botella de agua. Fabrizio observa la escena con una ceja enarcada.
—¿Quieres...? —Creo que no encuentra las palabras, pero me señala y luego señala a su nieto.
Lo que me faltaba.
—No, no. Estoy bien.
Fabrizio se encoge de hombros y parece que va a decir algo más, pero termina distrayéndose con los clientes que tengo sentados al lado.
Ahora que estoy sola, tengo la posibilidad de volver a la fiesta —aunque sin bebidas— o quedarme aquí un rato. La segunda opción parece más interesante, aunque conociéndome no dejaré de mirar a Stef por el rabillo del ojo. Me pregunto si lo notará. Yo, por lo menos, siento todas las veces que me mira.
No sé qué siento por él ahora mismo. Sé que lo de evitarle es temporal, eso sí, y que en algún momento se acercará a preguntarme qué me pasa. O no. Quizá le da igual o no le importa lo suficiente como para preguntar. Pero sé que habrá un momento en el que me tocará romper el hielo y no me apetece que me pille desprevenida.
Con una inspiración profunda, recojo mi botella y empiezo a encaminarme hacia él.
Que no se diga que nuestra españolita es una cobarde.
Stef tiene la cabeza apoyada en un puño y con la otra sigue escribiendo en la libreta. Solo por curiosidad, me asomo para ver qué es. Cuentas. Uf.
Carraspeo ligeramente, a lo que él frunce el ceño.
—No me molest... —Levanta la mirada, y por un momento parece confuso—. Ah, hola.
—Hola.
Silencio incómodo.
Aguanto el contacto visual durante los primeros tres segundos, pero al final entro en pánico y señalo el taburete.
—¿Puedo sentarme?
Stef, que parece todavía más perdido que antes, parpadea y vuelve a la realidad.
—Um... sí.
—Genial.
Como si mi vida dependiera de ello, me encaramo al taburete y sujeto la botella fresquita con ambas manos. Antes los silencios de Stef no me importaban, pero que cada vez me ponen más nerviosa. ¿No debería ser al revés?
Siempre al contrario del mundo.
Él parece haberse olvidado de sus cuentas, porque sigue observando todos mis movimientos con suma curiosidad.
Supongo que, como me he acercado yo, me toca ser la primera en iniciar la conversación. Le ofrezco una sonrisa. Él enarca una ceja con confusión.
—¿Va todo bien? —pregunta al final.
—Claro que sí. ¿Por qué no iría bien?
—No sé. Tú eres la que se ha sentado en silencio y se ha puesto a sonreírme.
—¿Te molesta?
—Pues... no sé.
Otro dato del que me he dado cuenta: cuando Stef está un poco nervioso, repite mucho el no sé.
—Quería hablar contigo —digo al final, y giro el taburete para encararlo de frente.
Stef repiquetea el bolígrafo sobre la mesa mientras me observa con precaución.
—Vale —murmura—. ¿Por qué siento que me vas a regañar?
—No puedo regañar a mi jefe —comento con inocencia.
—Seguro.
—Quería hablarte de...
Mierda, hago una pausa. No sé ni cómo sacar el tema. O si debería hacerlo, directamente. Me estoy metiendo en su vida privada y puede tomárselo fatal. Puede que se enfade conmigo, como lo estaba el otro día. Puede que se enfade con Miki y Blanca por decírmelo. No sé qué es peor.
Y, mientras lo pienso, van transcurriendo los segundos. Stef ha empezado a abrir y cerrar el bolígrafo con impaciencia.
—¿De qué? —pregunta.
—De... em... De los demás voluntarios.
Es lo primero que se me ha ocurrido, ¿vale? Perdón.
No te perdonamos.
Stef, por cierto, parece todavía más confuso que antes. Echa una ojeada dubitativa a la fiesta antes de volverla de nuevo hacia mí.
—¿Qué pasa con ellos?
—P-pues... ¡eso me gustaría saber! —Por algún extraño motivo, mi tono es de enfado—. Cada vez que te propongo acompañarme a alguna fiesta, cortas la conversación y empiezas a evitarme.
A ver, no es la mejor excusa del mundo, pero para haberla improvisado en diez segundos... no está tan mal.
Stef, para mi sorpresa, aparta la mirada y contempla su libreta durante unos instantes.
—Oh —se limita a decir.
¿Oh? ¿Ya está?
—¿Algo más? —pregunto, ahora yo la impaciente.
—No sé qué decir.
Quizá el plan no ha salido tan bien como creía, porque siento que se ha cerrado todavía más que antes.
Asiento con la cabeza y empiezo a ponerme de pie.
—No debería haberte preguntado —aseguro—. Perdón, no sé en qué estaba pensand...
En cuanto me alejo un centímetro del taburete, él tira de mí para sentarme de nuevo. Lo hago con un sonidito de sorpresa. Especialmente cuando noto que todavía no me ha soltado la muñeca.
Vaya, vaya.
—No, espera —dice, totalmente ajeno a mi cara vergonzosamente roja—. Tienes... razón. No me había dado cuenta de estar evitándote. Es complicado.
La verdad es que ahora mismo podría decirme lo que quisiera, porque estoy en otra galaxia. Bajo la mirada para ver cómo su mano sigue rodeando mi muñeca. Agradezco mentalmente a la Claudia del pasado no haberse puesto ninguna pulsera, porque así el contacto es directo. Y luego me doy cuenta de lo absurdo que es ponerme así porque un chico me toque la puñetera muñeca.
Stef, por suerte, sigue centrado en buscar una respuesta a lo que sea que le he preguntado, que ya no recuerdo.
Así vamos.
—No sé cómo explicarlo —admite al final, y vuelve a mirarme—. Pero... no creo que la idea de diversión pueda ir de la mano con tener a tu jefe al lado.
Considero sus palabras. O, más bien, intento volver a meterme en la conversación.
—Depende del jefe —admito al final.
—No sé si eso me consuela.
—Oh, vamos, ¡tú eres divertido!
Stef me suelta la muñeca, cosa que hace que me arrepienta un poco de mis palabras. Pero tan solo lo ha hecho para mirarme con extrañeza.
—¿Divertido? —repite.
—¿Tanto te sorprende?
—No sé.
—Eres divertido —repito—. A tu rara manera. Pero ¡lo eres! Me lo paso bien contigo.
—¿En... serio?
—¡Claro que sí! ¿Quién te dijo que no lo fueras?
Es una pregunta de esas genéricas, casi en broma, pero por su expresión sé que he tocado la tecla incorrecta. No parece triste, aunque sí distinto. Casi como si hubiera subido un poco el muro otra vez.
—Eres más divertido que yo —sigo hablando, porque odio pensar que lo estoy empeorando todo—. Si estuviéramos en un libro, seguro que todo el mundo preferiría leer sobre ti que sobre los demás voluntarios.
El ejemplo hace que Stef enarque un poco las cejas, aunque juraría que está ocultando una sonrisa.
—¿Y tú qué personaje tendrías?
—Oh, eso está claro.
—Sorpréndeme.
—Sería la rubia mala.
Stef se queda un poco confuso por la respuesta.
—¿Por qué mala?
—¿Por qué no?
—No puedes atribuirte un título sin justificarlo.
—¿Quién lo dice?
—Yo. ¿Por qué?
Lo considero un poco. Siempre he pensado que mi papel era ese, pero ahora mismo no tengo tan claro el por qué.
—A ver, entro en el perfil. —Como para demostrarlo, me señalo a mí misma—. Rubia, alta, guapa...
—La más humilde.
—...con poca timidez, mucho carácter y excesivo humor negro.
—Eso no te hace mala, amore.
—Me hace más mala que las buenas —protesto.
—Te hace más interesante que ellas.
Y pasa una cosita muy poco habitual en mí: me quedo sin palabras. Creo que lo primero que se me pasa por la cabeza es una respuesta ingeniosa, pero se me olvida enseguida. Lo único que me sale, al final, es un sonido parecido a una risa nerviosa.
Stef, que se había inclinado un poco hacia mí, vuelve a colocarse en su taburete. Esta vez ya no rompe el contacto visual. Tampoco oculta la sonrisa. Me gusta cuando deja de ocultarla.
Oigo la risa de Blanca a mis espaldas, por lo que supongo que la fiesta ya habrá empezado. Echo una ojeada sobre el hombro y luego vuelvo a mirar a Stef, dubitativa.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —murmuro.
—Claro.
—Tengo una condición. No puedes responderme con otra pregunta.
La sonrisa de Stef no tiembla. En todo caso, se vuelve más curiosa.
—Claro.
—¿Por qué pasas tanto tiempo conmigo?
Al contrario que con las otras preguntas, su expresión no se vuelve confusa o dubitativa. Sigue observándome mientras piensa. Y, aunque apenas pasan unos segundos, siento que ha transcurrido una vida entera.
Cuando empiezo a arrepentirme de lo que he dicho, él responde:
—Hacía mucho que no sonreía y contigo no puedo parar de hacerlo. Me gusta.
No sé qué clase de respuesta esperaba, pero me deja completamente satisfecha. Intento ocultar lo mucho que me ha gustado, pero por su expresión burlona deduzco que no lo he hecho muy bien.
Al final, me incorporo de un salto y le ofrezco una mano.
—Vamos juntos a la fiesta —casi ordeno—. Y, si alguien dice alguna cosa, le meto arena en la boca.
Para mi sorpresa, Stef suelta un sonido que casi podría considerarse una risa —¡una risa! Nunca lo he oído riéndose— y también se pone de pie.
Por un momento, pienso que va a pasar de mí. Termina cerrando la libreta y aceptando mi mano. El contacto me deja momentáneamente parada.
—Como quieras.
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