12 Noviembre de 2020.
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Nunca he sufrido tanto
Retorciéndome, riendo, muriendo, riendo
Todo implosionó en mi mente
Estoy escondiendo todo adentro
Me pregunto ¿quién está perdiendo?
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Neptune, Daughter.
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Estoy cansada de sentirme como si fuese una plaga.
Cansada de siempre sentir en mi corazón una pena que me consume.
Y no es como la pena de mis amigas. Ellas dicen sentirse mal porque creen que no son suficientes en un mundo que les exige cada vez más. Están cansadas de que la vida les patee los ovarios como si fuera su enemiga.
No, yo no soy así.
Yo estoy agotada de siempre llevar una pena en mi corazón como si me hubieran arrancado algo, ¿pero que podrían haberme quitado? Nunca me ha faltado nada: tengo la mejor familia del mundo, mis mascotas que parecen estar protegidas por la vida contra la muerte (han pasado ya 22 años y siguen vivas como si jamás hubiesen envejecido), amigas incondicionales, una abuela que siempre me cocina mis platillos favoritos con ese delicioso sazón de antaño... Soy afortunada, pero me duele.
Es que no sé cómo explicarlo. Duele. Dios, duele horrible. Estoy llorando al escribir esto, creo que es la primera vez que lo expreso en algún lado. Pero es que me estoy hartando.
Mi amigo imaginario ha dejado de visitarme y sin su compañía me siento cada vez más sola.
Carajo, me siento como un maldito perro abandonado. Un perro abandonado, bajo la lluvia, empapado, con frío, con hambre, con la esperanza más muerta que la nada...
Dejé de escribir cuando las lágrimas me rodaron por las mejillas como un río de desesperación.
Tapé mi boca con fuerza al sollozar a gritos y cerré mi cuarto esperando que nadie se diera cuenta de mi dolor.
Miré hacia el cielo sobre mi cama, el techo de mi cuarto tenía grandes tragaluces que podían desmontarse y permitían ver el universo por las noches. Y así era esta noche.
La lluvia de estrellas que siempre anhelaba ver, las Leónidas, me saludaron en un guiño antes de desaparecer del cielo.
Las lágrimas siguieron recorriendo su sendero en mi rostro hasta caer a mi cabello. La almohada pronto comenzó a quedar empapada de mi llanto.
Por un momento, mi mente hizo una mala jugada y lo vi: su figura majestuosa sentada en la silla colgante, observándome con sus ojos de llamas ardientes, jugando con el filo de una guadaña en sus manos blancas y esqueléticas. De vez en cuando lo veía. Aparecía un segundo y al siguiente ya no estaba, y siempre que lo hacía alguien cercano a mí moría.
Solo que esa vez no se fue...
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