Me posaba la ventana de junio mientras el viento se encontraba con mi rostro en su camino, te escuché llegar a las seis. Me agarraste por el cuello, me besaste la nuca y tambaleándome entre las cosquillas en mi vientre me viré a mirar tu rostro. El brillo de tus ojos negros y tus manos agarrándome las caderas hicieron entender mi destino. La frescura de tus labios y esa piel mulata que altera mis sentidos formaban armoniosamente la silueta de dos amantes. Me agarraste con fuerza y me acostaste en la cama como fiera dominante, me abriste las piernas y me acariciaste los muslos suavemente hasta llegar al gemido. Te recuerdo bajando tus labios sutilmente hasta sumergirte entre mis piernas mientras tus manos frotaban mis pechos, Oh Dios, que rico. Mis manos se aferraban a la cama con fuerza mientras disfrutaba el sentir de tus labios. ¡Sigue! te decía, no te detengas...Oh Dios! Luego me agarraste las caderas, me volteaste, besaste mi espalda lentamente y me acariciaste el cabello. Me alzaste por el vientre y mientras me tenías de rodillas, doblada y dándote la espalda, pasaste tus manos suaves por mi columna para luego entrar tu miembro erecto en mi ser. ¡Que rico! Había fricción y calor, empujabas con fuerzas, te habías metido dentro de mí. Repetías ese patrón extasiante mientras te aferrabas a mi cadera con tus manos firmes hasta que te escuché gemir. Cerré los ojos y disfruté de aquel momento como si no hubiera mañana.

Tuya hasta que el sol se apague.