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Capítulo 50

Epílogo

Buenos Aires – Argentina

20 años después...

Narrador omnisciente

Muchos dirán que, las heridas sanan cuando hayas tenido el valor de perdonar, de olvidar y de avanzar hacia adelante para jamás mirar atrás, pero siempre hay momentos en los que miramos hacia atrás y estamos siendo acorralados por el pasado y sus eventos traumáticos que nos marcaron por toda nuestra vida, haciéndonos sufrir hasta cansarnos.

Lo que unos no saben, es que las heridas pueden arder, por más cicatrizadas que estén, pueden doler. Duelen con agua fría, duelen con el fuego y dolerán para siempre porque esas heridas nadie podrá borrarlas, a pesar de que crees otras nuevas y más profundas. Las heridas son como los recuerdos, siguen vivas, aunque los metas en una caja en lo más profundo de tu mente...

En la ciudad autónoma de Buenos Aires; en una casa en el balcón, donde el sol se colaba entre las rendijas del gran ventanal, se encontraban sentados en sus sillones, la argentina y el chico de piedra con más de ochenta años de edad, tomados de la mano, dando la cara a la cálida mañana que empezaba a aparecer en la capital.

—Madre —una voz femenina resuena en la entrada de la casa dejando entrar a la hija del matrimonio Dumont y Monnier —. ¿Dónde están? Espero que no hayan empezado a ver la película sin mí porque...

La chica de cabello castaño y ojos azul grisáceo se encontró con el cuerpo de sus padres dormidos. Trató de despertarlos, pero al ver que estos no se movían, su desesperación aumentó poco a poco. La piel pálida de la pareja hizo que la mujer se quebrara en llanto, llamando a su hermano mayor.

—¡Bastien! —llama la hija menor del matrimonio Dumont Monnier —. ¡Bastien, ayuda!

—¿Qué sucede, Anne-lise? —inquiere el hermano mayor, preocupado.

—¡No despiertan!

Ambos hacen lo posible por reanimarlos.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco intentos, pero no dan señales de vida. Ni un suspiro, una señal que les den los ancianos para que los jóvenes dejen de intentar algo que ya es en vano.

Luego, una carta.

Una carta escrita a mano con la letra de la argentina Monnier. Una carta de despedida ante la razón de sus muertes. Ella sabía que ese sería el último día en que vería la luz en su camino.

Ya era hora de irse y qué mejor manera de irse que con el amor de su vida, a quien le dio dos hermosos hijos y un amor eterno.

—Ya no están, Anne —concluye el hermano a su hermana menor, mientras sus corazones se partían en dos —. Era su hora de irse...

Y tenía razón.

Su hora había llegado para jamás volver a despertar y estar en paz.

Ya las heridas no queman, ya no duelen como en años pasados, ya no les lastiman por dentro y eso se llama paz.

Buscaron su paz interior sin esperar a nadie, solo lo buscaron juntos, al igual que sus amigos también lo hicieron.

Lo hicieron por ellos.

Lo hicieron por su bien...

Así es como terminan las cartas de la argentina...

Así terminan las Cartas al Vaticano...

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