Vigésima tercera carta
Estimado señor Lindsay,
Sam llamó hace un par de semanas. No he sido capaz de escribir de inmediato porque sufrí una pequeña crisis. Ya todo está bien —es decir, como antes—. Puedo escribir ahora.
La conversación fue así:
—Señorita M., le tengo buenas noticias —sonaba más que emocionada.
—¿En serio?
—Sí. Mi profesor le ha echado un vistazo al ensayo y cree que es un excelente análisis, muy profundo y sensible.
—¡Qué suerte! —exclamé.
—No, no, espere, esa no es la mejor parte.
—¿Ah, no?
—No, escuche: le gustó tanto que piensa que no está a la altura de un simple proyecto semestral. Me ha ofrecido publicarlo profesionalmente, ¿no es fantástico?
—¡Vaya, sí que lo es!
—Me remitió a una revista sobre historia del teatro. Los mejores teóricos publican sus trabajos allí. La —nombre censurado—, ¿sabe? ¿Sabe cuál es?
Desde luego que lo sabía. Cuando yo apenas estaba comenzando, Hugh ya estaba suscrito a aquella prestigiosa publicación. Siempre hablaba de lo maravilloso que sería que alguna vez hablaran de nosotros... bueno, de él. Aquella sí que era una buena noticia.
—El caso es que quería pedirle su permiso para hacerlo —continuó Sam—. Sé que es un medio que alcanzará a mucha más gente de la que planeábamos, así que...
—Hágalo.
—¿De veras?
—Tiene mi bendición.
Después de celebrarlo brevemente, nos despedimos. Después de cortar, me di cuenta de lo que había hecho.
Tengo que dejarlo, señor Lindsay. La enfermera ha entrado con mi comida.
Saludos cordiales, Alazia M.
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