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Vigésima séptima carta

Estimado señor Lindsay,

Había olvidado el infierno que son las clínicas psiquiátricas. Me tienen en una bonita habitación que comparto con otra interna —se llama Dorothy y no hace demasiado ruido—. Nos despiertan a las ocho de la mañana sin falta para ir a desayunar. La comida es insípida, pero mejor que la de los hospitales. Huevos revueltos, una naranja y jugo de frutas.

Luego nos obligan a hacer alguna actividad deportiva. Sin embargo, como somos viejos, dichas actividades se limitan a aeróbicos descafeinados y vergonzosas sesiones de yoga, con una instructora espiritual y petulante.

A la hora del almuerzo, nos humillan con platos que dan la impresión de ya haber sido digeridos. Estofados carentes de personalidad, puré de patatas que se asemeja más a una sopa, trozos de carne tan secos o tan húmedos que desagradan hasta al paladar menos exigente, y fruta de postre. Esta gente vive obsesionada con la fruta.

Es por la tarde cuando viene lo peor. A las tres me fuerzan a hablar con un terapeuta. Un hombre viejo de bigote hitleriano y manos enormes que no para de preguntarme cómo me siento y por qué lo hice y qué estaba sintiendo cuando lo hice y qué me hace sentir que me pregunte por qué lo hice. Ni siquiera un trompo es capaz de dar tantas vueltas. Al terminar la consulta, se cansa y me cambia ligeramente la medicación.

Ya es entonces el horario de esparcimiento. Jugamos al dominó, al ajedrez o a las damas. Me rehúso a ver televisión —el desvergonzado aparecerá en el primer programa de espectáculo a rebatir todo—. Lo que más disfruto es sentarme en el jardín, bajo la parra, y darle de comer a las aves. Patético. Las palomas de la clínica son mucho más esbeltas y blancas que las de la ciudad. Parecen saludables. No sé qué tan lejos estemos de Nueva York, pero Judy no puede venir a verme todos los días porque debe tomarse un autobús.

Después toca la merienda, que se superpone con la hora de visitas. Lo único agradable que puedo destacar de esto es que a veces Judy me trae —en secreto— una de mis golosinas favoritas.

Cenamos guisos poco condimentados y ensaladas que apenas califican como tal, y nos vamos a dormir temprano luego de que nos atragantan con pastillas. Debería parecerme un gran detalle que no nos aten a las camas.

Sueno tan melodramática, ¿no es así? Hay gente que la está pasando mucho peor. Usted, por ejemplo. No hay forma de que esta clínica sea más terrible que la cárcel. Sin embargo —y disculpe el mal gusto de lo que voy a decir—, usted sabía a qué se atenía cuando asaltó esa tienda. Aunque tuviera que hacerlo por necesidad, comprendía que estaba cometiendo un delito y había una posibilidad de que lo atrapasen.

Cuando lo que se busca es morir, uno no piensa en las consecuencias. Está convencido de que lo logrará y que ya no tendrá que preocuparse por nada. Haber fracasado en este fin se siente como una condena. Jamás confiarán en mí lo suficiente para dejarme salir. Permaneceré en esta prisión hasta que mis ahorros se consuman y ya no pueda pagarla. Entonces me dejarán en la calle sin un centavo.

Incluso Judy se olvidará de mí. Por mucho que lo niegue, sé que he comprado su amistad.

Usted es todo lo que tengo ahora.

Lamento haberlo preocupado.

Saludos cordiales, Alazia M.

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