Vigésima carta
Estimado señor Lindsay,
Sam ha vuelto. Me llamó unos pocos días después de que enviase mi última carta, y me pidió perdón por haber permitido que sus sentimientos interfiriesen con la entrevista. Le aseguré que no tenía nada por lo que disculparse y que, en cambio, debería hacerlo yo. Finalmente decidimos repetir la cita y, cuando se presentó en casa esta tarde, estaba tan entusiasmada y despierta como siempre.
—Soy consciente de que la he alterado —aclaró cuando me senté junto a ella, después de colocar la bandeja de bizcochos sobre la mesa ratona—, así que de ahora en más voy a tratar de limitarme a su vida profesional, ¿de acuerdo?
—No es lo que querías —me vi obligada a comentar.
—Lo sé, pero prefiero que usted se sienta cómoda.
Dicho esto, inició la grabación y nuestra segunda entrevista quedó inaugurada.
Es evidente que le costaba mucho esfuerzo bailar alrededor de los temas más espinosos. A pesar de que hacía todo cuanto podía para respetar mis límites, su curiosidad la traicionaba y causaba que la conversación se fuese por tangentes peligrosas. No obstante, en cuanto alcanzamos un ritmo de pregunta-respuesta un poco más natural, las cosas se tornaron dinámicas y empecé a disfrutar de su compañía.
Pero aquello no podía durar; ambas lo sabíamos. Por mucho que Sam insistiese en anteponer mi bienestar, no era esto lo que quería hacer con su trabajo. Si hubiese deseado llenarlo de datos biográficos y especulaciones vacías, pudo haber consultado a los registros sin problema alguno.
Ella buscaba algo distinto. Quería conocer la historia real y relacionarla con las ficticias; quería profundizar en mi alma, escarbar hasta lo más profundo y volcar todo lo que encontrase sobre el papel. Ese era el objetivo y estaba renunciando a él por mí, que no valía el sacrificio.
No podía sentarme tan a gusto a ver cómo ponía en riesgo todo por lo que se había esmerado tanto. Si no cambiaba el curso de la situación pronto, terminaría redactando un ensayo todavía más alejado de mí de lo que pudiera haber escrito a base de recortes y textos con décadas de antigüedad. De modo que, armada con el escaso valor que a veces exhibo, puse sobre la mesa una información que ni el más desinteresado investigador podría pasar por alto.
Cuando Sam quiso saber qué había sucedido con las obras escritas después de la crisis, puesto que eran escasas y la mayoría no llegaron a estrenarse, tomé aire y dije:
—Pasé aquellos años internada.
Sam retrocedió, aturdida, quizás cuestionándose si debía morder el anzuelo o no.
—¿Puedo preguntar por qué? —respondió con cautela.
Un imprevisto nudo se instaló en mi garganta cuando me dispuse al contestar.
—Somníferos.
La sola mención de la palabra me afectó tanto, que tuve que morderme el interior de la mejilla para no llorar. Si bien la promesa de que mis emociones despertasen de su letargo era maravillosa, no podía quebrarme ahora. Tenía que ser fuerte hasta que ella se fuera.
—¿Tenía usted problemas con los somníferos? —indagó, igual de cuidadosa que antes.
—Barbitúricos, para ser precisa.
Sam se llevó una mano al pecho.
—Por supuesto, el tema del sueño también se refleja en sus obras. En especial en... —murmuró para sí misma, y se detuvo al comprender que debía dar una imagen seria y educada—. Es decir, no tiene que contarme si no quiere, pero... ¿Qué sucedió exactamente? ¿Qué hizo con los barbitúricos?
—No soy suicida, si eso la preocupa —la interrumpí, más seca de lo que me hubiese gustado—. Era... una simple dependencia. La internación no se debió a una sobredosis. Fue... fue en un hospital psiquiátrico.
La pequeña boca de Sam se abrió y se cerró, como si lo que compartía le doliera físicamente.
—No me llevaron a rastras —procedí—, yo misma me interné porque deseaba hacerlo.
—Eso es... muy valiente de su parte.
—No era un manicomio, sino una clínica. Una clínica privada para que la gente reconocida fuese a desintoxicarse. Haber ido a ese lugar... no tiene ningún mérito.
Notando cómo me afectaba el relatarlo, le pregunté si le importaba que fumase y me encendí un cigarrillo. Luego de dar una honda calada y soltar el humo por el costado de mis labios —como solía hacer en los buenos tiempos—, continué hablando.
—No era una adicción como tal. Jamás los necesité realmente para dormir. Al menos no al principio. Los usaba para... Bueno, es irrelevante, pero tenían una función muy específica que en nada se parecía a las adicciones comunes. Siempre dije que podía dejarlo cuando quisiera... hasta que no pude.
—Comprendo —asintió Sam.
—El problema fue que cada vez requería de una dosis mayor para el mismo propósito. Mi cuerpo había desarrollado tolerancia y los efectos eran terribles, hasta el punto de impedirme cumplir con mi trabajo. Estaba cansada constantemente, tanto en lo físico como en lo mental. La ansiedad me consumía. Pero desistir era imposible.
—¿Por qué? —cuestionó la joven, en voz baja.
Medité durante unos segundos. No tenía idea de qué decir a continuación. Le parecerá ridículo sabiendo lo que sabe, señor Lindsay, pero no suelo compartir mi vida sexual con desconocidos.
Así que, alzando el mentón en gesto digno y mirando a la nada mientras el cigarrillo se desintegraba junto a mi boca entreabierta, suspiré:
—Es lo que una buena esposa debe hacer.
—Señorita M.... —murmuró Sam, llena de preocupación.
—No, no se alarme —repliqué, retirando todo asomo de lágrimas de mi rostro con un puño agresivo—. Fue hace tantos años que ya... ya no tiene...
—Pero, señorita M....
—Escuche —la corté, ya vencida por el llanto. Abandoné el cigarrillo en el cenicero que tenía al lado mientras luchaba contra el ardor en mis ojos—. Escúcheme... no fue ningún abuso. Yo... yo quería hacerlo así. Él no... Él no abusó de mí, ¿de acuerdo?
La mirada de Sam estaba ensombrecida por el dolor y la culpa. Se acercó.
—Por supuesto que no —dijo, apoyando una mano en mi espalda—. No era mi intención...
—Sé que no lo era.
—Pero, señorita M. —insistió—, lo que hizo... lo que sea que haya hecho... fue un riesgo muy grande. Pudo haber salido lastimada.
—Y salí lastimada, claro que sí —aclaré con solemnidad—. Pero fue mi decisión. Fue lo que yo...
—¿Podía decir que no?
Me quedé callada un momento y Sam tuvo que repetirme la pregunta.
—D-desde luego que sí —tartamudeé—. Podía detener aquello cuando quisiera. Pero... habría sido todavía más peligroso. No era posible para mí hacerlo de otra forma. Si hubiese renunciado a eso... lo habría perdido.
—Entonces no podía decir que no —concluyó ella.
La contemplé con temor. No quería que pensara mal.
—Hugh nunca estuvo a favor. De hecho, si alguien abusó de alguien, esa fui yo. Pasé meses intentando convencerlo de que era la única alternativa, hasta que finalmente cedió. Solía decir que no le importaba, que no hacía falta, pero yo podía ver a través de toda esa sarta de mentiras.
—¿Y no es posible que estuviera diciendo la verdad? —preguntó Sam.
Solté una pequeña risa sarcástica.
—Lo dudo mucho —dije, poniéndome en pie y caminando hacia la ventana. Sam me siguió.
—¿No es posible que a su exmarido realmente no le importase?
—Eso...
—¿No es posible que solo quisiera estar con usted? —Levantó un poco la voz.
—¿Y por qué sería? Se la pasaba burlándose de mí...
—¿No es posible que de verdad la amara?
—¡Él no me amaba! —estallé en lágrimas furiosas, volviéndome hacia ella—. ¡Si me hubiera amado no habría dejado que pusiera mi salud en riesgo solo para mantener húmeda su...!
Tuve tiempo de frenarme antes de soltar un improperio. Nunca nadie me había oído decir una palabra sucia en alto, y nadie jamás lo hará. Aun así, el daño ya estaba hecho. Había confesado, ante una desconocida, que el matrimonio que tanto había luchado por defender no era más que una farsa, un contrato entre dos personas que se detestaban pero que se habían acostumbrado la una a la otra. Me había vendido.
Sam tenía los ojos abiertos cuan grandes eran. Debo haber sonado como una desquiciada capaz de cualquier cosa. La pobre chica estaba blanca como el papel.
—Nunca me amó —agregué en un sollozo apenas audible, avergonzado—. Solo me arrancó de mi propia vida. Me alejó de todo lo que conocía, me trajo hasta aquí y me moldeó a su imagen y semejanza. Él... él nunca... Soy una estúpida. Por eso no le importaba. Él mismo decía que nadie querría tocarme a menos que tuviese una perversión sexual relacionada con los cuerpos infantiles. Debo haberle resultado tan repugnante...
—Señorita M., ¿desea que detenga la grabación? ¿Desea que me retire? —consultó Sam, preocupada—. Puedo hacerlo. Puedo irme y nunca volver a molestarla...
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logré sosegarme lo suficiente para contestar.
—No, por favor, quédese. Me disculpo por este... exabrupto. No es propio de mí.
—Está bien —asintió ella, al tiempo que volvíamos a los sillones. Al acomodarnos, revisó su libreta—. Entonces, La chica de los huesos de papel... ¿es usted?
—Sí —reconocí, aun batallando contra mis sentimientos.
—¿Y La novia dormida?
—Así es.
—¿Y...?
—Soy todas ellas. Todas. El fantasma de la duquesa, El cadáver exquisito, La doncella sin memoria, La mujer que sentía demasiado, y ahora... —Tomé aire—. Y ahora «la mujer que no siente nada en lo absoluto.»
—Esto es fascinante —resopló Sam, azorada—. Es decir, no lo que le sucedió, sino... Vaya, esto realmente explica tantas cosas. Siento que por fin veo la imagen completa... Señorita M., ¿le importaría si utilizo esta información para mi ensayo? Me permitiría darle al análisis el enfoque que estoy buscando e incluso podría ser un material académico de muchísimo valor.
No sabía qué decir. ¿De verdad estaba dispuesta a divulgar mi vida privada de aquella forma? ¿Era prudente hacerlo? ¿Era lo correcto?
—Claro que sí —acepté posteriormente.
—¡Excelente! —celebró mi invitada—. ¿Será mucha molestia explicarme con más detalle qué fue lo que sucedió?
—¿Puedo hacerlo por escrito? Me resulta más fácil expresarme por escrito.
—Por escrito sería lo ideal; me resultaría más fácil transcribirlo.
Cerrado el caso, la acompañé, una vez más, hacia la puerta.
—Muchas gracias por ser tan honesta y dedicarme su tiempo —me dijo—. Espero no haberla importunado.
—Al contrario —sonreí—. Gracias a usted por interesarse.
La ayudé a bajar la silla de ruedas por los peldaños y, cuando se hubo sentado, me dispuse a regresar al interior. Ya estaba prácticamente adentro cuando Sam llamó mi atención. Al mirarla, me pareció que sus ojos tenían un brillo especial.
—¿Recuerda lo que dije sobre sus obras la última ocasión en que nos vimos?
Asentí.
—Sigo pensando que no son solo sobre miedo y sometimiento, sino que también son sobre libertad. Ese es el desenlace que se repite una y otra vez. Esa es la verdad en la mentira que inspiró a tanta gente. Y, si usted escribió todo eso, es porque en el fondo sabe que es cierto.
»En nuestra reunión pasada mencionó que lo que hacía era autodestructivo porque la obsesionaba representar a personajes sintiendo cosas que jamás podrá sentir, alcanzando cosas que jamás podrá alcanzar. Pero hoy confesó que todos esos personajes son en realidad usted. Si ellos pueden llegar a esa libertad, no hay razón por la que usted no pueda. Solo están en puntos distintos del viaje.
De repente, sucedió algo mágico. El sol agonizante del final del día iluminó a Sam con su intenso resplandor naranja. Pero en ella, lucía dorado. Resaltaba sus facciones, los botones plateados de su camisa y rebotaba en las partes cromadas de su silla de ruedas. Vista así, parecía una aparición, un personaje más de mis obras. Y, al sonreírme, sus aparatos de ortodoncia también resplandecieron.
—No sé cuál será el desenlace de La mujer que no sentía nada en lo absoluto —terminó—, pero estoy segura de que lo resolverá.
Antes de que pudiera darle las gracias de nuevo, se marchó.
Me he puesto a escribir esta carta tan rápido como pude e imagino que habré omitido cientos de detalles. No tiene importancia. Entenderá que mi estado actual no es propicio para ejercicios de memoria.
Debería ya mismo ponerme a redactar la información que Sam necesita. A partir de hoy, usted no es más la única persona que lo sabe, salvo por los médicos que me atendieron, a quienes ni siquiera se los conté yo. Pensar que en unos meses todo el círculo académico de Sam lo sabrá, y tal vez les convenza tanto que decidan compartirlo con el mundo...
Esto no puede ser una buena idea. No seré la única afectada. Y, sin embargo, una parte de mí —quizás la parte que no puede resistirse a un buen drama— anhela ver qué ocurre si esto llega hasta sus últimas consecuencias.
Saludos cordiales, Alazia M.
Pd. Habrá notado que ya no tengo complejos a la hora de mencionarle los títulos de mis obras. Para entender por qué, lo remito a mi último párrafo.
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