Trigésima primera carta
Estimado señor Lindsay,
Agredí a una enfermera. Últimamente he tenido problemas para dormir. Mis sollozos no dejaban que Dorothy descansase, así que me cambiaron a una habitación individual que ni siquiera es bonita —las paredes son blancas y solo hay una cama; nada de cuadros o cortinas de colores—. Como en ocasiones siento pánico y comienzo a gritar por ayuda, una de las enfermeras —la misma que me dejó inconsciente durante el primer ataque— viene por la noche y me da una inyección que me mantiene en silencio hasta las ocho de la mañana.
Puedo decir que no es tan potente como la de la primera vez, porque no solo me deja inconsciente durante pocas horas, sino que, en ocasiones, no llega a eso. Solo me paraliza, de manera que no puedo moverme ni hablar, ni siquiera un sonido.
Y, en el peor de los casos, me hace ver cosas. Hace dos o tres noches —es difícil deducir el paso de los días, porque no tengo ventanas y apenas me dejan salir—, estuve segura de haber visto la sombra de alguien pasando por la minúscula mirilla de la puerta. Y, hará poco más de una semana, escuché una voz grave que tarareaba una vieja canción de jazz. Y la noche anterior a la agresión, durante un breve instante, vi a Hugh parado en la esquina opuesta del dormitorio.
Cuando pestañeé, ya no estaba, pero alcanzó para persuadirme de que no quería una de esas inyecciones nunca más. Así que cuando anocheció y la enfermera vino a dármela, aproveché que nadie la había acompañado para inmovilizarme y le mordí la mano. Fuerte. Incluso sentí el sabor metálico de su sangre llenarme la boca.
Ella soltó un alarido de dolor que alertó al resto del personal, y pronto tres hombres más entraron a mi cuarto y la asistieron.
—¡Me ha mordido! —acusó ella, con su insoportable voz aguda.
Quise acercarme a la enfermera, para disculparme y explicar la situación, pero uno de los gorilas me empujó hacia atrás y me hizo caer sobre la cama. Cuando me senté, dos de sus secuaces ya se la habían llevado, mientras ella repetía «maldita anciana, loca de mierda.»
La puerta se cerró de golpe. Miré hacia arriba y los ojos despreciativos del que se había quedado se cruzaron con los míos. Se trataba del mismo médico encargado de vigilarnos en la ducha. Antes de que pudiese poner una excusa, demostrarle que era un ser humano racional que no tenía por qué estar allí, me cruzó la cara de un cachetazo que casi me desprende la mandíbula.
—La próxima vez no seré tan compasivo —me amenazó en lo que yo me estabilizaba, y en su expresión yacía el reflejo de algo inquietante, que me hizo pensar que no le importaba el estado de mis pechos en lo absoluto.
Luego de que me dejara sola, no hubo inyección que me impidiera llorar durante toda la noche.
Saludos cordiales, Alazia M.
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