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Trigésima octava carta

Estimado señor Lindsay,

Estar encerrada es insoportable, incluso en el Daylight Palace. Aunque claro, ¿qué puedo enseñarle a usted de estar privado de libertad? Cada vez suelto comentarios más insolentes. Espero que mi empatía se restaure en cuanto vea la luz del sol.

Puedo decir que los empleados se preguntan por qué nunca salgo. Deben pensar que soy una turista y les parecerá rarísimo que me pase los días en mi habitación. Al menos cuento con un buen servicio y televisión por cable —a pesar de que elijo evitar esta última, pues no quisiera toparme con cierta persona llamándome mentirosa frente a miles de espectadores—.

Si bien Judy insiste en que debería desistir, continúa ayudándome en todo lo que puede. Cuida de mis plantas, del gato sin nombre que solía visitarme, de los trámites bancarios. No difiere mucho de sus antiguas ocupaciones, aunque lo que la preocupa es mi estado de salud. Cree que estoy siendo irracional.

—El señor M. no ha venido en toda la semana —me dijo la semana pasada, en la recepción, mientras me hacía entrega del correo del día—. Ni siquiera le ha escrito. Ya revisé, son solo cupones.

—Está esperando que baje la guardia —respondí, los ojos fijos en los enormes ventanales, como esperando que alguien irrumpiese en mis dominios.

—Eso es absurdo. Por lo que se sabe, bien podría haber dejado la ciudad...

De inmediato me puse alerta.

—¿Por lo que se sabe?

—Tengo amistades en la prensa, señorita M. Un viejo compañero de clase que ahora trabaja para un periódico cultural, mencionó que había rumores de que... Bueno, de que el señor M. y su esposa harían un viaje pronto.

Ignoré el sutil dolor de pecho que me produjo escuchar «el señor M. y su esposa» sabiendo que no se refería a mí.

—¿Un viaje? —cuestioné con suspicacia—. ¿Y a dónde?

Judy bajó la vista.

—A Luisiana.

—¡Luisiana, por supuesto! Cree que me fui corriendo a Nueva Orleans.

—Señorita M., eso no tiene nada que ver —intentó decir Judy—. Luisiana es muy grande. Y podría... podría ser por Mardi Gras, ¿no?

—Mardi Gras ya pasó —repliqué, convencida—. Está claro que va tras mi pista. Él siempre prestándome tanta atención... Debería ya saber que Nueva Orleans no tiene ningún espacio en mi vida desde hace años.

Harta de mis conclusiones, Judy se puso en pie, se sacudió polvo de los pantalones y soltó un frustrado «¡hm!»

—Señorita M., comienza a colmar mi paciencia —me advirtió—. No deseo ser irrespetuosa, pero la considero mi amiga antes que nada y no puedo seguir lidiando con sus teorías de conspiración.

Caminó hacia la puerta principal y yo la seguí, temerosa de que montásemos un numerito.

—¿Sabe que su exmarido no es el único que ha llamado? —dijo—. La han llamado decenas de personas. Viejos escritores y directores de Broadway que se enteraron de su condición delicada y querían ofrecerle apoyo, actores a quienes usted descubrió, bailarinas con las que hizo amistad hace décadas. Un tal Vincent F.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Vincent? —inquirí—. ¿Vincent llamó?

—Entre muchos otros. Y a todos he tenido que rechazarlos, porque usted parecía al borde del desmayo cada vez que mencionaba llamadas telefónicas. Hasta la señorita Sam intentó ponerse en contacto con usted.

—¿Sam... Sam también?

—Aseguró que tenía grandes noticias, pero conociendo cómo se tomó usted las últimas grandes noticias, me vi obligada a pedirle que cese en sus esfuerzos por hablarle.

Debo haber parecido desolada, porque Judy se disculpó enseguida.

—Lo siento, asumí que sería lo mejor para...

—No me pidas perdón —le sonreí tristemente—. Estabas tratando de protegerme.

Judy suspiró.

—Solo quiero que lo entienda, señorita M. Ninguna de estas personas va a permitir que su exmarido le haga daño, incluso si tuviera intención de hacerlo. La señorita Sam sonó tan desolada cuando le dije que no podría atenderla. Y el señor F.... Debió oír su voz. —Judy sacudió la cabeza, como si sus propias emociones se estuviesen mezclando con las mías—. Solo le pido que recapacite. No tire por la borda a toda esta gente que... que la respeta y que la admira y que la quiere. No renuncie a ellos ni a la vida por miedo a alguien que ya ni siquiera... ya ni siquiera está interesado.

Lo sopesé un instante.

—Señorita M., su exmarido se olvidó de usted hace mucho tiempo —prosiguió ella—. Estas... «acusaciones», por terribles que sean, no representan más que un minúsculo obstáculo en su vida. Muchos hombres han hecho cosas más graves que él y salido ilesos, con sus carreras intactas. He leído los pocos reportajes que se han escrito sobre esto y... hay gente que les da la razón. A ambos. Piensan que usted hizo lo correcto al inducirse el sueño para cumplir con sus... deberes conyugales. Piensan que era su obligación.

—¿Y tú que crees? —dije yo—. ¿Crees que fue lo correcto?

—No importa lo que yo crea. Importa lo que usted se está haciendo a sí misma. Está segura de que ha cambiado, que ya no es la chiquilla asustada que ponía en peligro su salud para complacer a su esposo, pero se está comportando exactamente igual.

»Pues ya no me temblará la voz al decírselo, señorita M. Él no quiere encerrarla o volverla loca o asesinarla. Ya ni siquiera desea hablarle. Y usted sigue sacrificándose por mantenerlo satisfecho.

Contemplé a Judy durante unos segundos. Su semblante serio, su cuerpo regordete inmóvil, su mirada sobre la mía. Estaba irreconocible y, sin embargo, sentía que nunca la había visto de verdad hasta ese momento.

—No me quedaré a ver cómo la sigue lastimando —sentenció, antes de dar media vuelta y retirarse.

En efecto, no se quedó. Y no ha vuelto desde entonces. La carta que espero esté leyendo ahora, señor Lindsay, fue enviada directamente al correo de Judy. Ojalá su enojo no le impida hacérsela llegar. Ojalá no nos impida seguir hablando.

Saludos cordiales, Alazia M.

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