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Tercera carta

Estimado señor Lindsay,

Es la tercera carta que le escribo y me sorprende que haya llegado tan lejos. Creí que algo nos detendría antes de esta instancia, ya fuese su hartazgo al saberse el centro de la vida de una anciana sin rostro o mi propia inhabilidad para seguir escribiendo.

Últimamente siento que no consigo hacer nada bien. Salí de la casa por primera vez en varias semanas y el sol me lastimaba los ojos. Tuve que improvisar una visera con mi mano derecha con el fin de ver por dónde iba, y de todas formas fue una tarea monumental. Si no me hubiese aferrado con todas mis fuerzas al pasamano de hierro del pórtico, me hubiese estampado contra el pavimento nada más bajar un escalón.

Estos son, por supuesto, gajes de la vejez. Inevitables como cumplir años, nunca mejor dicho. No son pocas las ocasiones en las que me pregunto si vale la pena llegar a viejo, aunque la frecuencia disminuye a pasos agigantados. Me es imposible diagnosticar la desaparición de estos pensamientos como una buena señal, porque la realidad es que ha dejado de importarme como cualquier cosa buena. Ya no se trata de cumplir un objetivo, de llegar hasta cierta edad; me limito a flotar a la deriva, sin prestar atención a las rocas contra las que impacte mi balsa.

Judy me comenta que ha expresado gran interés en mi profesión. Dice que no se decidió a contárselo ella misma, pues no sabía si era prudente revelar mi información personal. Le he dado permiso, pero ya que no confío en su falta de cautela, se lo aclararé yo misma en esta carta.

Como habrá podido intuir en base a lo que ya he redactado, soy —o solía ser— dramaturga. Si bien no he escrito una obra en años, llegué a ser bastante reconocida en mi época. Tan reconocida como una mujer que no se dedicase a la actuación, a la música o a la danza podía ser. Aunque muchos se mostraron reticentes al dejar que una muchacha tomase las riendas del proceso creativo, el público que mis espectáculos movía no daba cabida a discusión: lo que hacía gustaba.

Entenderá que no estoy en posición de dar detalles sobre ninguno de mis proyectos. Dudo que alguien como usted —que no está interesado en el teatro— reconozca siquiera el título de alguno de ellos; no obstante, prefiero ser reservada. Le garantizo que no es nada personal. Lo único que me detiene es la cantidad tremenda de nombres famosos que quisiera mantener fuera de esto. Mi exmarido —a quien supongo que re-bautizaré con su inicial original, cambiando todo lo demás—, por ejemplo.

¿Le he hablado ya de mi exmarido? Espero no haberlo hecho. Le suplico que controle cuántas veces lo menciono. ¿Es cierto lo que muestran las películas y programas de televisión? ¿Los prisioneros realmente cuentan los días que llevan encerrados con una serie de líneas en las paredes de sus celdas? Si es el caso, por favor lleve un recuento de las veces en que lo referencie. Es por motivos científicos, de salud mental.

Hugh —llamémosle Hugh, el cual considero un nombre mucho más apropiado para él, pues uno de sus significados es «mente» (aunque también puede interpretarse como «corazón», lo cual es el opuesto absoluto de lo que estaba intentando representar)— se presentó en Nueva Orleans como una aparición, ni bien acabó la Gran Guerra. De alguna forma se las había ingeniado para que no lo enviasen en servicio, cuestión que se atribuye popularmente a su sobrepeso. No me gusta esa teoría. Prefiero pensar que se valió de una elaborada artimaña para salvar el pellejo, ya que se corresponde más con la imagen que yo tengo de él.

Era un hombre culto que no me sacaría más de un año, aunque nunca lo supe a ciencia cierta. Tampoco me sacaba más de diez centímetros, y eso sí lo supe a ciencia cierta. Hablaba con un tono tranquilo y de alguna manera reprendedor que les gustaba a los adultos. No a los adultos como yo, que era una debutante, sino a los adultos de verdad, ya coronados, esos que ahora me parecen jóvenes.

Siempre daba la impresión de saber mucho de lo que decía y no le hacía falta levantar la voz para imponer respeto. Sus movimientos eran lentos, mas no calculados. Cada gesto, cada paso, cada alteración, no eran producto de un análisis matemático de las normas sociales, sino un síntoma de la extrema pereza de vivir que lo asediaba.

Que lo asediaba sin atormentarlo; pienso que esa distinción es importante. Porque Hugh no se avergonzaba de lo que era, mucho menos se disculpaba por serlo. Al contrario, lo disfrutaba. Se enorgullecía, pues, al fin y al cabo, se sabía encantador, se sabía ocurrente, se sabía incuestionable. Podía decir lo que quisiera y el mundo lo aplaudiría solo por las palabras que había usado, por cómo había impostado la voz, por lo relajado que pareció al decirlo, cuando otro hubiese perdido la cabeza en rodeos y justificaciones vacías.

Se quedó en casa un tiempo; ignoro el por qué. Como ya he mencionado antes, los recuerdos de esa época son difusos. Se manifiestan como imágenes inconexas: la sensación de cierta tela bajo los dedos, el chillido particular de un clarinete, el sabor de un plato que nunca aprendí a preparar, el perfume de los azahares. Solía pasearse por nuestros balcones floreados; solía sentarse a comer a nuestra mesa, advirtiéndonos que no lo dejáramos repetir; solía evitarme incluso entonces, cuando la enfermedad no era ni la sombra de lo que algún día llegaría a ser.

Cuando regresó a Nueva York tras una larga temporada, yo también me fui. No me sorprendería que, estirando la memoria, recordase que lo seguí durante todo el camino sin que él se diera cuenta, como un perro callejero al que uno alimenta sin intención de adoptar una mascota. Y para cuando me notó, era demasiado tarde; tendría que ocuparse de mí.

Al comienzo me quedé tan quieta como pude, reteniendo el aliento. Me paraba cerca de la puerta y esperaba que colocase el sombrero de paja en mi cabeza al entrar. Me sentaba a sus pies mientras leía el periódico en el balcón durante tardes de verano, aceptando los arañazos de Kai, su malhumorada gata, sin la más mínima protesta. Solo me aventuraba a hacer algo tan nimio como acariciarle el cabello mientras estaba profundamente dormido. Hasta que un día mi presencia se tornó ineludible.

Si bien fue suficiente para unirnos en matrimonio, perdimos a ese bebé. Creo que nos opusimos a que existiese con tanta fuerza, que él mismo entendió el mensaje y nos abandonó. Se fue sin hacer ruido, en un sangrado inusualmente espeso seguido de unos pocos dolores que pudieron haber pasado por normales —espero no haber sido demasiado gráfica—. Ninguno lloró o lo echó de menos. Hasta el día de hoy me siento aliviada, incluso agradecida. Cuando situaciones como estas separan a las parejas más devotas, a nosotros nos había condenado a ser devotos para siempre, al menos por unos años.

Le hablo de esto, señor Lindsay, para que dimensione la seriedad de las confesiones que hago. Verá, Hugh, además de un caballero entendido e indiferente, era también un director de teatro consagrado, mucho más grande de lo que se imagina. Y la única razón por la que revelo tantas intimidades, es porque Hugh jamás hizo pública su vida privada, y tengo plena certeza de que le será imposible identificarlo.

Para mí no es sencillo abrirme con alguien. A pesar de que mis días de fama pertenecen a la historia, algo en mi interior quiere reservarse el futuro. Un futuro del que ya no estoy segura, pero que siempre podría dar la vuelta a la esquina y encontrarme. Un futuro que, incluso en mi estado de apatía actual, todavía tengo deseos de perseguir.

Y, ¿sabe algo, señor Lindsay? Aunque no lo conozco, tengo el presentimiento de que aún le queda futuro por delante.

Saludos cordiales, Alazia M.

Pd. No olvide la cuenta que le pedí tomar.

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