Segunda carta
Estimado señor Lindsay,
No se imagina mi alegría cuando Judy me hizo saber que deseaba seguir recibiendo mis cartas. Bueno, no alegría como tal, sino más bien alivio, pero cuento con que sabrá entender. Parece bastante espabilado, lo cual explica que no consiguieran atraparlo durante tanto tiempo —sepa disculparme si estoy siendo impertinente—. Es agradable saber que una persona así está leyéndome y no tendré que escatimar en vocabulario y referencias culturales.
Lamento informarle que mi situación no ha mejorado en lo absoluto. Al contrario, parece empeorar a medida que los días transcurren. Ha pasado una semana desde mi carta anterior y es probable que pase una semana más antes de que reciba esta. Los horarios de visita y correo de la prisión me parecen sumamente injustos, más aun considerando la escasa gravedad de su delito.
Desde que escribí por última vez, he notado que soy cada día menos capaz de sonreír. No es solo que no sienta un impulso de hacerlo, sino que ni siquiera puedo ponerme de pie frente al espejo y forzarme a esbozar esa olvidada mueca. Es como si los músculos de mi rostro hubiesen perdido la memoria y ni siquiera las tiras cómicas del diario con las que tan acostumbrados estaban a reírse pudieran devolvérsela.
Me pregunto si se sonríe mucho en la cárcel. Intuyo que no. Aquí, fuera de los muros, la sonrisa es el gesto más barato que existe. Más barato incluso que el apretón de manos, a pesar de que la gente tiende a intercambiarlos por mera formalidad. Aunque supongo que en el sur debe ser peor. No recuerdo mucho de mis días en Nueva Orleans, pero aquí, en Nueva York —especialmente en Manhattan— hay cierto esnobismo que aumenta el precio de las muestras de aprobación, incluso si no son más que un sutil levantamiento en las comisuras de los labios.
Luisiana era otra historia, sobre todo Nueva Orleans y sobre todo en los primeros años de entreguerras. Si jamás ha estado allí —por aquel entonces sería usted aún un niño, el consentido de su madre y el orgullo de su padre, un jovencito serio de modales refinados y mirada inquisitiva, con la promesa de un brillante porvenir en su camino—, déjeme decirle que era justo como la pintaban. La ciudad del jazz, del calor húmedo y abrasador, del Mardi Gras y de aquella ligera magia que parecía flotar en el ambiente.
Me dolió separarme de ella, aunque lo superé sin mayor problema. Ojalá todas las separaciones fuesen así de sencillas, incluso cuando son dolorosas.
Volviendo al tema de las sonrisas y el sur, creo que allí son muchísimo más fáciles y difíciles al mismo tiempo. Permítame explicarme mejor: al menos en mi época, las personas se la pasaban regalando sonrisas por la calle. Si un joven veía pasar a una muchacha bonita, le sonreía. Si alguien veía a una mujer encinta o con un niño pequeño, se sentía feliz por la consolidación de su familia y le sonreía. Si un florista o panadero le ofrecía a uno sus productos pero la falta de cambio obligaba a rechazar la oferta, incluso en ese caso, se sonreía a modo de disculpas.
Aquella expresión no venía desde el compromiso, la conciencia o el estatus. Nadie sonreía porque se sintiera obligado a hacerlo —como sí ocurre en Nueva York—, sino que la sonrisa se gestaba en un profundo sentimiento de comunidad, de amor por el prójimo, y salía sin esfuerzo, con buena fe y como parte del hechizo que la ciudad ejercía sobre sus habitantes.
Aquí es lo opuesto. La gente se la pasa con prisas, gritándoles a los demás para que muevan el coche, para que les sirvan el café más caliente, para que no los hagan desperdiciar su tiempo libre. Y, sin embargo, esperan gentileza. Una gentileza que ellos no le conceden a nadie, pero que se indignan al no recibir, como si los empleados a los que maltratan les debiesen gratitud.
Por favor, no se tome a mal mis quejas. Llevo décadas viviendo aquí y jamás me he sentido más en casa. Estas son tan solo inofensivas reflexiones que no pretenden despotricar sobre la pérdida de valores americanos o la implacable indiferencia del norte. Si hay un dios en el cielo, sabe que soy tan yanqui como cualquier neoyorquino de nacimiento, aunque haya pasado los años más tempranos de mi vida en el sur.
En el fondo, siempre supe que no era mi hogar. Ciertamente sus ciénagas encantadas y calles coloridas no escatimaban a la hora de procurarme inspiración; sin embargo, era en Nueva York donde la vida real estaba sucediendo. Allí funcionaba el mercado de valores, allí se instalaban los nuevos ricos y allí Broadway abría sus puertas a quienes se atrevieran a llamar. No habría podido establecerme en ningún otro sitio.
Estoy desvariando de nuevo, ¿no es así? Soy consciente de que le dije que no me interesaban sus respuestas, pero por favor hágame saber a través de Judy que mi forma de expresarme no le representa una molestia. Si es así, me esforzaré por ser un poco más concisa o daré este extraño experimento por terminado.
Ha llegado el momento de despedirme. Son ya las dos de la tarde y aún no me he dignado a almorzar. Prepararé espaguetis al pesto; eso debería despertar a mis músculos, y tal vez incluso me haga sonreír genuinamente.
Saludos cordiales, Alazia M.
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