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Quinta carta

Estimado señor Lindsay,

¿Le gustan los libros? A mí me fascinan. Tengo una enorme colección de las obras más famosas de cientos de autores. Keats, Austen, Fitzgerald, todos ellos. Debo decir que mi favorito es Fitzgerald. Cuando leo sus libros, siento que son acerca de mí. En especial los llamados «cuentos de chicas», esos que parecía producir en masa y que interesaban tanto a las colegialas sin criterio.

Bernice se corta el pelo, ¡qué gran historia! La habré leído un centenar de veces y aun así no me canso. Por si no lo sabe —puede saltarse esta explicación en caso contrario—, cuenta la historia de una joven adinerada de Wisconsin, que va a pasar el mes de agosto con su prima Marjorie.

Marjorie siente que Bernice está perjudicando su vida social, debido a resultarles tremendamente aburrida a los muchachos, y luego de escuchar una conversación en donde la insulta abiertamente, Bernice toma la decisión de hacer un cambio.

Así, con una personalidad renovada y trucos que su prima le enseña para parecer más deseable, se convierte en un gran éxito, siendo solicitada por múltiples jóvenes para bailar una pieza. Su estrategia más popular es jugar con la idea de cortarse el cabello algún día, e invitar a todos a ver la metamorfosis. Sin embargo, el plan nunca se concreta.

Con una recién descubierta envidia, Marjorie decide no tolerarlo más y forzar a Bernice a llevar su juego hasta las últimas consecuencias. Cuando Bernice por fin se corta el cabello, descubre que este no la favorece y, por el contrario, se ve extraño y hace que los chicos pierdan el interés. En adición a esto, su tía Josephine condena el cambio de imagen, diciendo que causará un escándalo en su próxima fiesta.

Al final, Bernice decide marcharse de la ciudad, no sin antes cortarle las trenzas a Marjorie mientras duerme y arrojarlas en el pórtico de su pretendiente favorito. No obstante, esta jamás fue la parte que más me atrapó.

El acto de cortarse el cabello es poderoso. Siempre lo ha sido, desde las civilizaciones antiguas como Egipto y Grecia, donde este simbolizaba el paso de la infancia a la adultez. Quizás mi deseo adolescente de cortarme el cabello tenía más que ver con esta acepción que con el cuento de Fitzgerald —que, para el caso, estaba aún a unos meses de ser concebido—.

El resultado no se pareció en nada al de Bernice —por algo no he dejado crecer mi cabello incluso hasta el día de hoy, y siempre lo mutilo antes de que caiga sobre mis hombros—, pero no puedo decir que no me sintiera identificada con ella.

Yo también había sido la chica aburrida con la que nadie soportaba bailar. Yo también me había cruzado con muchas Marjories a las que me hubiese gustado cortarles las trenzas. Y las mías no se limitaban a enfurecer por cómo mi falta de carisma ensombrecía mi potencial atractivo físico. Eso habría sido hasta tolerable.

Siempre fui débil. Demasiado débil. En la actualidad incluso, hay gente que parece tener miedo de romperme —aunque ese es un comportamiento que se suele tener con todos los ancianos—. Pero llegó una época en la que todos aquellos rasgos que yo consideraba mi cruz, se convertirían en mis mejores aliados.

A los años veinte les fascinaba la fragilidad y la valentía de las mujeres. Las caras redondas, como de niñas; los brazos delgados; la silueta que casi parecía la de un chaval entrando en la pubertad. Y yo contaba con cada una de las condiciones.

Tuve que aprender a fumar, por supuesto, pero ¿qué más daba? Si con un par de tosecitas delicadas y un poco de humo brotando del costado de la boca podía tener el mundo a mis pies. Si con un movimiento de piernas calculado podía convertirme en el alma de la fiesta. Si un sutil respingo y un comentario ingenioso me hacían merecedora de toda la aprobación que jamás había buscado.

Solo algo me faltaba. Algo que, frívolo como parecía, era vital. Sin ese detalle, el resto de mis atributos eran un desperdicio. El collar de perlas, la falda corta, el maquillaje dramático; nada servía. Nada serviría jamás si no venía acompañado de la melena apropiada.

Quería hacerlo genuinamente. Mi cabello largo era incómodo y difícil de controlar, rizándose donde no debía y aplastándose donde tampoco debía, puntas abiertas, nudos indescifrables, misterios sin resolver. Dolía desenredarlo y necesitaba una infinidad de artilugios para mantenerlo lejos de mi rostro. A Hugh le encantaba burlarse —siempre respondía con un llano «sí» cuando le preguntaba si se veía mal, tras unos segundos de fingir pensarlo con aquella estúpida sonrisa—. Yo le juraba que algún día me iba a deshacer de toda esa maraña.

Así que de alguna manera me parecía a Bernice. Por mucho que me disfrazase de moderna, por muchos chistes y juegos de cartas que aprendiese, por muchos bailes que pudiese dominar, había un demonio sobre mi cabeza que les susurraba la verdad a todos los que se acercaran lo suficiente. Mantenía la atención de los muchachos —de mi muchacho— a base de promesas vacías sobre cosas que, si bien tenía deseos de hacer, sabía imposibles.

Hasta que una buena mañana lo hice posible. Tomé el dinero que había sacado de quién sabe dónde y salí a la caza de un buen salón de belleza. No le pedí a nadie que fuese conmigo, pues temía que trataran de disuadirme, o que el miedo me venciera si había alguien allí para alentarme a seguir mis corazonadas. Esta era la única corazonada que importaba y, si daba marcha atrás, me atormentaría para siempre.

Fue surrealista. Mis ojos permanecieron alejados del espejo en todo momento, clavados en el suelo que se cubría lentamente de los restos de mi antigua vida. Con cada rizo que veía caer, sentía que un peso colosal se levantaba de mi espalda.

¡Y qué grata fue la sorpresa, señor Lindsay! Salí del salón de belleza convertida en una estrella del cine mudo, o de Broadway, o de la alta sociedad. Movía la cabeza de lado a lado, maravillándome de mi nuevo aspecto, de su volumen, de su asimetría, de su agilidad. Los mechones estaban separados los unos de los otros, flotaban en la brisa y rebotaban con cada paso. Al despojarse de las puntas abiertas y el pelo dañado, el rubio natural había recuperado su verdadero color. Aquel tono dorado que tan bien enmarcaba la copa de champaña cuando me la llevaba a la boca, que refulgía con tanta fuerza bajo la luz del sol, que adquiría una sombra rojiza tan encantadora en los días de verano, arena y agua salada.

Me había sucedido lo opuesto a Bernice, y conocía el motivo. Bernice lo había hecho como parte de una treta para simular ser alguien que no era; yo lo había hecho para transformarme en mi verdadero ser. Por fin podía ser yo misma, mostrarle al mundo la chica de encaje y lentejuelas que vivía bajo aquella fachada pasada de moda.

Había sido una flapper incluso antes de que las flappers existieran. Todavía lo soy, aunque haya engordado, aunque mis arrugas y mi artrosis ya no permitan que nadie me saque a bailar, aunque ni siquiera tenga ánimos para levantarme de esta silla más que para abrirle la puerta a Judy y dejar que le lleve mis cartas.

Es algo con lo que se nace, aún fuera de época. Es un don atemporal, de cualidades misteriosas y alcance infinito. Y, en su tiempo, fue una libertad de la que no creo que vuelva a gozar nunca.

Espero que las fábulas de una mujer vieja y su cabello no sean excesivamente aburridas para usted, señor Lindsay. Ya lo he dicho hasta el cansancio, pero mi deseo no es aburrirlo. Sencillamente desperté esta mañana y me apeteció volver a leer Bernice se corta el pelo, y quería compartir eso con usted.

Saludos cordiales, Alazia M.

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