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Octava carta

Estimado señor Lindsay,

Me siento despreciable al contarle que salí de casa. Una de las razones por las que supuse que esta amistad unilateral nos beneficiaría, era que ambos estábamos encerrados. Pero hoy no he logrado contenerme, no he podido aguantar más y, en un intento de despertar mis anestesiadas emociones, tomé un taxi directo al Daylight Palace.

Notará que no modifiqué el nombre de dicho establecimiento. Esto de ninguna manera se debe a un descuido, sino que debería atribuirse, más que nada, a lo sacrílego que parece disfrazar a un lugar así. El Daylight Palace formó parte de mi vida como ningún hotel debería tener derecho a hacerlo y siento que al censurarlo, estaría censurándome a mí misma.

Cuando me detuve ante él, aguardé pacientemente a que el sentimiento que me embargó la primera vez que lo vi reapareciera. Era, por aquel entonces, una recién llegada. Niña del sur con los ojos abiertos de par en par y las manos aferradas al brazo de su custodio. El Daylight Palace se convirtió en la representación máxima de toda la Nueva York que había construido en mi imaginación, a través de historias, libros y películas.

Ha cambiado un poco desde entonces. La mítica puerta giratoria de la entrada ha sido reemplazada por una automática; la cerámica que trepaba hasta el mostrador como la vegetación trepa a una casa antigua ha perdido parte de su dominio, y ahora se limita únicamente al suelo que rodea un extenso escritorio de caoba; los elegantes sillones de cuero han cambiado de lugar.

Pero el sol de neón sigue allí, en la cima, alzándose sobre la ciudad como el mismísimo astro rey, aunque solo brillando por la noche. Incluso si hay tempestad, si las nubes se tragan a la luna y las estrellas, si la niebla no deja ver más allá de la propia nariz; el sol del Daylight Palace continuará resplandeciendo, como un faro que les indica a los desamparados por dónde ir, que los recibe con la promesa de una vida fácil y alegre. Una vida de champaña que se derrama sobre tapados de plumas, de damas que sonríen con las comisuras de los ojos y caballeros que apoyan una mano sobre tu hombro y, en tono tranquilo y confianzudo, anuncian «yo puedo arreglarlo».

No tuve las agallas para entrar. Me habría dado vergüenza presentarme en su magnífica recepción sin nada que decir. Ya nada quedaría de los años en que dormí en sus lechos de seda. Todos los empleados con los que me llevaba bien se habrían ido y los nuevos a lo mejor ni siquiera reconocerían mi nombre.

Pensar que durante un tiempo tuve la suerte de llamarlo hogar. Hugh se quejaba porque no podíamos recibir visitas ni dar fiestas ni llegar a la hora que nos viniera en gana; yo estaba en el cielo. Las sábanas siempre estaban tibias en invierno y, cuando el calor abrasador del verano empezaba a insinuarse, podía estar segura de que cada noche mi mejilla se encontraría con una almohada suave y fresca.

El olor de las canastas de naranjas me recordaba a la casa paterna, pero solo lo suficiente para que la nostalgia no se asomara a nuestra habitación. Nos quedábamos en el piso más alto, de modo que, en las madrugadas serenas en que la lluvia no caía y el viento no soplaba, podía salir al balcón y escuchar al sol zumbar sobre mi cabeza, como si quisiera arrullarme hasta que lograse conciliar el sueño.

Los sueños en Daylight Palace eran siempre tranquilos. No me hubiera sorprendido enterarme de que, mientras dormíamos, una procesión de silenciosos empleados entraban, levantaban nuestra cama y la colocaban sobre un río calmo que, con sus tímidas ondas, nos llevaba flotando hacia algo a lo que no se tenía acceso en el mundo material.

Soñaba con vacaciones en Coney Island. Las olas besándome los pies descalzos, el rostro embadurnado de algodón de azúcar, la brisa inflándome la falda. Paseos interminables en la noria, en yate, en hidroplano. Admiradores acumulándose a mi alrededor para charlar conmigo, para felicitarme por mi talento, para declararme su amor. Y Hugh orgulloso de todo cuanto había conseguido.

En ocasiones especiales, el Daylight Palace se vestía de fiesta y el jazz sonaba en cada rincón. Grupos de gente de todas las esferas se deseaban una feliz Navidad o un próspero Año Nuevo o un estreno exitoso. Mi exmarido y yo nos movíamos entre ellos, tomados del brazo, con nuestra mejor ropa y los zapatos más brillantes. Después de unas copas, era capaz de acercarse a la orquesta y pedir reemplazar al banjo durante una o dos piezas, y lo hacía de una manera excepcional.

Con los años dejó de practicar. Una vez abandonamos ese palacio encantado, ambos perdimos el interés en muchas cosas. Ni siquiera recuerdo por qué nos mudamos allí en primer lugar, siendo que, incluso luego de que nuestro apartamento se incendiara, podríamos haber costeado una verdadera residencia.

Pienso que Hugh solo accedió a aquello para hacerme feliz. O para recibir algo a cambio, si sabe a lo que me refiero.

El caso es que esta tarde, cuando volví al Daylight Palace, ya estaba anocheciendo y el sol aún no se había encendido. Es la primera vez que no lo hace en años. Quizás tomaron la sabia decisión de mantenerlo apagado por esta noche, ya que se avecina una tormenta. Eso me recuerda que debería entrar la ropa que se está secando en el patio.

Debo despedirme, señor Lindsay. Ya debe estar harto de cuánto he hablado de este lugar. Solo desearía que usted lo hubiera visto en su día, que su inmortal estrella hubiese estado ahí para guiarlo la noche del robo. Me temo que no podemos alterar el pasado y tampoco podemos regresar a él. Es ingenuo hasta creernos capaces de mantenernos iguales para siempre. Ni el Daylight Palace puede hacerlo.

Lo hermoso, lo poético, lo reconfortante, hasta lo infinito... todo se apaga tarde o temprano.

Saludos cordiales, Alazia M.

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