Novena carta
Estimado señor Lindsay,
Nunca lo he juzgado por lo que hizo, pero si así fuera, hoy habría perdido todo el derecho a hacerlo. Por tercera vez en mi vida, he robado algo.
Las primeras dos veces no cuentan —era pequeña y no sabía lo que hacía, además de que nadie echó de menos esa canica resplandeciente y esos caramelos de fresa—, pero en esta ocasión he sido una adulta plenamente consciente de mi falta y sus posibles consecuencias, y aun así cometí el delito.
Querrá saber qué robé. Bueno, es complejo de determinar. El vendedor del puesto habría dicho que robé una muñeca —descansa ahora sobre mi escritorio, con el cabello de lana amarilla ya descociéndose y los espantosos ojos negros clavados en mí—, aunque lo que en realidad me interesaba era su ropa.
En el preciso instante en que la vi, su atuendo me transportó a otra época. La misma época en la que robé una canica resplandeciente y tres caramelos de fresa. No tendría más de siete años y Luisiana aún se movía y crecía conmigo. Acostumbraba a llevar vestidos de tonos pastel, llenos de detalles en encaje y mangas abultadas, como los de esta muñeca. Hace tanto tiempo que no siento lo que es parecer estar disfrazada de princesa.
Al ver aquella prenda en el ridículo monigote de trapo, una necesidad obsesiva se apoderó de mí —no confundir con excitación o alegría, pues esas son emociones y, para mi desgracia, aún no han vuelto—. Aprovechándome de mi imagen de anciana indefensa, me aproximé al puesto como quien no quiere la cosa y, en un momento de distracción por parte del vendedor, alargué el brazo y metí el juguete en mi bolso.
No corrí, ni siquiera caminé rápido. En el fondo, quería que me atrapase. Quería que la gente me mirara y se burlara de mí, y que se preguntasen qué podía llevar a una mujer como yo a realizar un acto tan absurdo. Quizás incluso pudieran haberme reconocido.
—¡Miren quién es! —habrían dicho, señalándome, y pronto mi crimen se transformaría en noticia nacional.
A lo mejor la primicia habría llegado a una isla del pacífico, donde se beben cocteles frutales y se habla de cualquier tema que no sea yo. A lo mejor Hugh se hubiera dado cuenta de lo irresponsable que fue al dejarme sola y acudiría a mi rescate, listo para pagar la fianza que fuese necesaria.
No soy más que una vieja senil, ¿cierto? Qué rechazo debe provocar en usted escucharme hablar así. Leerme, mejor dicho. Usted que ha robado objetos más valiosos y ha recibido su castigo. Qué indignación al ver que su única comunicación con el mundo exterior se arriesga por banalidades de tan grueso calibre.
De todas formas, la que acabo de describir no es la respuesta que esperaba. No a nivel consciente, al menos. Cuando me encontré de cara ante ese adorable vestido que me recordaba a mi infancia, pensé que llevármelo sería como recuperarla también. Entre más lo pienso, más me convenzo de que aquellos años fueron la única dosis diaria de bienestar que pude consumir, y estoy desesperada por probarla otra vez.
Pero nada ha sucedido. Nada. Ni siquiera me siento culpable. Ni siquiera me da vergüenza. Mucho menos estoy orgullosa. Seguramente mañana me dé una vuelta por el mercado y le regrese la muñeca a ese pobre comerciante. Es lo menos que puedo hacer, y ya he comprobado que es inútil.
Lo mantendré informado si este incidente no se le antoja incómodo, señor Lindsay. Solo déjeme saber.
Saludos cordiales, Alazia M.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro