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Duodécima carta

Estimado señor Lindsay,

Hoy di un paseo por Central Park. Hacía mucho que no lo visitaba y, al despertar y ver que había estado nevando toda la noche, pensé que sería un agradable paisaje. Ignorando por completo mis problemas de articulaciones y lo rápido que se cansan mis pies —desearía haber dado más crédito a estos pormenores—, caminé el equivalente a doce manzanas, hasta que el agotamiento me venció y tuve que tomar asiento.

Me senté en un banco cerca de la pista de patinaje, que desde luego estaba repleta de familias, parejas y niños. Los observé un rato. Junto a mí estaba una chica preciosa, con uno de esos peinados nuevos y un llamativo abrigo floreado. Me recordó a mí, no por su belleza, sino porque ella lucía también muy frágil y no paraba de tomar notas en su pequeño cuaderno. Al mirar por encima de su hombro, me di cuenta de que estaba escribiendo breves anotaciones de todo lo que veía; los árboles, los animales, la gente, todo.

Sé que no debería espiar a las personas. Está mal y tarde o temprano me atraparán con las manos en la masa. Pero no podía resistirme. Quería saber qué escribiría sobre mí.

Aguardé cuarenta y cinco minutos, leyendo sutilmente todo cuanto apuntaba, apenas virando los ojos y retirándolos cuando daba la impresión de que podría sospechar. Nada sucedió. Incluso llegó a describir con sumo detalle al enorme perro que pasó corriendo ante nosotras, con una botella de plástico en el hocico y la cola peluda dando alegres latigazos. Y, sin embargo, no me creyó digna de estar en sus registros.

Sintiendo una sombra de dolor en mi pecho vacío, busqué captar su atención. Carraspeé, crucé las piernas, arrojé un trozo de pan particularmente grande a las palomas, cambié la pierna sobre la que me apoyaba, fingí leer, fingí estar dormida, fingí llorar. Fingí llorar, señor Lindsay. ¿No es eso patético?

Supongo que algunas cosas nunca cambian. Desde que tengo uso de razón he tenido que luchar por la atención de quienes me rodean. Mis familiares eran lo bastante cálidos y sensibles para hacerme sentir bien conmigo misma, pero ante el resto del mundo, debía redoblar los esfuerzos.

Concluí mis años escolares con envidiable calificaciones, que se fueron desvaneciendo a medida que la pubertad trastocaba mis prioridades. En la secundaria, el rendimiento académico solo tenía valor cuando llegaba el momento de aplicar para la universidad, y era con belleza y simpatía que una se ganaba el respeto de sus compañeras.

Me obsesioné con ser aceptada. Era algo que necesitaba para vivir. Consideré una carrera actoral, pues la fiebre de los aplausos se me había contagiado durante mi participación en el club de teatro, pero desistí cuando se hizo evidente que carecía de talento.

Cuando Hugh visitó nuestra casa, no hacía más que buscar formas de acercarme a él. Solía sentarme en la terraza a escucharlo hablar con sus amigos del vecindario sobre temas que no podrían atraerme menos. Le saludaba efusivamente cada vez que cruzaba la puerta o cuando, desde el balcón de mi dormitorio, le veía saliendo a la calle. Pasábamos horas metidos en el estudio; él dictando cosas y yo escribiéndolas en un papel a toda prisa. Lo seguía hasta el mercado como un perrito faldero y le aconsejaba sobre qué frutas y libros comprar.

Por desgracia, cuando nos mudamos a Nueva York, la tarea se tornó mucho más difícil. Hugh vivía rodeado de mujeres intelectuales y hermosas. Nunca habría intentado nada con ninguna de ellas —ya era mío—, pero no podía evitar sentirme amenazada. ¡Cuántas veces me lamenté de haber renunciado a mis aspiraciones académicas para convertirme en una chica de oro!

Aunque viviésemos juntos y en un espacio reducido, tenía que ser creativa en mi cacería de cariño y aprobación. Solíamos sentarnos en el sofá a leer, juntos y por separado a la vez. Yo intentaba inclinarme sobre su hombro para averiguar de qué se trataba su libro, y él lo cerraba protectoramente, como si me ocultase un secreto.

Me levantaba temprano todos los días para garantizarle un buen desayuno, que engullía a toda velocidad antes de que saliéramos de paseo. Y durante aquellas caminatas, ni siquiera me miraba. Admiraba los vestidos de las muchachas que nos cruzábamos y les perdía el gusto cuando yo adquiría los mismos modelos al día siguiente.

No obstante, lo peor tiene que haber sido las fiestas. Cenas elegantes en mesas enormes, junto a nuestros amigos los nuevos ricos. Hugh hablaba y hablaba sin parar, trazando figuras en el aire con la estela de su cigarrillo. Cada tanto, la mano libre descendía, ausente, hacia el cenicero que se interponía entre nosotros, cuando lo que yo anhelaba era que tocase la mía. La pareja que se sentaba frente a nosotros lo hacía parecer tan sencillo. A él le encantaba envolver los finos dedos de ella con los suyos.

Entonces tomaba una decisión, movía el cenicero y colocaba mi mano en su lugar. Y, de repente, Hugh se cansaba de su cigarrillo y lo apagaba sin bajar la vista de sus ensoñaciones, y a mí se me saltaban las lágrimas.

Cuando bailábamos al son alegre de la orquesta, no pasaba un rato largo sin que él se distrajese por una conversación a un costado de la pista y me dejara sola, meciéndome de lado a lado con los ojos en el suelo, mientras los demás jóvenes abrazados orbitaban a mi alrededor.

Jamás me gané el interés de Hugh. En tres décadas matrimonio, apenas me prestó la atención suficiente para confirmar que aún tuviera pulso. Y no se lo reproché hasta que se marchó a Hollywood.

Qué tonto, ¿verdad? Si hasta cuando dormíamos en la misma cama parecía que estuviese a cientos de kilómetros de mí.

Al final la chica se fue. Se fue sin mencionarme en sus notas. Ni siquiera una pequeña alusión a la vieja decrépita que se metía en sus asuntos. Quizás sea el efecto que causan todos los viejos por igual; pero, en mi caso, es el aura que me ha perseguido toda mi vida.

Saludos cordiales, Alazia M.

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