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Decimosexta carta

Estimado señor Lindsay,

Se acerca mi cumpleaños. Le cuento esto como una curiosidad y no como una indirecta para que me obsequie algo, por supuesto. Cumpliré sesenta y nueve el veintiocho y nunca me he sentido menos ansiosa por que llegue la fecha.

Salvo durante mi estadía en el Daylight Palace, nunca dediqué gran esfuerzo a festejarlo. Los cumpleaños en Nueva Orleans eran una vorágine de invitados primorosos que me doblaban la edad, aproximándose a mí a besarme las manos si eran hombres y las mejillas si eran mujeres, y a decirme que me estaba convirtiendo en una bella jovencita. Solía escabullirme a mi dormitorio o hacia la terraza ni bien tenía oportunidad.

Ya en Nueva York, pasaba mi día especial en una especie de estupor alcohólico, rodeada de amigos cuyos nombres apenas recordaba, bailando charlestón y desmayándome sobre algún canapé. Jamás he sido bebedora. Me tomó un buen tiempo aprender a disfrutar la champaña, e incluso hoy me atrevería a decir que no la disfruto del todo. No bebía champaña por su sabor o por la sensación de las burbujas bajando por mi garganta; la bebía porque yo era poderosa, elegante y podía beberla.

Hoy en día, sin embargo, no tengo idea de cómo celebrarme. Tampoco me apetece. Mis últimos quince cumpleaños me han encontrado en la cama, mirando televisión y comiendo los bombones que un viejo conocido de Wall Street —o su asistente, ya que él se encuentra retirado y en estado terminal— me envía como presente.

Me pregunto si alguien se acordará de mí y querrá ofrecerme una fiesta. No es algo que me gustaría, pero ¿acaso no suena como un gesto maravilloso? Sin dudas me arrancaría una sonrisa.

Pensar en esto me hace cuestionar mi verdadera relevancia. ¿Soy tan famosa como me considero? ¿Qué tan famosa puede ser una vieja dramaturga que no ha escrito en décadas, cuyos éxitos comerciales no llegaron a ser clásicos y que incluso entre sus contemporáneos era sutilmente rechazada por su género? ¿La historia no ha sido también inclemente con mujeres muchísimo más brillantes de lo que yo fui en mi época dorada? ¿Por qué Nueva York detendría sus carreras diarias para desearme feliz cumpleaños?

Cosas comunes que pensamos los ancianos, me imagino. Pensamientos inevitables cuando el aniversario de nuestro nacimiento se avecina. No hay día más propicio para la introspección —sobre todo cuando se apodera de nosotros una sensación de «alazia»— que ese. Nos hace analizar cómo hemos cambiado, dónde estábamos el año anterior, o hace diez años, y dónde podríamos llegar a estar el que viene.

¿Dónde va a estar usted, señor Lindsay? ¿A dónde irá cuando cumpla su condena?

Saludos cordiales, Alazia M.

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