Estimado señor Lindsay,

Ayer recibí una carta. Se suponía que fuese una carta de cumpleaños, aunque llegó dos días tarde. Lo cierto es que no recibo correo muy a menudo y este en particular me sorprendió, no solo porque venía acompañado de un obsequio, sino también por quién lo había enviado.

Se presentó como Sam —en su acepción femenina—. No conozco a ninguna mujer que se llame así, pero ese es el punto. No se trataba de una vieja amiga o compañera de trabajo, ni siquiera alguien que hubiese llegado a verme en persona. Era una admiradora.

Tiene veintidós años, de modo que es imposible que haya visto cualquiera de mis obras en vivo. Sin embargo, las leyó todas. Incluso aquellas tonterías pseudo-profundas que intenté escribir durante la época del surrealismo.

Según me dijo, al ser una estudiante de actuación con acceso a la biblioteca de su academia, no pudo sino enterarse de mi existencia y transformarse en una innegable fanática. Su profesor de historia del teatro les había pedido a los alumnos que escribiesen un ensayo sobre algún autor del siglo XX que les gustase y, pese a las advertencias de sus contemporáneos, estaba decidida a escoger a una mujer.

No quería recurrir a los nombres más conocidos. Necesitaba indagar más. Y, después de mucho buscar, se topó conmigo. Consultó todas las fuentes oficiales, me siguió la pista de cerca y, eventualmente, logró dar con mi paradero. Desearía poder contarle todo lo que tuvo que hacer, señor Lindsay, porque fue un auténtico trabajo de detective.

En su carta me felicitaba por mi reciente cumpleaños y describía el enfoque que le estaba dando a la investigación. Había retrocedido mucho en el tiempo para intentar llegar al fondo de cada una de mis obras. Quería saber cuál fue el proceso creativo, por qué las había escrito, qué me llevó a Broadway —los registros no muestran nada de mi pasado anterior a Nueva York—.

¡Y yo cómo voy a saber todas esas cosas! Mi memoria no es mejor que la tinta borroneada de un montón de periódicos viejos. Sin embargo, algo en la forma en que Sam se expresaba despertó una suerte de cariño maternal en mí. Parece una chica inteligente y sensible. Aunque no la he visto jamás, puedo fácilmente imaginarla: sonrisa valerosa, cabello recogido en una coleta profesional, mirada inquisitiva. O tal vez estoy fantaseando, pero dudo que se aleje demasiado de esta idea.

Para hacer la historia un poco más corta, me ha pedido que nos reunamos. El regalo —un brazalete bañado en plata con un pequeño dije— probablemente sea un soborno para persuadirme. Lamentablemente, ha funcionado, y aunque sé que es un error, he decidido aceptar su entrevista. Es lo menos que puedo hacer. Debo retribuirle de alguna forma el gran respeto y consideración que ha tenido conmigo.

No me entusiasma demasiado. La realidad es que nada me ha entusiasmado en meses. Aun así, todavía me aferro a la esperanza de despertar. Esta da la impresión de ser la ocasión perfecta.

Saludos cordiales, Alazia M.