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Décima carta

Estimado señor Lindsay,

Lamento informarle que la muñeca sigue en mi poder. Quería hacer lo correcto, pero al mismo tiempo me era imposible desprenderme del vestido. Planeé conservarlo; no obstante, me parece absurdo y hasta cierto punto perverso devolver a la muñeca desnuda.

Es curioso, porque cuando le quité la ropa para hacer la prueba, noté que no tenía genitales. Esto no debería parecerme extraño, por supuesto. Los juguetes nunca presentan aparato reproductor de ningún tipo. Sin embargo, de alguna forma, me siento identificada con esta muñeca. A veces también me siento como si no hubiese nada entre mis piernas.

Le advierto que me propongo ser particularmente explícita en esta carta, y si estos temas lo incomodan, espero que eso no perjudique nuestra relación. No tiene más que decir que no le gusta que discuta mis asuntos con usted y jamás volverá a repetirse.

Si continuó leyendo, asumo que no se siente abrumado por la conversación. En tal caso, le haré una pregunta: ¿recuerda usted su primera experiencia sexual?

Yo no. No recuerdo ninguna de ellas, a decir verdad. En todas me encontraba profundamente dormida.

No se preocupe, no estamos hablando de una violación. Lo que sucedió es que yo, haciendo pleno uso de mi voluntad, decidí que no quería estar allí. De modo que la rutina era la siguiente:

Paso 1: tomaba una buena cantidad de calmantes, recetados por mi médico de cabecera —solo la suficiente para inducir un sueño ininterrumpido; tenía muy bien estudiados los efectos secundarios y cuántas dosis los provocaban—.

Paso 2: me quitaba la ropa, me metía en la cama y comenzaba a contar ovejas.

Paso 3: despertaba a la mañana siguiente, ligeramente adolorida y sin recordar nada de lo que había pasado. El juego de sábanas había sido removido.

Nunca salió mal. Hugh era tan cuidadoso con mi cuerpo como jamás lo fue con mi espíritu. Si accedía a todo aquello, era porque se preocupaba de alguna manera por mi estabilidad emocional, y prefería usar mi anatomía inerte antes que buscarse a una mujer más despierta —literalmente—.

Querrá saber por qué llevábamos nuestra vida sexual de esa forma. Y yo querría contestarle, pero no estoy segura de por dónde comenzar. No sé en qué momento hice la transición de quinceañera que leía historias románticas y fantaseaba con caer en los brazos de un hombre, a joven aterrorizada de lo que se oculta tras sus propios muslos y los infinitos métodos mediante los que un hombre podría lastimarlo.

Nunca fui abusada, eso es lo único que puedo prometerle. Tuve una infancia sana, crecí rodeada de amor, nadie trató jamás de propasarse. Incluso bien entrada en la adolescencia, nadie tenía intención de propasarse conmigo. Y le cuento esto sin el menor de los rencores. Comprendo a la perfección.

¿Recuerda que le hablé de mi vulnerabilidad física? Pues ahora que lo pienso, tal vez mis palabras no alcanzaron siquiera a abarcar la magnitud del problema. Yo no era delgada y angelical como mis contemporáneas; yo era una bomba de tiempo, una elaborada construcción de ramitas endebles que se vendría abajo antes de que el lobo llegase a soplar. Era débil, pálida y enfermiza, hasta el punto en que debía cubrirme el rostro de maquillaje y el cuerpo de perlas y satén para no parecer un cadáver.

Si recuerda sus clases de biología, sabrá a dónde va esto. Si mujeres mucho más fuertes y maduras han sido brutalmente heridas por la mala praxis fálica de sus parejas, lo que podía llegar a sucederme a mí en mi zona más delicada era una masacre. No se trataba de falta de confianza, sino de un hecho objetivo.

Fue en la segunda etapa de mi pubertad cuando empecé a verlo claramente. Los cuerpos de mis compañeras habían evolucionado, pero el mío seguía siendo el de una niña. Emocionadas, compartían sus anécdotas más audaces, entre risitas y gritos ahogados. Hablaban de cómo dolía al principio y luego se sentía maravilloso. Lo único que yo escuchaba era la parte del dolor.

No me malentienda, señor Lindsay, desde luego que tenía urgencias, como casi cualquier muchacha —aunque conocí a varias que no y en secreto deseaba ser como ellas—. Esa era mi tortura. Desear algo que jamás podría tener. Leerlo en las novelas de romance o en alguna revista prohibida que de alguna forma llegaba a manos de una de las chicas del colegio, y saberme incapaz de alcanzar esa dicha.

Intenté muchas veces remediarlo. Jamás lo logré. Jamás conseguí pasar la barrera del dolor inicial, sin importar cuánto me esforzara. Mi cuerpo no estaba hecho para ser penetrado. Algo en mi desarrollo había salido terriblemente mal, dejándome atrapada en un limbo de pensamientos adultos en un físico infantil. Tal vez siempre estuvo ahí. Tal vez nací rota.

Pero Hugh funcionaba. Hugh funcionaba y se había casado conmigo, por el motivo que fuera. Y aunque a él no pareciera importarle, conocía mis deberes.

Nunca me hubiera forzado. Usted no lo conoce, señor Lindsay, pero le garantizo que es la realidad. Hugh nunca me hubiese obligado a hacer algo que yo no quisiese, ni habría permitido que alguien más me obligase.

Sin embargo, yo sí quería hacerlo. Hubiera sido fácil enviarlo a satisfacer sus necesidades con otra, como tantas esposas hacían, mas deseaba ser yo quien las satisficiera, aunque mis entrañas resultasen destruidas en el proceso.

Así fue como se me ocurrió la idea de las pastillas para dormir. Y no me arrepiento. Para cuando ya había pasado tantas veces que podíamos estar seguros de que no me iba a romper, el pánico se había tornado irracional y nada podría desaparecerlo. Era lo mejor para todos.

Salvó mi matrimonio. Plantó en mi vientre una criatura que la naturaleza rechazó, como las fieras rechazan a los cachorros de los que no podrán hacerse cargo, como las arañas se comen a sus hijos. Trajo algunas secuelas que me persiguen hasta el día de hoy, pero me permitió experimentar algo de lo que jamás me creí capaz. Me demostró que era más fuerte de lo que pensaba. Siempre le estaré agradecida a esas pastillas.

Son ahora las diez de la noche y debería ya haberme acostado. Lo bueno es que, incluso a estas alturas, mis medicinas me ayudan como nadie más lo ha hecho. Excepto usted, a quien espero no haber disgustado.

Saludos cordiales, Alazia M.

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