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Cuarta carta

Estimado señor Lindsay,

¿Solo cinco? ¡Eso sin duda es un récord! Tendré que celebrarlo de alguna manera. Quizás sea el día de finalmente salir a dar una caminata. ¡Han pasado años desde que lo hice por última vez!

Lamento decirle que no, no me he recuperado de mi episodio. Ayer creí estar a punto de conseguirlo. Había encendido la televisión y un nuevo programa acababa de estrenarse: se llama Scooby-Doo, where are you! Al principio no me entusiasmaba —como toda persona de más de doce años, tengo ciertos prejuicios en contra de las caricaturas—, pero acabé por tomarle el gusto. Pienso ver la próxima entrega, si es que tengo oportunidad. Trata sobre misterios y creo que podría interesarle, aunque quizás le traiga recuerdos que prefiera enterrar. De todos modos, desearía que pudiese verlo.

Pero no escribo para hablarle de mis programas de televisión favoritos, oh, no. Ambos lo sabemos muy bien. Solo menciono el incidente para comentarle que estuve muy cerca de reír. En una escena de persecución bastante entretenida, una sonrisa estuvo al borde de escapárseme de los labios. Sin embargo, no fue así, y el sentimiento de diversión resultó ser una sombra que apenas cruzó por el fondo de mi mente, rápida e inalcanzable como un pececito en la negrura del mar.

Para ser sincera, no creo que jamás vuelva a sonreír como aquella vez en el teatro, en 1923. Y, yendo un poco más lejos, no creo que haya sido verdaderamente feliz en ningún otro momento de mi vida.

Esa noche —finales de julio, si mal no recuerdo— se estrenaba la obra que inauguraría mi carrera artística. Temerosos de que mi género provocase algún tipo de predisposición entre los conservadores del público, Hugh —¡se reinicia la cuenta!— y yo decidimos mantener mi nombre entre las sombras. Con una complicidad que no hubiese mostrado con ningún otro engaño —las mentiras lo aburrían—se negó a darle a la prensa cualquier información que pudiese desenmascararme. La obra había sido escrita por un anónimo y no obtendrían una sola palabra de él.

De la obra en sí misma no puedo hablar mucho. Solo le diré que había una familia disfuncional, un secuestro y varios fantasmas involucrados. Estoy segurísima de que podría averiguar el título con tan solo revisar la sección cultural de los periódicos de esa época, pero confiaré en que se abstendrá de hacerlo —y no solo porque dudo que la prisión cuente con unos archivos tan complejos (escuché que solo tienen algunos libros de Dickens, cientos de ejemplares de la Biblia y con suerte algo de Hemingway; por favor, hágame saber si es verdad)—.

Nuestro objetivo era que el público diese el más honesto de los veredictos posibles, teniendo en cuenta quién era mi marido, incluso cuando su trayectoria recién estaba aprendiendo a caminar. Y la conclusión de nuestro experimento no pudo haber sido más satisfactoria. Nada más bajarse el telón, la platea entera se había puesto de pie para ovacionarnos. O mejor dicho, para ovacionarlo a él y a sus estupendos actores.

Fue alucinante. Yo estaba oculta tras bambalinas y podía escuchar los aplausos enloquecidos. Mientras la cortina separaba al escenario de los espectadores, quienes se habían hecho merecedores de esos vitoreos estaban ya sobre el tablado, tomados de las manos, listos para la reverencia.

Entonces, en el último instante, Hugh soltó la mano de su primera actriz y corrió para tomar la mía. Intenté decirle que no lo hiciera, suplicarle, pero no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer. Cuando el telón se levantó de nuevo, yo estaba en el centro del escenario, con las rodillas llenas de rubor temblando, el rostro enrojecido y los ojos colmados de lágrimas.

Hugh me presentó esa misma noche como la autora. Media hora más tarde, durante la cena junto al elenco que a duras penas conseguimos ocultar de la prensa, él alzó una copa de champaña y brindó por mí. Y supe en ese momento que nada volvería a ser igual.

Fui feliz, señor Lindsay. Fui inmensamente feliz. El público se había enamorado de mi arte, tenía el cabello corto y los pechos planos como la moda de la actualidad dictaba, y Hugh, aquel hombre inteligente y sensato al que nada parecía importarle, sentía auténtico respeto por mí. Nunca necesité su amor tanto como necesité su respeto y, aquella velada, llegué a pensar que tenía las dos cosas.

Se dará cuenta de por qué no puedo decir que un episodio de una caricatura me alegró el día. No después de que existieron días así. Quizás piense que no tiene sentido regodearse en las glorias del pasado, que hay que buscar la dicha en cada segundo de nuestras vidas, aunque sea en la televisión.

Sin embargo, me es imposible. Por eso estoy enferma.

Saludos cordiales, Alazia M.

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