18. Catacumba
—¡Grettell! —gritó Becca. Su voz era un eco muy lejano—. ¿Cuántas veces debo repetirte que no le piques los párpados? No está muerta. ¡¿Te quedó claro?!
—No se ha movido en tres días...
—Pero sigue respirando. Seth dijo que el sueño profundo era necesario para su recuperación.
El nombre del traidor me hizo abrir los párpados que Grettell se empeñaba en estirar.
—Tenías razón —dijo Grettell, resignada, cuando sus ojos amarillos se encontraron con los míos—. No se ha muerto.
—Casi. —Mi voz ronca se escapó del fantasma de una garganta muy lastimada.
—¡Lucy! —Becca se sentó al borde de la cama con el cuidado de una hermana cariñosa y sostuvo mi mano con suavidad—. Estaba tan preocupada. Siento tanto todo lo que te han hecho.
—No ha sido tan malo. Sólo un poco sangriento —mentí.
Grettell abrió los ojos con emoción.
—Es un milagro que no hayas muerto. Casi te despedazan en la mazmorra —dijo Becca—. De no haber sido por Seth...
Solté un respingo al volver a escuchar su nombre.
—No menciones a esa maldita criatura mentirosa, odiosa, traicionera...
—Lucy. —La boca de Becca se había fruncido en una mueca de dolor—. ¿Podrías no desquitar todo tu odio en mi mano?
—Lo siento.
—Seth no ha hecho nada más que cuidarte todo este tiempo —confesó Becca con una ceja arqueada—. Ha venido cada hora a cerciorarse de que estás bien.
Mi sangre borboteó dentro de mis venas.
—Eso no cambia nada de lo que pasó en la mazmorra de tortura. Absolutamente nada. Se limitó a observar cómo me desollaban sin una pizca de indignación. ¡Es un monstruo!
—A mí tampoco me cae bien Seth —terció Grettell—. No confío en él.
Solté una risa dolorosa.
—No te atrevas a hacerlo nunca, Grettell, a Seth se le da muy bien mentir, como a su hermano. Seguramente es un rasgo familiar.
—Hablas de él como si lo conocieras de antes. —Los bonitos ojos de Becca de pronto se encendieron con perspicacia—. Oh, ya veo. Con que él ha sido el responsable de que te escabullas como un ratoncillo en las mañanas y deambules semidesnuda por el castillo. ¿Estás segura de que lo que te arrancó el vestido la primera vez fue el filo de una piedra, y no sus enormes manos de gigante?
Mi rostro se encendió de vergüenza.
—¡Becca!
Ella sonrió y después deslizó con pesar los dedos sobre el borde de mi manga percudida.
—Lamento que hayas perdido también tu vestido nuevo. Parece que estamos destinadas a la miseria.
—No hay nada que me importe menos que un vestido.
—¿Has estado vagando por el castillo sin permiso? —interrumpió Grettell, de pronto. El tono juicioso de su voz hizo que Becca y yo compartiéramos miradas de complicidad.
—Claro que no —me apresuré a decir—. ¿Quién se atrevería a hacer semejante estupidez?
—Pero, Becca recién ha dicho...
—Era una broma, Grettell —aclaró Becca, disimulando la sonrisa que intentaba estirar la comisura de sus labios—. Como lo dijo Lucy, ¿quién en su sano juicio andaría por ahí haciendo pactos con el diablo, semidesnuda y buscando la muerte?
Mis ojos se clavaron en Becca como cuchillos.
—Un pacto con el diablo no se debe tomar a la ligera. Él es astuto y no dejará en paz a quién ha pedido su favor, sin antes reclamar algo mucho más grande a cambio.
—¿Y tú cómo sabes eso? —pregunté. El recuerdo del demonio que emergió de las páginas sangrientas me revolvió las vísceras.
Grettell se encogió de hombros.
—Hay muchas cosas que sé, pero no puedo recordar cómo ni dónde las aprendí. —Soltó otro suspiro y caminó hacia la puerta—. Bien. Debo ir a preparar la cena, ya que no has muerto, espero verte en el comedor en una hora.
Grettell salió de la celda con los hombros caídos. Me pregunté cuál sería su historia y por qué al parecer era la única de las chicas que nunca había logrado poner un pie fuera de Bloodrock.
—Deberías estirar las piernas —dijo Becca, interrumpiendo mis pensamientos—. Has estado demasiado tiempo en cama. Vayamos a caminar, tengo que contarte cómo Seth te curó, fue simplemente una locura, aunque al mismo tiempo, no sé por qué no me sorprende.
—No tengo ganas de hablar de él ni de sus dones —confesé—. Tengo una mejor idea. Hagamos algo que de verdad es importante.
Me levanté de la cama con cuidado, sorprendida de que el don sanador de Seth hubiera borrado todo rastro físico de tortura. Aunque mi cuerpo se sentía mejor que nunca, mi mente seguía herida por el recuerdo de los azotes, de la sangre y de la piel hecha jirones que se desprendió de mi espalda. Sacudí ese pensamiento para centrarme en el pacto que recién había hecho con el Príncipe de la Oscuridad. Las palabras que Grettell había dicho me provocaron un sentimiento de premura.
—No me gusta para nada esa mirada, Lucy.
—Lo sé, Becca, lamento decirte que tenemos que volver al Salón Blanco para hablar con el demonio. Hemos perdido tres días.
Becca soltó un respingo.
—¿Y si olvidamos el pacto, el libro negro, la cosa horrible que salió de él y en general, absolutamente todo lo que pasó en el Salón?
Negué con la cabeza.
—No me gusta darle la razón a la desquiciada de Grettell, pero esta vez creo que estuvo en lo correcto al decir que un pacto con el diablo no se debe tomar a la ligera. Si es que eso fue lo que hice. Además, con pacto o sin él, debemos encontrar una forma de escapar. Noviembre está cada vez más cerca y tu muerte también.
—No tienes por qué recordármelo —contestó Becca con un repentino tic en el ojo.
—Entonces, en... —Me detuve antes de salir de la celda—. ¿Hueles eso?
—Ay, mierda. Sí que lo huelo.
El olor del azufre se anidó en mi nariz y después el sonido de unas mandíbulas chasqueando los colmillos me obligó a girarme.
—Creo que he llamado al demonio con el pensamiento —dije al ver a la horrible criatura del inframundo. Me perturbaba que no tuviera ojos ni nariz ni orejas, sólo una abertura sangrienta en el centro de su rostro ovoide.
Alargó una mano semihumana, humeante y envuelta en escamas negras en mi dirección.
—¿Quiere que vayas con él? —preguntó Becca, colgada de mi espalda.
—Así parece. Dame la mano —Becca dio un par de pasos hacia atrás—. Anda. No pensarás que seguiré al demonio yo sola, ¿o sí?
—Pues si así lo prefieres...
—Claro que no. Estamos juntas en esto.
Becca volvió sus pasos nerviosos en mi dirección, y a regañadientes, entrelazó sus dedos con los míos. A su vez, yo tomé esa mano de dragón que seguía estirada, enseñando unas garras ganchudas que se antojaban demasiado peligrosas.
—Dios. Ayúdanos —dije, antes de ser succionadas por un vórtice a toda velocidad.
Un miedo indecible estremeció cada uno de mis huesos al aterrizar frente a una herida en la roca, que se abría vertical y amenazante, como las fauces hambrientas de una enorme bestia. Dos antorchas que ardían con un fuego extraño alumbraban los bordes puntiagudos del umbral. En su interior, un coro de lamentos agudos, agónicos, se escuchaba. Aquellas voces pertenecían a niños muertos.
Me alejé a trompicones en un intento por escapar del olor nauseabundo y de los gritos desgarradores que exhalaba esa oscuridad impenetrable.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Becca desde el suelo, con el rostro verde.
—Creo que el demonio nos acaba de teletransportar —respondí, llevándome una mano a la nariz para amortiguar el fétido olor de la carne descompuesta.
—Esto es demasiado para una simple humana como yo.
Becca se levantó del suelo irregular y procedió a taparse la mitad del rostro con el cuello del vestido.
—Esto es demasiado incluso para mí, que he visto muchas cosas que en su sano juicio nadie soportaría.
—¿En qué parte del castillo estaremos?
—En la más aterradora de todas —contesté, justo cuando las fauces exhalaron un grito de ayuda, que Becca no fue capaz de escuchar. El miedo afloró en mi piel como jamás lo había hecho antes.
El demonio señaló el interior del agujero lúgubre y esperó paciente, con esa sonrisa sangrante ocupando todo su rostro, a que atravesáramos el umbral.
—No quiero ir —dijo Becca, encogiéndose.
—Yo tampoco.
—El pacto inquebrantable se ha sellado con tu sangre. Deberás seguir, o morir —bramó el demonio con una voz jadeante que no pertenecía al mundo de los vivos, y al ver mi resistencia, extendió las garras como a punto de dar un zarpazo.
—Está bien. Voy a seguir —dije con un valor fingido—. Haré lo que ordenes con tal de que cumplas mi deseo.
«Aunque no sé qué tiene que ver esto con lo que le pedí al Príncipe de la Oscuridad.»
Con cuidado, Becca y yo sorteamos los filos rocosos y nos adentramos en una oscuridad opresora. Debajo de nuestros pies, algo parecido a decenas de frágiles cascarones crujió.
—No puedo ver nada. Esa cosa no pretende que avancemos a ciegas ¿verdad?
Me giré para ver al demonio.
—Necesito una de las antorchas —exigí.
El demonio negó con la horrible cabeza, y antes de que me moviera de mi lugar para tomarla yo misma, dos bolas de fuego negruzco surgieron de sus manos escamadas y alumbraron mortecinamente el asfixiante camino. Becca se desvaneció ante el horror de la escena develada frente a nosotras.
Los esqueletos infantiles tejían las paredes angostas y el techo bajo. Sus cráneos, algunos más pequeños que un puño, tapizaban el suelo, se deshacían debajo de nuestro pies, y otros más, se encontraban encajados en picas que les atravesaban las cuencas oculares. Sus gritos de auxilio se tornaron más intensos, desesperados y aterradores conforme el fuego mágico alumbraba sus restos.
Se me llenaron los ojos de lágrimas al entender que no importaba cuánto gritaran por ayuda y por sus padres; sus vocecitas jamás encontrarían el descanso ni el camino hacia sus progenitores en aquella catacumba.
—Becca. Despierta.
Me incliné hacia ella para sacudirla.
—Quiero irme de aquí —susurró cuando sus ojos volvieron a abrirse—. No puedo soportarlo.
—Me temo que el demonio va a asesinarnos si volvemos nuestros pasos. Sé valiente.
La ayudé a levantarse, y muy juntas, nos dispusimos a caminar con los ojos incrédulos posados en el fuego negro que nos guiaba.
—Aquí debe de haber no menos de mil niños —observó Becca, clavando la mirada en los restos de una niña cuyo vestido blanco estaba roto y manchado de sangre.—¿Qué pudieron haber hecho para merecer morir así?
—No creo que hayan hecho nada malo. Lo más probable es que hayan sido víctimas de alguna mente trastornada.
—O de una secta. Mi abuela me contó que en algunos rituales satánicos... —Becca detuvo su andar cuando notó que me había quedado inmóvil y con los ojos fijos en el fondo del camino—. Estas viendo algo ¿verdad? No estamos solas.
Reconocí inmediatamente aquel rostro engusanado con un solo ojo y el frío que siempre le acompañaba. Emma estaba esperando por nosotras en uno de los arcos que segmentaba la catacumba.
—Es Emma —dije, al tiempo en que su mano descarnada se movía en un ademán para que la siguiéramos—. Quiere que vayamos con ella.
Becca aguzó la vista en un intento por dibujar el cuerpo de su mejor amiga bajo la bola de fuego. Sus hombros cayeron cuando no logró atisbar nada.
—Fuiste muy valiente —susurró Becca. Me volví para mirarla; la tristeza le había demacrado el rostro—. Tú tampoco, como estos niños, merecías morir así.
El fantasma de Emma siguió su camino silencioso entre los cadáveres, atravesándolos como si fuera humo.
La peste pútrida se intensificó cuando nos adentramos en el nuevo segmento de la catacumba. Ahí, los esqueletos que tejían las paredes eran significativamente más grandes, y muchos de ellos se encontraban dentro de jaulas oxidadas y asfixiantes, o colgando de pesados grilletes. Sus cráneos tenían agujeros casi perfectos y múltiples fracturas en su superficie. Sus mandíbulas sin dientes, dislocadas y torcidas, parecían proferir un grito silencioso y aterrador.
—Niños y adultos. Estos monstruos torturaban y mataban a todos por igual.
Emma —o lo que quedaba de su cuerpo— se detuvo, y señaló un costillar encajado en la pared, dentro había un aro metálico.
—¿A dónde vas? —preguntó Becca al verme caminar hacia el final de la catacumba.
—Emma está apuntando hacia ese aro. ¿Lo ves? Estoy segura de que es una manija. ¿Haces los honores?
—No tengo otra opción.
—Es mi imaginación, ¿o aquí huele peor? —observé con la mano sobre mi nariz.
Becca afirmó con los labios fruncidos y acto seguido, metió la mano entre las costillas del cadáver. Cuando tiró del aro, una puerta circular se entreabrió, dejando escapar gases nauseabundos y un sonido zumbante.
—¡Ema!
El grito de Becca me paró el corazón.
Me asomé por el resquicio por el que Becca observaba y entonces la vi, reposando con el vientre abierto y vacío, como la había visto en el falso congelador. Los restos de Emma estaban sobre un altar de moscas y velas negras. Los gusanos se habían anidado en el interior de su garganta, y salían a borbotones por sus labios descompuestos.
Becca se precipitó en su dirección hasta caer de rodillas frente a la pila de huesos y carne putrefacta. Tomó la mano rígida de Emma y se echó a llorar como jamás había visto a alguien hacerlo.
Me acerqué para brindarle consuelo, haciendo acopio de un esfuerzo sobrehumano para no vomitar, y entonces, al estar ante el altar, pude ver la curiosa herida reseca que surcaba el pecho de Emma. Agucé la vista, intentando darle una forma por debajo de las larvas que se comían su cuerpo.
—Una estrella —pensé en voz alta—. Una estrella ¿invertida?
Becca alzó la barbilla al escucharme hablar. Sus ojos, rojos por las lágrimas, se clavaron en la misma dirección que lo habían hecho los míos.
—No es una simple estrella, Lucy —dijo entre sollozos—. Es el pentagrama invertido. El símbolo de los seguidores de Satán.
¡Gracias por llegar al final de este capítulo!
¿Qué habrá pasado con todos esos niños torturados?
¿Por qué habrán encontrado el cuerpo de Emma en aquella catacumba, y con ese símbolo en su pecho?
Y... ¿Por qué Grettell parece saber más de lo que pensamos?
¡Nos vemos el sábado para la siguiente actualización!
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