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14. Juegos virginales

La belleza de Seth era irrefutable, tanto como el poder de su cuerpo armado, listo para la guerra.

Aunque había encontrado una pieza del rompecabezas, había otras más que estaban perdidas.

Si Seth era un ángel, ¿dónde estaban sus alas? ¿Por qué la luz le hería la piel? ¿Por qué su sangre era negra como turmalina líquida y sus ojos podían tornarse de un rojo espeluznante? Y, ¿por qué, más que un ángel, parecía un demonio?

Uno muy bello.

Mi cabeza daba vueltas al pensar en el cielo y en el infiero, en las visiones que parecían guiarme, en las cuidadoras que escondían una naturaleza aberrante detrás de los cuerpos humanos y en Cristopher, quien me parecía imposible encajar en la descripción de una criatura angelical. Sin contar su belleza, era manipulador y egoísta, cualidades que no encontraba ni remotamente cercanas a la divinidad, pero, ¿qué sabía yo del tema?

Me pareció escuchar su voz de melodía. No noté su presencia hasta que los témpanos gélidos que tenía por dedos se enredaron en mi cintura.

Dejé de respirar, como si de pronto le hubieran extraído el aire a la biblioteca.

—¿Qué haces aquí, preciosa? —Su voz reptó como una canción de amor por mis oídos. Tuve que concentrarme en bloquear su hechizo y mantener mi mente alejada de ella—. ¿Portándote mal?

—Ay, maldición —musité con el poco aire que había logrado aspirar del ambiente. Sus manos se aferraron a mi cuerpo para atraerme al suyo.

—Sigues esmerándote en maldecir para atraer al demonio. —Su voz se convirtió en un susurro—. Pues lo has conseguido.

—No era mi intención husmear —dije cuando recobré el aliento.

Cristopher deslizó sus manos hacia mi cadera, asegurándose de delinear cada centímetro de mi silueta con una lentitud que presagiaba sus intenciones. Después me giró para que nuestros ojos se enlazaran; los hilos rojos de sus iris se enroscaron, haciendo dudar a mi mente.

—Entonces, ¿cuál era tu intención? —Sus manos juguetearon por mis glúteos. Desee poder liberarme de ellas y salir corriendo.

—Encontrarte —mentí, al saber que esos hilos giratorios estaban ahí para seducirme.

—Qué suerte que yo te haya encontrado a ti primero. — La sonrisa sugestiva que había enmarcado su rostro se tensó por un instante—. Aunque, ahora tendré que borrar este momento de esa cabecita rota después de terminar contigo. El estudio de mi amado hermano guarda demasiados secretos.

Un nudo gordo y temeroso se formó en mi garganta.

—¿Qué planeas hacer conmigo? —pregunté, camuflando mis nervios detrás de un tono travieso.

—Nada que no hayas disfrutado ya.

Me quedé rígida, recordando los pinchazos envenenados en mi piel.

Cristopher me liberó de la prisión invernal de sus manos y me ofreció el brazo para salir de la biblioteca. Miré sobre mi hombro las estanterías con la esperanza de encontrar el libro negro que Emma había mencionado en el diario, pero me fue imposible reconocer nada. Cientos de los libros que esperaban en las repisas empolvadas estaban empastados con piel negra. Para encontrarlo iba a necesitar la ayuda de un ejército, o al menos un par de ojos extra. También miré por última vez la pintura del ángel, que parecía juzgar imponente a Cristopher desde su elevada posición en la pared.

—No me digas que estás admirando a mi hermano. —El tono con el que pronunció aquello era tan rígido como mis pasos al caminar.

—Se parece mucho a ti, por eso lo veo. Es atractivo. —Acaricié sus bíceps en un gesto de admiración—. Pero no tanto como tú.

Cristopher perdonó la ofensa de haber mirado a su hermano y esa sonrisa perfecta se enarcó aun más, vanidosa.

—Seth no es ni la mitad de lo que yo soy.

—Y, ¿qué eres tú? Además de lo más hermoso que haya visto jamás.

Cristopher soltó un suspiro fanfarrón.

—Soy muchas cosas ahora, como las tantas que fui en el pasado.

—Eres muy joven para haber sido muchas cosas en tan poco tiempo —observé con una curiosidad genuina.

—El tiempo y yo somos amigos. —Elevó el rostro hacia el riel del corredor. Algo en aquella mirada insondable me dijo que estaba analizando un recuerdo lejano—. Hemos caminado juntos por las eras de la Tierra, atestiguado las guerras del hombre, su nacimiento, sus victorias y sus fracasos, y sobrevivido a todo, porque ambos somos infinitos, como la naturaleza de nuestro creador.

Sus párpados se crisparon al decir esto último, como si aquel recuerdo de pronto lo estuviera atormentando.

—Solamente un ser inmortal podría hacer todo eso.

—Pues, eso es exactamente lo que soy, preciosa. —Ladeó la delineada barbilla hacia mis ojos para disfrutar de mi expresión de sorpresa—. Soy un ser inmortal.

—En la pintura, Seth tiene alas. Eso es lo que son ustedes dos ¿ángeles?

Esta vez no sólo los párpados, sino todo el rostro de Cristopher se crispó ante mi interrogante y la sonrisa de presunción se desdibujó tras una expresión gris.

—¿Ángeles? —rio—. Ese término no se acerca ni remotamente a lo que somos ahora.

—¿Ahora? Entonces, ¿en algún momento lo fueron?

Cristopher me miró como si mi curiosidad le incomodara.

—Mejor hablemos del baño que necesitas darte con urgencia —dijo, dando por terminada la conversación—. Puedo oler el aroma de la sangre y otra cosa repugnante en tu vestido.

—Iré a tomar un baño en cuanto salga de aquí.

Me solté de su brazo para caminar hacia la puerta secreta, que estaba a unos pasos de nosotros, esperanzada por tener una buena excusa para alejarme de él.

—¿A dónde cree que va, señorita? —Una de sus manos atrapó mi cintura antes de tocar el pomo—. El camino es por aquí.

Un tintineo se escuchó en el fondo de su bolsillo cuando metió la mano en él. Del fondo sacó una bonita llave dorada, la introdujo en el ojo de una cerradura del mismo color y la giró.

Mis ojos se abrieron con excitación al ver el enorme salón de mármol negro. Colgando del techo, un candelabro de diamantes carmesí alumbraba un lustroso espacio destinado al baile, y en el fondo, una amplia escalinata se bifurcaba para articularse con dos corredores.

—¿A dónde vamos? —pregunté al internarnos en el salón.

—Ya te lo había dicho. Necesitas tomar un baño, con urgencia —contestó. Sus labios carnosos me dedicaron una sonrisa preciosa.

—Pero, los baños comunales están, —Miré a mi alrededor cuando alcanzamos la escalinata, sin saber en qué parte del castillo podríamos haber estado—, en algún lugar.

La risa de Cristopher resonó con un eco musical en el salón vacío.

—Tengo una tina con agua caliente esperando en mis aposentos —explicó—, planeaba que Seth la usara con su elegida mientras yo miraba sus travesuras, pero decidió llevarla a dar un paseo primero. —Soltó un suspiro reprobatorio—. Hay cosas que ni años de tortura pueden cambiar.

Seguí a Cristopher por un vestíbulo alfombrado sin poder alejarme de esa mano que se aferraba a mi cintura y que de pronto jugueteaba más arriba, en el borde de mis senos.

Sabía lo que estábamos a punto de hacer.

—Has vuelto a quedarte sin palabras —dijo Cristopher cuando llegamos a una puerta. Al verla a detalle, una serie de recuerdos volaron frente a  mis ojos. Recuerdos de gemidos placenteros, sangre y colmillos.

—¿Vuelto? —Me empeñé en sonar confundida, aunque no pude disimular del todo el miedo en mi voz—. Yo nunca había estado aquí antes.

Cristopher se tragó la mentira, porque sonrió, comprensivo. Agradecí a los cielos que en sus dones no se encontrara la capacidad para leer el pensamiento.

Guiada por sus manos ansiosas, atravesé los elegantes aposentos. La cama se encontraba en nuestro flanco izquierdo,con las sábanas de seda negra revistiéndola. El recuerdo de las elegidas que con las piernas abiertas nos habías recibido la última vez se reveló con demasiada claridad. Con demasiados detalles íntimos como para no sonrojarme. En nuestro flanco derecho, las puertas de un estudio se encontraban abiertas. 

Nuestro destino no era ninguno de esos dos lugares. Era la puerta que conducía al cuarto de baño. Podía fingir mis palabras, pero no había nada que pudiera haber ocultado los latidos nerviosos de mi corazón.

Una enorme tina en medio del cálido salón esperaba por nosotros. Del agua caliente salían vapores aromáticos que se antojaban irresistibles para mi piel.

Las manos de Cristopher reptaron por mi cintura y sus dedos enrollaron con lentitud la tela de mi vestido para desnudarme. Luché con las ganas que tenía de escapar, y entonces, a sabiendas de que me podría jugar la vida al intentarlo, lo miré a los ojos y dejé a la serpiente adueñarse de mi conciencia.

—Esta vez llevas encima tu ropa interior —observó Cristopher al dejar caer el vestido al suelo—. Me gustas más sin ella.

El impulso de golpearlo por despojarme de mi ropa interior desapareció justo en el momento en el que la serpiente siseó seductora por mi cerebro.

De pronto, el deseo irrefrenable por poseer a esa criatura inmortal frente a mí me hizo estirar los brazos y enredar las manos en los mechones lacios de su cabello.

Cristopher me recibió con un beso apasionado de labios fríos. Su lengua se enredó en la mía, saboreándola, mordiéndola, succionándola. El sabor húmedo de su boca era una probada de paraíso dulce.

Con un jalón violento arranqué los botones de su camisa y tracé un camino de besos por los músculos de su abdomen. Mi lengua intentaba llegar a lo que se ocultaba, erecto, más abajo. Con la misma urgencia que se había posesionado de mis dedos, me deshice de la ropa que obstaculizaba mi camino y me arrodillé frente a su miembro, lista para metérmelo a la boca.

—Más despacio, Lucy. —Los gemidos de placer de Cristopher no hacían más que intensificar la succión de mis labios—. Maldita sea, eres jodidamente buena en lo que haces.

Cristopher cerró su mano entorno a mi cabello y tiró de él, arrancándome una protesta dolorosa y excitante.

—Te deseo —jadeé—. Te deseo como jamás había deseado nunca a nadie.

Cristopher me levantó del suelo y se metió en la tina con mi cuerpo agitado entre sus brazos. Me sentó sobre sus muslos. Su virilidad penetró los míos, rozando esa parte tan sensible que palpitaba en el centro de mi cuerpo.

Con un movimiento instintivo, balanceé mi cadera de adelante hacia atrás, rozando mi entrepierna con su miembro ancho. Sus manos emergieron del agua y los vapores para masajear mis senos y esas partes en ellos, más oscuras, que se habían endurecido por la excitación.

—¿Te gusta?

Qué pregunta. ¿No era evidente? Respondí con un sí ahogado.

Mi espalda se contrajo cuando una oleada de placer me recorrió la piel a causa de sus caricias circulares. Sus manos volvieron a desaparecer en el agua para ahora juguetear en mi entrepierna.

—No pares —supliqué al sentir por primera vez una caricia que no fuera la mía, presionando con delicadeza esa pequeña parte de mí que guardaba todo el placer del universo.

Mi respiración se desbocó, aunada a los sonidos cada vez más cortos y asfixiados que salían, involuntarios, de mi garganta. El inminente clímax estaba llegando.

—Maldita sea la virginidad —dijo Cristopher de pronto, preso de la impaciencia—. Cómo quisiera penetrarte en este momento.

—Hazlo —supliqué —. Por favor, quiero sentirte dentro.

Cristopher plantó un beso doloroso que succionó la piel de mi cuello. Sentí por un instante, demasiado fugaz, el filo de sus colmillos.

—No puedo. Lo arruinaría todo.

Abrió mis piernas con un movimiento agresivo para acariciarme con mayor libertad.

Deseé que ni él ni nadie borrara ese momento de mi memoria, y que no se extinguiera nunca el placer que sus dedos diestros me provocaban.

Una última oleada de éxtasis, caliente y eléctrica, me dejó con la respiración entrecortada y el pensamiento nublado. Las largas y poderosas piernas de Cristopher turbaron el agua al salir de la tina. Cerré los ojos, atesorando el remanente placer que aún cosquilleaba por debajo de mi ombligo. Supe que él había vuelto cuando movió mis piernas para sentarse frente a mí, pero no abrí los ojos hasta que algo me pinchó la piel.

Observé la larga aguja perforando mis antebrazos como si de pronto me hubieran sumergido en una extraña ensoñación. Cristopher encajó ese fino instrumento tubular en mis venas hasta que los hilos rojos que brotaron de las diminutas heridas me mancharon la piel. Con los labios y los colmillos retraídos, succionó mi sangre con una sed voraz.

El alimento líquido le tiñó los ojos de un carmesí perturbador.

Cuando colmó su saciedad, tomó mi rostro desfallecido entre sus manos, como si me hubiera convertido en un objeto muy valioso.

—Eres lo más exquisito que he probado en una eternidad —dijo  con las comisuras de sus labios aun empapadas—, y no tengo intenciones, preciosa, de compartir ni una minúscula parte de ti jamás, ¿me oyes? Jamás.

Entonces se acercó a mis labios para sellar aquella condena con un beso rojo, un beso de sangre.


Hemos llegado al final de este capítulo.
🕷️
Mil gracias a ti, que has seguido esta historia, que te has emocionado, enojado, sorprendido y más...
🕷️
Ojalá hayas disfrutado de este capítulo.
🕷️
Yo sin duda, me divertí un montón.
🖤
Pufff, la imaginación es una virtud del espíritu que te hace sufrir, pero también, gozar.
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¡Nos vemos el sábado!

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