Capítulo 1
-S H E I L A-
CEMENTERIO DE GREENIELD, 1 AM.
Sheila Vivar estaba de pie frente a la tumba de Christine Poloni. No se conocían demasiado bien, simplemente iban al mismo equipo de natación. Sabía que si la pillaban allí, a esas horas de la noche, la acusarían de allanamiento, sin embargo, no podía dejar de lado la advertencia, o, más bien, amenaza que había recibido.
2 HORAS ANTES...
Hacía dos horas Sheila Vivar estaba muy lejos de aquel cementerio. Un lugar diferente, definitivamente lleno de cuerpos vivientes y sumidos en sus quehaceres rutinarios: la supervivencia en el barrio marginal de una urbe moderna de la pequeña ciudad estadounidense de Greenfield... lo cual no era decir poco. Los muertos no tenían mucho que hacer, muy al contrario que esos que caminaban con rapidez por la acera: Greenfield era un pueblo grande glorificado gracias al turismo que el río y los lagos atraían.
Para bien o para mal, los barrios más bonitos se habían vuelto aún más bonitos, mientras que los barrios peligrosos se habían vuelto aún más peligrosos.
El nerviosismo de aquella niña rica al tener que moverse en un barrio de esa calaña le hacía ir agarrada del brazo de su novio Dylan Stewart, ese chico inconfundible allí donde iba por su pelo decolorado aun tono de rubio que bailoteaba hacia blanco y por sus viejas converse violetas garabateadas con permanente negro.
Ambos jóvenes se apoyaban bajo un poste de la luz en una esquina buscando entre el flujo del tráfico un mercedes gris. El hermano mayor de Sheila iba a pasar a recogerla para llevarla a casa: Dylan amenizaba la espera tarareando y cantando algo sobre besos bajo esos postes, a la par que tamborilleaba sus vaqueros rotos con los dedos. Sheila oía cómo el canturreaba con paciencia y disfrute, como los fieles a su predicador, sólo que el predicador personal de Sheila era uno muy particular que cantaba canciones de soft rock y jugaba MORPGs.
Ciertamente Dylan y Sheila eran una pareja muy singular pero, sorprendentemente, se llevaban muy bien.
Al oír el claxon del mercedes, que se acercaba y frenaba suavemente, Dylan interrumpió su canción. Algunos viandantes giraron la cabeza hacia el lujoso coche.
-Vamos, Sheila. Se ha hecho un poco tarde-la voz grave del latino hizo que Dylan inconscientemente dejase de tener una postura relajada sobre el poste y que se tensara.
Sheila se subió al asiento del copiloto mientras su hermano mayor se inclinaba hacia la ventanilla para poder hablar con Dylan.
Cuando Dylan conoció al hermano de su novia se preguntó si todos los Vivar eran así de grandes. La respuesta afirmativa llegó cuando conoció a sus suegros. Que él fuera un tapón de una altura menor a la media no ayudaba, pero ciertamente los Vivar eran gente de contextura fuerte y gran altura. Por mal que sonara, Dylan podía asegurar que no había visto glúteos, pantorrillas, ni muslos más firmes y prietos que los de su novia, de la misma manera que no había visto brazos más fornidos que los que se gastaba su cuñado, lo cual era gracioso teniendo en cuenta que casi siempre tenía que ir vestido con camisa porque trabajaba en una oficina. Parecía que aquel traje caro de oficina explotaría en cualquier momento. Sumándolo a que eran cristianos hasta la médula, relajarse delante de esos gigantes originarios de México le resultaba un poco complicado a un niñato medio punk:
-¿Stewart? ¿Cómo estás?-preguntó el hermano de Sheila.
-Bien, señor-respondió dando una respuesta quasiautómata.
-No te pongas tan tenso, amigo, no soy mi padre-para toda la familia Vivar era evidente que el padre de Sheila era quien menos aceptaba a Dylan como pareja de Sheila. "Ese chico debería ir al servicio militar y aclararse la cabeza, y de paso, afeitarse ese pelo raro que lleva", era la opinión del suegro, quien era el tipo de persona que pensaba que todo el que no asistiera a la iglesia no era trigo limpio. Los gustos y las pintas de Dylan no ayudaban. El hermano de Sheila tampoco era muy fan del pelo rubio platinado de Dylan pero sabía que había peores chicos en aquella ciudad: que el hermano de su hermanita fuera un pequeño punk con mal gusto para el tinte no era para tanto. Quizás su vida familiar y tren económico no era perfecto pero notaba a Sheila más feliz y aquel chaval era educado-Sé que eres buen chaval. Dale recuerdos a Rachel de mi parte.
-Gracias. Se los daré, amigou-Dylan deslizó el palabro con un acento muy extraño, que claramente trataba de imitar el del latino.
Sheila se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla a Dylan. Delante de la familia Vivar dejaban las muestras de cariño al mínimo. Cuando Dylan le decía a Sheila que estaba seguro de que su señor suegro tenía preparada una escopeta para cuando le pillase besándola donde no debía, no bromeaba. Ella, por supuesto lo tomaba como otro de los tantos chistes que a Dylan le encantaba hacer, pero él lo creía categóricamente. Se permitió deslizar los dedos sobre los nudillos de Sheila y decirle:
-Si no puedes dormir o algo así, pégame una llamada. Tengo exploración con los chicos.
Sheila le revolvió el flequillo a Dylan antes de que el mercedes se pusiera en marcha, recordándole que no se acostase muy tarde... aunque supiera que lo terminaría haciendo de todas formas.
A la par que el coche se alejaba Dylan caminaba hacia el pequeño y apretado bloque de apartamentos en el que vivía. El chico infló un carrillo antes de comenzar a subir las escaleras a trote con las manos metidas en la chaqueta vaquera. Pasó por al lado de la señora Porter, una anciana afroamericana que vivía frente a su apartamento: como el día en el que se había mudado allí -hacía ya casi un año- la viejecita iba cargada con bolsas que hacían un tintineo al chocar entre sí. A Dylan le hacía gracia pensar que aquella mujer bebía más alcohol de lo que él podría beber en toda su vida, porque casi siempre la veía reclinada bajo el peso de esas bolsas. Como el primer día en el que se mudó, se ofreció educadamente a cargar él mismo con "la medicina para sus viejos huesos" -Dylan nunca llegó a saber si era un eufemismo o realmente aquella mujer le daba cierto matiz terapéutico o todas esas botellas de cerveza-: y como el primer día le dijo que él y su madre eran lo mejor que se había mudado al apartamento 121, que ojalá no se fueran porque vendría algún yonqui a usar el apartamento como un fumadero. El primer día Dylan no se molestó en corregir el hecho de que esa mujer con la que vivía no era su madre, sino su hermana mayor... pero tampoco se molestó en hacerlo en esa ocasión.
Cuando abrió la puerta del apartamento 121 con sus llaves, agarró enérgicamente el llavero en forma de estrella antes de llevárselo al bolsillo trasero del vaquero y cerrar la puerta, mientras que buscaba a tientas el interruptor de la luz. Lo accionó una y otra vez: a la quinta hizo conexión y aquella luz amarilla, tan mortecina, tan lúgubre y tan deprimente iluminó un salón lleno de cajas, con un sofá cuyo tapiz estaba destintado por el tiempo y una mesa pequeña que cojeaba de dos de sus patas.
-¡Estoy en casa!-saludó alegre, quitándose los auriculares de un tirón-¡Eo!
Como era habitual, su hermana no respondió: ella últimamente debía trabajar hasta bastante tarde. Además, esa lasaña congelada sobre la encimera indicaba que tendría que cenar solo: hacía tiempo que Rachel había dejado de usar notas para decirle que "aquel día" tendría que cenar a solas porque se había convertido en algo que siempre ocurría. Torció el gesto al ver el pequeño charquito bajo la bandeja de plástico de la lasaña, y Dylan siseó:
-Por supuesto que nadie me va a regañar porque se hizo tarde.
Se sintió rabioso por unos instantes... sin embargo no tardó en sentirse miserable por su pataleta interna hacia Rachel.
Sí, llevaba un tiempo de piso a piso -a cada cual más ruinoso- siempre solo y vistiendo ropa de segunda mano, pero Rachel se desvivía por él. Dylan sabía que los adelantados estragos de la edad que sufría Rachel eran el precio a pagar para que él hubiera podido tener una adolescencia medianamente normal. Ella se había visto repentinamente sin padres y con un hermano menor al que tutelar.
Simplemente había momentos en los que la echaba de menos y habría querido que ella estuviera allí. Quería preguntarle qué hacer, qué debía hacer. Christopher Poloni, el hermano de la suicida, era su mejor amigo y compañero de la banda Bullets & Noise. El grupo no era la gran cosa ni pretendía serlo: simplemente versionaban de vez en cuando canciones de rock por diversión, al principio en un sótano pero luego en el bar de un conocido, a altas horas de la noche, cuando los clientes estaban ya tan borrachos que no distinguirían a los mismísimos Guns and Roses de un grupo tributo de mala muerte como el de ellos.
En el funeral de su hermana, Christopher parecía completamente ido. Dylan podía asegurar que ese era el momento más duro en la vida de Christopher.
Dylan habría querido estar allí para él pero simplemente aquella escena le traía demasiados malos recuerdos como para quedarse al final. Dylan opinaba que había acudido a demasiados funerales para su joven vida. Se escabulló como pudo, sin dar siquiera el pésame a la familia.
Intentó hablar con Christopher tras pasar unos días... pero fue imposible localizarlo, ni siquiera aparecía por el instituto. Dylan terminó yendo a la casa de Christopher para disculparse por haber "desaparecido" pero todas las luces de la casa estaban apagadas. ¿Quizás habían dejado Greenfield para siempre y sin avisar a nadie? Se sintió horrible pensar que no podría más con Christopher.
No era culpa de Rachel pero de veras se sentía mal al no poder sentarse con ella y hablar de eso. O preguntarle sobre qué cosas podía hacer para avanzar en su relación con Sheila.
Dylan se obligó a dejar de pensar en ello y para intentar distraerse repasó mentalmente la estrategia acordada por su party para superar aquella mazmorra. Mientras tanto metió la lasaña en el microondas. Se tiró al sofá para hacer tiempo hasta que se cocinase: el sonido del electrodoméstico sonaba de fondo como un distópico arrullo. Dylan cerró los ojos un momento. Para él fue un parpadeo pero el microondas en silencio evidenciaba que se había quedado dormido por un rato.
Lo que lo despertó fue el sonido de su móvil, la llamada entrante. Y cuando oyó esas palabras en el teléfono, se enfundó de nuevo en los vaqueros y pedaleó con la bici en mitad de la noche, como si el diablo le persiguiera.
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