Capitulo uno
Desde que era una niña, Anabel había experimentado en carne propia lo traicionera y mezquina que podía ser la vida a su corta edad, el vivir era una constante prueba de fuego llameando en su piel. Se vio a sí misma como un lienzo en blanco, preparado para llenar de pinceladas coloridas su alma. No obstante; envidioso de su felicidad, sin piedad; el destino derramó rojo carmesí en su obra más querida.
Habían pasado cuatro meses desde que perdió a sus padres en un accidente automovilístico. Un mes en la inconsciencia, perdiéndose la santa sepultura de sus seres queridos, sus pilares, su todo. Otra cicatriz imborrable rasgando su alma.
—¿Estás cómoda, cielo? —Carol Scott, mejor amiga de su madre, dijo que junto a su esposo Michel batallaron los últimos meses para quedarse con su custodia. Mientras Anabel se quedaba en un orfanato, por decreto del servicio social. Por poco y la llevaban a una casa de acogida.
—Sí, gracias —Había estado todo el camino en silencio, sin dirigirle una mirada; no porque la odiara, sino por vergüenza de que viera su nueva apariencia. Tomando un poco de coraje la encaró—. ¿Falta mucho para llegar? Estoy algo cansada y se me hace imposible dormir en el carro.
Carol la comprendía, se podía imaginar lo difícil que tenía que ser para ella estar tranquila dentro de un carro, luego de lo ocurrido. Anabel para ella siempre había sido una niña llena de vida, libre y alegre como una mariposa, pero ahora solo la podía ver recluyéndose en sí misma con sus alas rotas.
—Estaremos llegando a la ciudad en menos de quince minutos —Le sonrió de forma fugaz—. Podrás descansar en la habitación que hemos preparado para ti, mi esposo, se ocupó de que así fuera para que estés cómoda.
Llegaron a la casa, y lo primero que hizo Anabel fue dirigirse a su habitación. Carol le dijo que el cuarto tenía absolutamente lo que necesitaba, y era cierto, contaba con todas las comodidades, recorrió el espacio en busca de algo indeseado y pudo respirar nuevamente cuando se percató de que no poseía espejos en ella.
El accidente dejó fuertes secuelas, suficientes recordatorios en su cuerpo para que nunca olvidara lo sucedido. Varias cicatrices marcaban su piel canela; la más notoria surcaba desde el medio de su frente hasta el principio de su mejilla izquierda. No perdió el ojo de milagro.
Dejó sus maletas arremolinadas cerca de la puerta y se tiró de lleno a la cama, más tarde se iría a bañar porque deseaba dormir y sumergirse en el mundo de los sueños.
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En el trascurso de un mes se adaptó muy bien a la ciudad, aunque a ella le parecía más un pueblo grande. Anabel vivió en la capital, y un sitio como aquel era todo lo contrario al frío y duro concreto de su viejo hogar.
El paisaje a su alrededor le regalaba una pizca de paz y tranquilidad que tanto necesitaba. El era el motor que la hacía levantarse todos los días para pasearse de un lado a otro, con su pequeño caballete y miniatura de lienzo cuando quería pintar. Otras veces solo se iba en la bicicleta que Michel le había regalado, con un pequeño bolso lleno de carboncillo, y materiales para usarlo en su blog de dibujo.
—Ve con cuidado —le sugirió Michel, quien bebía una taza de café.
—Lo haré, gracias.
Ese día decidió aventurarse un poco más en la pequeña arboleda que quedaba atrás de la casa, Carol unos días atrás le comentó que cerca de ahí se encontraba un pequeño lago con unas vistas preciosas. Anabel se encontraba intrigada por el lugar, la señora Scott luego de descubrir su vena artística, le sugirió e insistió muchas veces que fuera.
Según era el sitio favorito de su hijo. La adolecente le comentó a Carol que sentía lástima de no poder hablar con él y conocerlo. Hacía un año en que el joven se encontraba en coma, debido a un fuerte golpe en la cabeza. La casa estaba repleta de fotos de él y sus padres. Sabía que él se hallaba en la última habitación de la segunda planta, algo lejos de la suya.
No había entrado a verlo, lo lamentaba por Carol, pero no le emocionaba mucho estar cerca de máquinas, o cosas que le recordaran la mala experiencia de despertar prácticamente sola en una clínica. Todo lo referente a hospitales y enfermos le hacía revolver el estómago. Por eso desde el tiempo que llevaba en casa no se le ocurriría siquiera haberse acercado al último cuarto de la esquina contraria.
Anabel quedó sin aliento cuando llegó al lago. La belleza y sencillez del mismo la motivó a caminar más deprisa, emocionada no se percató de una roca y pisó en falso. Cuando resbaló, pensó que caería encima de un joven que reposaba al frente del árbol, pero no fue así. O ella calculó mal su caída o el cretino se quitó para dejarla caer, lo cierto era que terminó besando la tierra.
Como pudo se puso de pie, sacudió la tierra de la ropa y se acomodó su largo cabello castaño oscuro. Buscó con sus ojos al muchacho y cuando lo encontró, lo fulminó con la mirada, él muy idiota ni siquiera la ayudó a levantarse. Él simplemente se quedó ahí, quieto, mirándola como si ella fuera una aparición.
Eso le recordó su cicatriz, tapándola rápidamente le dijo— ¿Qué me ves?
—¿Yo? —graznó un tanto aturdido.
—¿Quién si no? —Cruzándose de brazos lo retó a toda regla a que le llevara la contraria—. Está bien que no me agarraras cuando me caí, ya que ni yo esperaba caerme, pero ¿ni siquiera tener la mínima gota de educación y ayudarme a levantar?
—Ah. Lo siento, es que llegaste de repente y me pillaste desprevenido, todavía estoy asimilando el susto. —Anabel pudo ver a través de sus ojos grises la sinceridad de sus palabras. Su confusión y desconcierto reflejaba que estaba muy sorprendido de su presencia.
Dejando pasar su rabieta, se dispuso a ver detalladamente al joven. Se veía un poco mayor a ella, era lindo, quizás no era despampanante; de piel trigueña y cabellos negros, pero tenía un aura que le llamaba la atención y eso la puso en alerta.
—Hmm. Bueno, da igual. —Le quitó importancia con un ademan de manos—. En fin, me voy. —Estaba por regresar de donde vino, cuando el joven le gritó, llamando su atención—¿Si?
—No tienes que irte, la verdad yo solo estaré por aquí —Miró hacia el árbol—. Estoy esperando a alguien, no te molestaré; lo prometo.
—Vale —señaló a un terreno un poco más alejado—. Yo iré hasta allá. Adiós.
—Adiós.
Se ubicó debajo de otro árbol para tener una buena perspectiva del lugar y reflejar las luces del paisaje, que era lo que más le gustaba, pero eso sí, sin darle la espalda al chico. Si algo le habían enseñado sus padres; era que nunca debía de darle la espalda a personas que no fueran de confianza.
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