Epílogo
Epílogo
Hacía mucho calor en la sala. El sistema de refrigeración estaba en su máxima potencia, pero incluso así la temperatura ambiente no descendía de los cuarenta y cinco grados. Fuera, la ciudad debía ser un auténtico horno. O al menos eso creía, claro. Las capas de densa niebla que la cubrían apenas le permitía ver más allá de los balcones de la lujosa casa a la que la habían conducido.
Diane se sentía nerviosa e indefensa. Aparentemente, su semblante se adecuaba al del bloque de hielo que siempre había sido, severa y distante, sin embargo, en su interior bullía la incertidumbre. La niña se sentía incómoda vestida con el absurdo mono negro que le habían puesto. También le molestaban las botas, estrechas y poco flexibles, pero en general se sentía bien. Disfrazada, pero bien.
Cheryl, en cambio, se sentía dichosa ahora que había podido recuperar su piel y cabellos blancos como la leche. La niña seguía siendo tan poco agraciada como el primer día, pero al menos ya no proyectaba aquella perturbadora aura que había adquirido en los últimos tiempos.
El hombre o mujer que las había tratado desde su despertar en aquella solitaria sala oscura, un ser cuyo rostro había permanecido oculto tras una máscara en todo momento, les esperaba fuera, al otro lado de la puerta. Hasta entonces no había dicho demasiado, pero Diane era consciente de que su misión era la de, aparte de cuidarlas y llevarlas de un lado a otro, mantenerlas aisladas.
Al parecer, el tipo no había mentido al decir que no volverían a ver nunca más a sus compañeros de Carfax.
Era una lástima, a Diane le hubiese gustado poder ver a los suyos una última vez. No obstante, se alegraba de que ahora pudiesen gozar de una segunda oportunidad.
Pocos minutos después de su entrada, el sistema de reproducción que había situado en la pared trasera se activó. Ante ellas, surgida de la nada, una figura alta, muy alta, vestida con un uniforme oscuro como el suyo y el rostro cubierto por una máscara les dio la bienvenida con una ligera inclinación de cabeza.
—Señoritas, les doy la bienvenida al palacio del ministro de defensa, Edmond Edison. Sé que a estas alturas su nombre no tendrá significado alguno para ustedes, pero pronto eso cambiará. Ambas han sido elegidas entre miles de candidatos para convertirse en los sujetos cero de nuestra sociedad; hombres y mujeres sin nombre ni identidad de los que nadie conoce su existencia. Para ello pasarán treinta años aisladas recibiendo el adiestramiento pertinente en uno de nuestros enclaves secretos. Como pronto descubrirán, la vida que les espera no será fácil. Ni formularán preguntas ni les serán respondidas; no tendrán compañía alguna ni nadie en quien confiar. No habrá descanso. No habrá pasado, ni tampoco futuro. Se convertirán en fantasmas; seres sin nombre y sin cara capaces de realizar absolutamente todo aquello que se les exija. Aunque nos encontremos en un periodo de paz relativa, las discrepancias y tensiones entre las distintas naciones nos está obligando a tomar medidas. El amigo pronto se convertirá en enemigo, y ahí estarán ustedes para informarnos de las medidas y pautas a seguir. Será un trabajo complicado y duro por el cual sacrificarán el resto de su existencia... pero gracias al que se convertirán en seres útiles para la sociedad. Y sé que quizás ahora no comprendan nada, pero pronto lo entenderán todo. Aunque puedan llegar a pensar que esto es un castigo, les aseguro, señoritas, que son las mujeres más afortunadas de toda su compañía. El resto ya son historia. —La figura se llevó el puño al pecho—. Bienvenidas al Reino, agentes cero: bienvenidas a Tempestad.
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