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Capítulo 8

8 – El camino de los gigantes

 

Al siguiente amanecer Carfax reinició la marcha. Sus componentes habían creído que el descanso en el hospital se alargaría durante una temporada, y más después del descubrimiento del accidente, pero se equivocaban. Pocas horas después de enterrar los cadáveres, Zane reunió al resto de cronistas y a Ember en lo que muchos consideraron una reunión de emergencia. Los altos cargos de Carfax permanecieron varias horas reunidos, y ya entrada la noche, transmitieron las nuevas órdenes a todo el campamento.

Al siguiente amanecer, antes incluso de que la claridad permitiese que las hogueras pudiesen ser apagadas, se pusieron en marcha.

Había muchos rumores en relación al motivo real por el que se había decidido reiniciar la marcha. Oficialmente, Ember y Engels habían informado a la compañía de que la cronista Diane Russ había tenido una nueva visión que les guiaría hasta su destino, tal y como siempre solía pasar. No obstante, tanto Axel Roland, la mejor fuente informativa de toda Carfax, como otros tantos habían ofrecido otras versiones bastante distintas entre sí. Para algunos, el motivo por el cual Zane había decidido levantar el campamento era porque habían detectado la presencia de otra compañía cerca del hospital. El edificio era un magnífico blanco para los exploradores enemigos, así que no era de sorprender que otros grupos organizados hubiesen decidido tomarse un descanso en el punto de encuentro. Otra de las razones era que, durante la noche, varios guardias de los que patrullaban el edificio habían visto los espectros de los niños desaparecidos. Aquella teoría no tenía tanta fuerza como la primera, pues la creencia en fantasmas no estaba demasiado extendida por Carfax, pero sí que era bastante más real. Al parecer, sugestionado por la reciente muerte de su hijo, Otto Bronx había creído ver su espíritu jugueteando con otros niños en una de las plantas más elevadas durante su turno de guardia. Sobre la opinión de su compañero de patrulla, James Tourné, también había todo tipo de rumores. Según decían, James había secundado la visión de Otto durante las primeras horas asegurando que él también lo había visto todo. Poco después, Luther Ember le había visitado, y a partir de entonces su versión había vuelto a cambiar. Oficialmente ni había espectros ni nada fuera de lo normal; solo un hombre muy abatido y bebido.

Obviamente, había algunos que no se lo habían creído.

Otra de las teorías hablaba de la posibilidad de haber encontrado algo realmente impactante en la zona accidentada. Prácticamente nadie había logrado llegar tan lejos, pues de la nada había surgido un desfiladero a su alrededor que había impedido que la mayoría pudiese acercarse, pero por lo que se decía, los guardias que habían logrado llegar habían encontrado supervivientes con información muy valiosa que, por supuesto, solo habían revelado a Ember y a Zane.

De todas, muy probablemente aquella fuese la teoría con mayor número de seguidores.

Finalmente había otras teorías que giraban en torno a la figura de Alec Vergal y su segundo triunfo consecutivo en la cacería. Al parecer, el enfado de los participantes perdedores había sido tal que, obligado por las circunstancias, Zane se había obligado a levantar el campamento. Y es que, o era irse o iniciar una guerra civil entre carfaxianos.

Lógicamente, aquella teoría no era la más realista, pero sí la más popular. Y es que, aunque el cansancio y la muerte no abandonasen jamás a los carfaxianos, había unos cuantos que nunca perdían el buen humor.

El camino prometía ser agotador. Tras dejar atrás el hospital y los bosques, Carfax se adentró en un túnel de niebla en el que nuevamente solo su propia presencia les acompañaba. Según el rumor que el propio Ash había hecho correr para animar a sus gentes, una de las ciudades estaba más cerca que nunca, pero los carfaxianos habían oído tantas veces aquellas palabras que ya apenas le prestaban atención. No obstante, no se detenían. El camino sería largo, cansado y peligroso, pero tarde o temprano tendría que acabar.

O quizás no. Adam deseaba creer que a cada paso que daban se acercaban más y más a su objetivo, pero en ocasiones como aquellas en las que se veía totalmente perdido en mitad de la nada le resultaba complicado mantener el ánimo. Afortunadamente, no había nadie a su alrededor para darse cuenta de ello. Como de costumbre, el cronista avanzaba solo. En aquella ocasión, por petición expresa de Zane, Adam viajaba a la altura de la zona central de la comitiva, pero a varios metros de distancia de sus ocupantes, hundido de pleno en la niebla. Al parecer, aunque el motivo real de su partida había sido la visión de Diane, Zane sospechaba que estaban siendo perseguidos por otra compañía. Por el momento no tenía pruebas de ello, por supuesto, pues de lo contrario habrían dado la señal de alarma y Carfax se habría preparado para el inminente enfrentamiento, pero dado que trataba de un presentimiento, y Barak no solía equivocarse, todos se habían tomado muy en serio el tema de la vigilancia. Ash y Adam vigilaban los flancos junto con otros tantos exploradores repartidos por toda la columna, Diane y Ember el frente, y Barak y Zachary la retaguardia.

Tendrían que mantener los ojos muy abiertos, aunque teniendo en cuenta lo que había visto el día anterior, resultaba francamente complicado. Incluso así, Adam sabía que era necesario mantener la mente fría hasta que encontrasen un lugar en el que poder resguardarse. La vida de todas aquellas personas dependía en gran parte de él, y no quería fallarles.

Los días pasaban muy lentamente. Tras ocho largos días de jornada inacabable a lo largo de los campos de niebla, los suministros empezaron a descender alarmantemente. Durante los días de estancia en el hospital el grupo de recolectores había logrado reunir una gran cantidad de material médico. Había medicinas e instrumental a rebosar y en perfecto estado en prácticamente todas las salas. Alimento, en cambio, apenas habían encontrado. Tras revisar y vaciar las despensas y cocinas del restaurante del hospital, la aparición del bosque y su respectiva cacería había permitido que durante tres días pudiesen comer carne fresca y vegetales. Lamentablemente, una vez finalizado el suministro habían vuelto a utilizar las raciones que a lo largo de todo aquel tiempo habían logrado reunir.

Unas raciones que al haber aumentado el número de adultos iban acabándose sorprendentemente pronto.

Alcanzado el noveno día el cansancio acumulado era tal que Zane decidió dar un descanso al grupo. Hasta entonces se habían detenido únicamente durante los periodos nocturnos para descansar, pero las condiciones climatológicas habían sido tan desfavorables que los carfaxianos apenas habían logrado conciliar el sueño. Afortunadamente, a parte de las penurias habituales, Carfax no había sufrido ningún ataque tal y como él había presentido. Al cronista no le había abandonado en ningún momento la sensación de estar siendo observado, pero al no haber sido localizado ningún explorador enemigo empezó a relajarse. Ciertamente estaban perdidos en mitad de la nada y con unas condiciones bastante malas, hambrientos y agotados, pero se alegraba de que al menos no tuviesen que enfrentarse a otras compañías. De haber tenido razón, Carfax hubiese sufrido demasiado.

Tras informar a los hombres de que se realizaría un parón de veinticuatro horas, Zane volvió a reunir a los cronistas. Aunque el campamento entero fuera a descansar, ellos no podrían mantenerse de brazos cruzados. Tenían que buscar indicios y pistas de dónde se encontraban; un rastro a seguir, o, al menos, provisiones, y para ello todos sabían lo que tenían que hacer.

Aquella misma noche Adam y Diane saldrían a explorar.

Mientras tanto, Ember ordenó a Ash que preparase los turnos de guardia con sus hombres mientras él se aseguraba de que el campamento se levantaba tal y como estaba estipulado. Siguiendo las órdenes de Barak Zane, los carfaxianos disfrutarían de veinticuatro horas de descanso. Todos necesitaban descansar, incluso ellos.

Finalmente, como siempre acostumbraba a hacer cada vez que el campamento se asentaba en algún nuevo paraje, Erika reunió a sus recolectores para sondear la zona. No era demasiado habitual que en los parajes de niebla se hallase suministro alguno, pero dadas las circunstancias no perdían nada comprobándolo. La necesidad era lo primero. A continuación se encargó de preparar el avituallamiento de aquella noche. Tal y como Zane había ordenado, las raciones se verían reducidas prácticamente a la mitad. Una cantidad ínfima que, aunque les permitiría sobrevivir, apenas serviría para llenarles el estómago.

Una auténtica lástima.

Caída la noche la oscuridad más profunda engulló todo cuanto les rodeaba. Normalmente el periodo nocturno se diferenciaba del diurno gracias al ligero descenso de claridad. En aquella ocasión, sin embargo, la noche fue totalmente distinta. La oscuridad se cernió sobre ellos como un manto azabache y, por primera vez en mucho tiempo, ni tan siquiera la luz de las hogueras logró hacerla retroceder.

Sorprendido ante la llegada de la oscuridad, Adam decidió cambiar sus ya habituales ropas blancas por el manto oscuro que varios años atrás Zachary le había recomendado hacerse. Según le había explicado el cronista durante una de las jornadas de viaje, tarde o temprano llegarían tiempos oscuros para Carfax, por lo que debía que estar preparado. Y Adam le había creído, desde luego. Pocos hombres habían tan sabios como Frost. Eso sí, en su mente la oscuridad mencionada había sido totalmente distinta. Hambrunas, guerras, muertes... quizás incluso un cambio en la numerología, pero no noches cerradas.

Aquello, aunque no le asustase, le preocupaba, y más después de lo ocurrido anteriormente. Por desgracia, tampoco podía hacer mucho al respecto. Ya fuese de noche o de día, él podía fundirse en la oscuridad o niebla con la misma facilidad, así que no tenía nada que temer. El cronista preparó su mochila, se ajustó el cuchillo al cinturón y, tan silencioso como de costumbre, atravesó el campamento hasta las afueras. Cruzó sin ser visto el perímetro de vigilancia y se encaminó hacia la nada.

Pronto la oscuridad le engulliría.

Diane se encaminó a la nada desde el otro extremo del campamento. Ella no tenía la misma facilidad que Adam para desaparecer entre la niebla, pero sí bastante mejor visión. La mujer observó desde el extremo sur del perímetro de vigilancia cuanto le rodeaba y estudió con detenimiento las sombras. A simple vista, Carfax estaba rodeado por un grueso e impenetrable muro de oscuridad sólida, pero más allá de aquel simple espejismo la cronista podía ver caminos inscritos en lo que, sin lugar a dudas, era un gran laberinto. Lo que hubiese más allá de sus altos muros no era algo que ella pudiese percibir, pero al menos era algo con lo que poder empezar.

Tras revisar el cargador de su pistola, Diane lanzó un fugaz vistazo al campamento. A lo largo de todos aquellos días había tenido varias oportunidades de acabar con la vida de la intrusa, pero dado que Zane aún no había tomado ninguna decisión al respecto había decidido esperar. No obstante, su paciencia no era infinita. Si a su regreso aún no había llegado a ninguna conclusión, ella misma tomaría la decisión por todos. Al fin y al cabo, ¿acaso no era lo que pretendían al no posicionarse?

Matar a la niña no sería demasiado popular, de eso no cabía duda. Diane había visto cómo la miraban y trataban las mujeres del campamento, como si fuese la reencarnación de sus hijitos muertos, y eso no le gustaba. Es más, le horrorizaba. Aquella niña perversa estaba jugando bien sus cartas y, a base de sucias artimañas estaba a punto de ganar la partida.

Era sorprendentemente inteligente.

No obstante, Diane aún tenía que mover ficha y no estaba dispuesta a perder. Mientras ella siguiese con vida, nada ni nadie amenazaría la supervivencia de la compañía, y mucho menos desde dentro.

Finalizada la repartición de los suministros para esa noche, Erika regresó a la pequeña tienda de campaña que era su hogar con el estómago tan vacío como varias horas atrás. Al igual que el resto, la recolectora estaba agotada y hambrienta después de tantos días de dura marcha, pero había sido incapaz de consumir su ración sabiendo que otros compañeros como los guardias o los propios cronistas la necesitarían más que ella. Al fin y al cabo, antes que los intereses propios estaban los de Carfax, por lo que el sacrificio valía le pena.

Tomó asiento sobre el viejo y desastrado saco de dormir que le hacía las funciones de colchón y sustituyó sus ropas de trabajo por las de descanso. A continuación cerró la cremallera de la tienda. Como cada noche, en la lejanía pudo ver como Clive Maxwell y su perra la observaban desde la lejanía. Desde su encuentro en el bosque no habían intercambiado palabra, pues las circunstancias se lo habían impedido, pero la escena se repetía a diario. Ellos la observaban y ella comprendía perfectamente el motivo.

En cuanto tuviese oportunidad tendría que hablar con él... ¿pero cómo?

Consciente de que aquella noche tampoco hallaría la respuesta, Erika extrajo del interior de su bolsa el pequeño trozo de espejo que llevaba siempre consigo y lo alzó ante su rostro. A continuación se apartó la larga cabellera oscura de la garganta. Como de costumbre, la serpiente de Carfax seguía allí, en el cuello.  

Al caer la noche, todos salvo uno abandonaron la tienda médica, reclamados por el deber y la familia. Ella, en cambio, se quedó allí, sola por primera vez. Hasta entonces siempre había habido alguna enfermera o un guardia cerca, vigilándola. Llegado a aquel punto, sin embargo, tras la evidente mejora de sus heridas, ya no los necesitaba.

Cheryl evitaba mirarse en los pocos espejos de los que disponían los Carfaxianos. El cirujano había no había mencionado en ningún momento cómo había devorado el fuego su rostro, pero tampoco era necesario: ya lo sabía. La niña tenía la cara, los brazos y las manos ennegrecidas por las quemaduras. Cheryl lo sentía cada vez que respiraba o se movía.

Según había podido saber, la piel le nacería bajo las quemaduras; débil y rosada, pero al menos volvería a salir. El pelo, en cambio, era otra cosa. Muy probablemente volvería a crecerle la cabellera, pero nadie sabía cuál sería el destino de sus las cejas y pestañas. Allí las quemaduras habían sido tan profundas que incluso el cirujano había llegado a creer que se le habían quemado los ojos. Por suerte, ahí seguían, atentos a todo.

Durante aquellos días de viaje Cheryl había viajado junto a Zachary Frost, en el carruaje. El anciano encargado de celebrar el ritual se había mostrado preocupado por su estado de salud, pero también muy amable y positivo. Al parecer, él creía que el accidente había sido provocado por la premura con la que la habían sometido al ritual. Cheryl apenas acababa de aparecer cuando ya estaba cruzando el fuego. No obstante, ella tenía sus propias teorías. Unas teorías que, aunque no había compartido con nadie ni seguramente lo hiciese, giraban en torno a la posibilidad que, sin lugar a dudas, todos barajaban pero nadie se atrevía a mencionar.

Todavía podía oír el susurro de los carfaxianos al prepararse para pasar la noche. Al igual que ella, todos habían ansiado que llegase aquel momento. Después de tantos días de camino necesitaban poder conciliar el sueño y relajarse. Y pensar. Todos necesitaban reflexionar sobre lo ocurrido, y entre ellos Cheryl la que más. El avance por los duros caminos de niebla resultaba demasiado agotador emocionalmente como para poder pensar en nada más que no fuese sobrevivir. La compañía entera tenía la mirada fija en cuanto les rodeaba, temerosa de que de un momento a otro alguna amenaza cayese sobre ellos. No obstante, una vez el campamento se asentaba y el silencio y la paz se apoderaban de los carfaxianos, sus mentes empezaban a divagar sobre todo cuanto les rodeaba. El pasado y los seres perdidos, el presente y los temores que conllevaba, y el futuro y su destino.

Si realmente su destino en la vida era el de llegar a una de aquellas ciudades, y así lo deseaban todos, no lograrían hacerlo con una amenaza entre ellos como era Cheryl. El Fabricante no lo permitiría.

Cheryl sabía que le estaban dando tiempo. No sabía quién lo había decidido, pero era evidente que, fuese quien fuese, estaba esperando a que la marca despertase en ella. Se podría decir que le estaban dando un poco de margen. Lamentablemente nada había cambiado en ella. A pesar de desearlo con todas sus fuerzas, la marca no aparecía, y teniendo en cuenta cómo estaban transcurriendo los acontecimientos, nada parecía que fuese a cambiar. Sin embargo, incluso así, ella no perdía la esperanza. Cheryl quería ser una más de Carfax, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

Aquella noche, aprovechando que estaba al fin sola, Cheryl decidió deshacerse de sus ropas para emprender de nuevo la búsqueda de la marca. Cuando estaban las enfermeras o el cirujano delante lo hacía disimuladamente, sin atreverse siquiera a moverse demasiado por si la descubrían. En aquella ocasión, en cambio, no dudó en levantarse y desprenderse tanto de la bata como de las vendas para poder asegurarse. Cheryl cerró la cremallera de la tienda, cubrió la entrada con la misma sábana con la que se había estado cubriendo hasta entonces para evitar que alguien pudiese verla a través de algún agujero en la tela y tomó asiento sobre el suave colchón que habían decidido traer con ellos para que estuviese cómoda. A continuación empezó a examinarse centímetro a centímetro toda su anatomía.

Tras un rato llegó a la conclusión que todo parecía estar igual que la primera vez. Su piel ahora quemada estaba repleta de costras negras bajo las cuales era imposible investigar, pero el resto, la piel que se había logrado salvar y la nueva, estaban indemnes. Ni marcas, ni señales... nada.

Decepcionada, Cheryl se dejó caer de espaldas sobre el colchón. Empezaba a sentirse como si no perteneciese a ningún lugar... como si no estuviese preparada para aquella vida. Pero si realmente era así, ¿por qué la había enviado el Fabricante? Había oído todo tipo de cosas al respecto, pero prefería no pensar demasiado en ello. Si estaban volviendo a poner a prueba a Carfax a su costa las cosas no tardarían demasiado en complicarse. Tarde o temprano alguien decidiría alzar la mano contra ella, y entonces...

No quería irse. Aunque Diane no la hubiese ido a ver ni fuese a hacerlo, y Erika apenas la hubiese hablado durante las últimas visitas, Cheryl no quería dejar Carfax. El equipo médico la trataba muy bien y se sentía muy querida por las enfermeras. Varias de ellas, aunque no comprendiese el motivo, habían pasado del odio al amor en apenas unas horas, y eso le gustaba. Le gustaba que la cuidasen, alimentasen y tratasen con palabras de cariño. Era como si, de pronto, tuviese muchas madres, y no quería perderlas. Ni a ellas ni a nadie... ¿pero qué podía hacer para impedir lo inevitable?

Decidió volver a comprobar que la marca no estuviese allí. Con la oscuridad era complicado ver nada, pero no le importaba. Necesitaba encontrarla. Tenía que estar allí, escondida en algún lugar, esperando su momento para hacer una gran entrada triunfal; esperando a que ya nadie confiara en ella para, por fin, demostrar a todos que era una carfaxiana.

Esperando a que fuese demasiado tarde.

Aterrada ante aquella última posibilidad, Cheryl empezó a tirar de las costras para examinar la piel nueva. Aún no sabía demasiado sobre Carfax, pero sí que no dudarían en eliminarla por el bien de la compañía. El grupo, como había oído decir varias veces, era lo primero.

Una a una, Cheryl fue arrancándose todas las costras. En la mayoría de los casos sentía auténticas punzadas de dolor al hacerlo, sangraba y los ojos se le llenaban de lágrimas, pero valía le pena. La marca tenía que estar por allí, oculta en algún rincón de su anatomía... y no se equivocaba.

Tras dejarse ambas piernas en carne viva y sangrando, Cheryl empezó a trabajar en el brazo izquierdo. Allí las costras eran menos abundantes, pues el brazo había sido la extremidad que menos había padecido el accidente, pero eran lo suficientemente grandes como para poder ocultarla. Una a una, Cheryl fue tirando de ellas hasta alcanzar la que cubría su antebrazo. La pérdida de sangre y los dolores habían logrado que se marease y tuviese nauseas, pero incluso así no se detuvo. Cheryl se concentró en la herida del antebrazo y empezó a tirar.

Y allí la encontró.

La marca era muy reciente, de un intenso color azul ahora cubierto por sangre; visible y llamativa, como cualquier otra marca de Carfax. No obstante, su forma y tonalidad eran totalmente distintas.

Cheryl contempló con una mezcla de rabia y temor la marca. Por mucho que había rezado por conseguirla, aquello que ahora tenía ante sus ojos no era la serpiente de Carfax. Ni lo era ni se parecía. Aquello simplemente era una fea aberración en forma circular de lo que parecía un sol.

Un sol.

Un maldito sol que la convertía en una extraña. En una amenaza: en una enemiga. Estaba sentenciada. En cuanto lo descubriesen, acabarían con ella. Pero si no la veía nadie... si nadie lo descubría podría conseguir un poco de tiempo. Podría incluso lograr que se acostumbrasen... que lo pasasen por alto.

Pero para ello nadie podía saberlo.

Cheryl cogió la lámpara de aceite de la mesilla de noche y la encendió con una cerilla tal y como el cirujano le había enseñado. A continuación, con las manos temblorosas, sacó la cubierta de cristal y acercó el brazo.

Solo había una manera de que nadie la descubriese.

Llevaba ya casi siete horas caminando cuando una tenue luminiscencia blanca empezó a iluminar el día. La noche había resultado ser mucho más larga de lo esperado, pero también sorprendentemente tranquila. Armado únicamente con su cuchillo, Adam no había cesado de caminar por las sombras desde el inicio de su marcha. De vez en cuando creía poder percibir algo en la lejanía; sonidos y olores, pero todos eran demasiado distantes como para poder darles forma. Además, su instinto aún no había dado la señal de alarma. Adam había creído que en la oscuridad hallaría todo tipo de amenazas, desde posibles enemigos hasta nuevas pruebas del Fabricante, pero lo cierto era que todo estaba siendo muy tranquilo.

Demasiado tranquilo.

El cronista aprovechó el amanecer para tomarse un descanso. Aún no estaba lo suficientemente cansado como para tener que dormir, pero sí sentía el estómago vacío. Así pues, tras tomar asiento en la niebla, abrió la mochila que cargaba a sus espaldas. En su interior guardaba la bolsa que la propia Erika le había preparado para la expedición: un bocadillo, varios dulces, agua potable, una lata con arándanos... demasiado. Normalmente las raciones de exploración eran mínimas, y más en situaciones de escasez, pero la ya antigua ley no escrita implantada por algún carfaxiano al que le gustaban demasiado los cronistas marcaba que los cronistas debían ser tratados con respeto y reverencia. Una ley estúpida bajo su punto de vista, desde luego, pero a la que nunca se había opuesto. Al contrario, ya que les tocaba arriesgarse más, que menos que hacerlo con el estómago lleno. No obstante, era inevitable sentir cierto sentimiento de culpabilidad al respecto.

Ya con el estómago lleno, Adam retomó la marcha. No sabía exactamente qué encontraría en el camino, pero tenía la sensación de que pronto hallaría algo perdido entre la niebla. Algo que volvería a situarles en mitad de aquel laberíntico mapa invisible y mitigaría los miedos y dudas de la compañía. Y quizás, con un poco de suerte, incluso serviría para darle un poco de espacio a la chica sin marca.

Adam no era estúpido. Aunque Diane era una buena exploradora, el cronista era consciente de que Zane la había enviado al exterior únicamente para apartarla de la extraña. Diane, al igual que todos los cronistas, velaba y luchaba por el bien de la compañía, pero sus modos e ideales se les escapaban de las manos. Según decía Zachary, eso era debido a que estaba bastante más evolucionada que la mayoría; ella tenía un punto de vista más amplio de la realidad, por lo que era capaz de tomar decisiones que el resto ni tan siquiera podía entender. Adam, en cambio, la conocía lo suficiente como para saber que simplemente le asustaban las amenazas. Después de sufrir tantas bajas a lo largo de todas las pruebas y enfrentamientos que habían sufrido a lo largo de su historia, Diane se negaba a permitir que alguien tan potencialmente peligroso como la chica sin marca permaneciese a su lado. Era, bajo su punto de vista, una manera de defenderse antes incluso de ser atacada. Y tenía razón, Adam no lo negaba. Aquella niña podría traerles grandes peligros, ¿pero cómo expulsarla sabiendo que no sobreviviría ni un día en soledad?

Aunque no estaba en sus manos el decidir el futuro de la chica, Adam no podía evitar preguntarse si sucedería algo durante su ausencia. La seguridad del campamento se había visto comprometida en demasiadas ocasiones como para no preocuparse. Sin embargo, poco o nada podía hacer a aquellas alturas aparte de confiar en Ember y Zane.

Decidió concentrarse en el camino. Además de la seguridad del campamento había algo que le seguía preocupando enormemente, y temía que el pensar en ello pudiese ponerle en peligro. Algo a lo que, aunque había intentado ignorar durante aquellos días, no cesaba de darle vueltas en la cabeza.

Algo que, sin lugar a dudas, había sido lo más impactante que jamás había visto en la vida.

Involuntariamente su mente viajó hasta la zona del accidente. Mientras que Erika se había dedicado a pasear y tratar de ayudar a Clive, él había ido a inspeccionar la cabina, y lo que había encontrado en su interior no le había pasado por alto.

Cadáveres.

Cadáveres demasiado calcinados y deformados por el accidente como para ser reconocidos, pero que, al ser sacados al exterior, habían revelado su procedencia al dejar a la vista sus marcas.

Carfaxianos.

Al localizar las serpientes en sus cuerpos Adam había comprendido que lo que estaba viendo era algo realmente grave, pero no tanto como cuando, al seguir avanzando, había encontrado el cuerpo de la tercera superviviente abandonado. Gracias al relativo buen estado de éste había podido descubrir mucho sobre él con nada más echarle un vistazo, y no había sido el único. Erika, de pie frente a éste y con los ojos prácticamente fuera de las órbitas, también se había dado cuenta.

Adam no había hecho mención alguna mientras sacaba a Erika y Clive de la zona accidentada. Los dos carfaxianos estaban muy tensos y nerviosos a causa de lo que acababan de ver, por lo que supuso que era mejor no discutirlo abiertamente. Al fin y al cabo, ¿qué podía decirles? Él también estaba confuso. Así pues, guardaron el secreto. Adam no tuvo que pedírselo, ni ellos tuvieron que jurar que lo harían. Simplemente sabían lo que tenían que hacer, y el cronista estaba convencido de que no le iban a fallar.

Ellos no.

Tras unos cuantos minutos de reflexión, Adam se descubrió a si mismo pisando césped. El cronista avanzó unos cuantos pasos y se agachó para confirmar su visión. El césped, perfectamente cortado a pocos centímetros de altura, rezumaba vida y humedad.

Entusiasmado ante el descubrimiento, Adam se llevó las manos a la nariz y aspiró el perfume de la naturaleza. Quizás más adelante se equivocase, pero al menos por el momento aquello le parecía muy buena señal. Después de todo lo vivido, Adam era bastante más afín a los espacios abiertos que a las ratoneras en las que de vez en cuando el Fabricante les había metido.

Antes de seguir, Adam giró sobre sí mismo para hacer un rápido análisis del entorno. Poco a poco, la densidad de la niebla estaba empezando a disminuir, aunque no a desaparecer.

Reinició la marcha. El paisaje que poco a poco se formaba a su alrededor parecía ser el de una ladera verde en la que tan solo flores y césped parecían tener cabida. También había insectos, moscas en su mayoría y mosquitos; incluso, revoloteando desprevenida, alguna que otra mariposa. Pero nada más.

¿O quizás sí?

Tras seguir avanzando por la ladera con los ojos bien abiertos ante cualquier posible ataque, Adam ascendió una pequeña colina tras la cual halló algo que jamás había visto hasta entonces. El cronista aceleró el paso para poder estudiarlo de cerca, descendió el pequeño desnivel donde se hallaba y se detuvo a escasos metros. Ante él, de monstruoso tamaño y con un realismo demoledor, había grandes titanes de piedra en forma de hombres y mujeres. La mayoría de ellos eran adultos, aunque también había algún que otro niño y anciano, y miraban con solemnidad hacia la misma dirección. Altos, fuertes, de aspecto rudo y un tanto descuidado, aquellas estatuas evidenciaban la verdad de la vida de los supervivientes. Para ellos no había lugar a las sonrisas ni a las cargas insustanciales; únicamente aquello gracias a lo cual pudiesen salvar la vida era bienvenido. Cuchillos, espadas, bastones, mantas, redes, fusiles... y su marca. La marca de su compañía: un gran sol que, con gran orgullo, todos portaban pintados de color azul en el antebrazo. 

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