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Capítulo 7

7 – A.R.K.A.R.Y.A 5-5-1

 

El hedor del combustible en llamas era insoportable. La mente de Max conocía aquel olor, pues en su mente tenía grabados los componentes de dicho perfume y su correspondiente fórmula, pero jamás había estado lo suficientemente cerca como para comprobar lo repugnante que podía llegar a ser.

Ahora, a escasos metros de los charcos de aceite y combustible en llamas, comprendía por qué su mente lo rechazaba.

Tras ordenar a Layla que no se alejase de él, Max se cubrió la boca y la nariz con el cuello de la chaqueta para poder seguir avanzando sin asfixiarse. Los árboles aún cubrían el objetivo, pero presentía que estaba muy cerca.

Se preguntó qué habría pasado. Hasta donde había podido descubrir gracias a Ash, aquel tipo de acontecimientos eran buenas señales. El Fabricante mostraba su apoyo a las compañías enviando lo que ellos llamaban "puntos de encuentro". Unos "puntos de encuentro "que, aunque a veces podían conllevar beneficios para la compañía, en la mayoría de los casos eran terroríficamente crueles y dañinos. No obstante, al tratarse de una señal de buena voluntad del Fabricante, ellos no le culpaban. Al contrario, le aplaudían y agradecían su apoyo...

¿Es que acaso se habían vuelto totalmente locos?

A pesar de sus intentos por comprenderlo, Max seguía sin entender como una madre podía darle gracias al Fabricante por acabar con la vida de su hijo a cambio de uno de esos "puntos de encuentro". Era innegable que el saber que el camino que seguían era el correcto era algo básico para la supervivencia, ¿pero acaso todo era válido con tal de averiguarlo?

Max no quería ni plantearse la posibilidad de que el Fabricante decidiese jugar con la vida de Layla para demostrar su aprecio a Carfax, pero sabía que era factible. Ese monstruo creador parecía disfrutar con el dolor ajeno, y ella era un magnífico blanco. Sin embargo, Max no estaba dispuesto a ponérselo tan fácil.

Si lo que quería el Fabricante era guerra, él se la daría.

Max quitó el seguro de su fusil. El arma que Ash le había dado no era demasiado buena ni moderna, pero para él era más que suficiente. El hombre se agazapó entre los arbustos y ralentizó la marcha para intentar ser más sigiloso. Desde allí únicamente podía captar el hedor y el rumor del fuego al devorar lo que fuese que le esperaba, pero pronto cambiarían las cosas. Se lo decía el instinto.

Pocos segundos después se arrepentiría de haber llegado tan lejos.

—Arkarya 551 —leyó en apenas un susurro—. ¿Pero qué demonios...?

Clive Maxwell no era capaz de reconocer qué era aquello que había semienterrado en la tierra, pues dentro del abanico de términos que dominaba su mente el concepto de lanzadera no tenía cabida, pero el instinto le decía que no podía ser nada bueno.

Buscó escondite entre un matorral especialmente tupido y se agazapó para estudiar más de cerca lo que tenía ante sus ojos. A simple vista parecía una avioneta de grandes dimensiones que, tras colisionar contra el suelo, había quedado medio enterrada, pero por su exótica forma, las perturbadoras decoraciones de vidrio y gemas preciosas que decoraban su fachada, y las estrafalarias conexiones tecnológicas que la componían era de suponer que se trataba de otro invento bastante más complejo.

Algo que, bajo su óptica, no podía ser humano. 

Inquieto ante la perturbadora visión, Max se obligó a sí mismo a estudiar la anatomía del extraño transporte en forma de V. En la parte delantera de la máquina, que era de un intenso color verde esmeralda metalizado, varios cristales rotos revestían el interior de lo que parecía ser la cabina de pilotaje. En los laterales, lejos de haber compuertas o accesos, únicamente había las placas de metal que componían las alas. Además, situados en los extremos picudos de las últimas, varios motores y ventiladores de considerable tamaño ardían emitían potentes estallidos de luz ambarina.

Y encima de éstos, inscrito en letra gótica de intenso color azabache, estaba el nombre de la nave inscrito.

A.R.K.A.R.Y.A 5-5-1

—Increíble —musitó el hombre tras el primer vistazo—. ¿Te gusta, Layla?

A pesar del impacto y el fuego, la estructura resultaba sorprendentemente elegante. Fuese quien fuese su creador, no humano, por supuesto, había tenido muy buen gusto al elegir la mezcla cromática y las complejas y sinuosas formas que componían el transporte.

Layla olfateó el aire como respuesta. Más allá de la gruesa capa de pestilencia procedente del combustible en llamas, el animal podía captar otra esencia bastante más interesante para un carnívoro como ella.

Se lamió el hocico. Perdido entre el océano de llamas y destrucción podía captar el perfume de la sangre fresca.

—No te adelantes, ¿de acuerdo? —le ordenó al ver como alzaba las orejas para agudizar el oído—. No lo creo, pero puede que haya algún superviviente.

Decidió comprobarlo. Max volvió a posicionar su arma a modo de ataque y se incorporó. La distancia que separaba el transporte accidentado de su refugio no era especialmente corta, pero Max creyó sentir que el tiempo se aceleraba al empezar el avance. Ciertamente, nada parecía haber logrado sobrevivir al accidente. Todo cuanto le rodeaba permanecía en la más completa y absoluta quietud a excepción de las llamas, pero el hombre tenía un mal presentimiento al respecto. No obstante, no se detuvo. Avanzó hasta alcanzar el primer escombro hundido en la tierra. Al no haber habido una gran explosión no se había formado un cráter, pero era cuestión de tiempo de que el fuego acabase por alcanzar algún bidón de combustible explosivo.

Max se detuvo para comprobar que el arma estaba cargada. Tomó aire, murmuró unas plegarias sin sentido ya para él y siguió avanzando. Unos metros por delante el fuego danzaba sobre las manchas de aceite y carburante dibujando sinuosas formas ambarinas.

Lo primero que decidió visitar fue la cabina. Ésta, medio enterrada en la arena, había sufrido la peor parte del impacto. El morro había quedado abollado, las placas metálicas que la recubrían habían saltado por los aires, y los cristales habían reventado hacia dentro. Sin bajar la guardia en ningún momento y con Layla en completa tensión a su lado, Max se agachó para intentar ver más allá de los cristales rotos. El instinto de decía que seguramente preferiría no ver lo que aquel extraño objeto guardaba en su interior, pero sentía demasiada curiosidad como para perder la oportunidad. Así pues, tras lanzar un rápido vistazo en el que tan solo encontró oscuridad, humo y restos de cristales, decidió acercarse un poco más.

Procedente del interior de la cabina había un nauseabundo olor a lo que parecía goma y carne quemada.

Hedía a cadáver.

La posibilidad de hallar un cuerpo le detuvo. Max se alzó todo lo alto que era y contempló la cabina en respetuoso silencio. Aunque no podía negar que la curiosidad y el morbo le instaban a seguir adelante, Clive Maxwell sentía demasiado respeto hacia los muertos como para asomarse. Así pues, consciente de que seguir adelante sería un gran error, decidió dar un rodeo para poder así admirar los restos de la nave. Si los otros deseaban extraer los cuerpos, él les ayudaría gustoso, pero no por decisión propia.

Layla le siguió de cerca mientras paseaba entre los escombros. Después de lo descubierto en la cabina, el grado de nerviosismo y tensión de ambos había descendido notablemente. Seguían en guardia, por supuesto, pero ahora les movía más la curiosidad que el instinto.

Simplemente querían ver.

Tras un rápido paseo por la zona, Maxwell dio por finalizada la exploración. Seguramente la aparición de aquella nave debía tener un gran significado para Carfax, pero dado que él no se lo encontraba decidió volver al campamento para avisar de lo ocurrido. Probablemente los cronistas pudiesen encargarse de ella. O la guardia. O quien fuera. Cualquiera menos él. Visto lo visto, Max únicamente quería volver y descansar un rato; disfrutar de las piezas que Layla y él habían cazado y, quizás, con un poco de suerte, invitar al muchacho que les había salvado en el subterráneo.

Si es que se lo permitían, claro.

Por lo que tenía entendido, aquel gesto provocaría el desagrado de muchos, pues tratar con los cronistas no era demasiado popular, pero no le importaba. A aquellas alturas de la vida, con tantos años de existencia a sus espaldas, lo único que Clive Maxwell deseaba era poder disfrutar cada segundo de vida que le quedaba, y en aquellos precisos momentos lo que más le apetecía era, aparte de comer y beber, preguntar al chico como había logrado acabar con la bestia en solitario.

Se alejó de regreso a los árboles. A su alrededor las llamas seguían ardiendo con voracidad, pero aparte de aquel detalle nada parecía haber cambiado lo más mínimo. Max recorrió la zona del accidente con cuidado de no tropezar con los escombros, y una vez alcanzada la línea de árboles se detuvo.

—Buena suerte, Arkarya 551 —se despidió llevándose la mano a la sien—. Ha sido un auténtico pla...

El crepitar de unas botas al pisar la hojarasca seca que cubría el suelo le hizo sellar los labios. Max y Layla se agazaparon con rapidez, y con las armas preparadas para un posible combate, buscaron con la mirada el causante del sonido. Pocos segundos después, arrastrándose y con el uniforme de color burdeos ennegrecido por la sangre y el fuego, la única superviviente del accidente surgió de entre los arbustos.

Erika avanzaba con rapidez. Salir del hospital no había sido tarea fácil, y mucho menos teniendo en cuenta como tenía las manos, pero tras mucho insistir y luchar por ello había logrado al fin encontrar el modo de salir a través de una de las ventanas traseras.

El cirujano se enfadaría mucho cuando se enterase de que había escapado; Erika era consciente de ello. Sin embargo, no le habían dejado ninguna otra opción. El grupo organizado que había enviado Ember con él a la cabeza sería el encargado de imponer el orden, pero teniendo en cuenta que ni Ash ni Leigh iban con ellos, tenía tiempo más que suficiente para ver el accidente con sus propios ojos.

A diferencia de muchos de los carfaxianos, que incapaces de dar dos pasos en un bosque sin perderse, Erika Cooper gozaba de un exquisito sentido de la orientación gracias al cual podía moverse con facilidad entre los árboles. Era una mujer rápida, sigilosa y cuidadosa, pero sobre todo era una mujer práctica. La recolectora sabía qué era lo que tenía que hacer para avanzar con mayor rapidez, y no dudaba en hacerlo por muy herida que estuviese. Si tenía que saltar por encima de troncos caídos o adentrarse en charcos hasta la cintura, lo hacía. Si tenía que descolgarse por barrancos o atravesar puentes naturales semiderruidos, lo hacía. Y si tenía que trepar árboles e ir saltando de rama en rama, también lo hacía... aunque en aquella ocasión ni tan siquiera se lo planteó. Con las manos palpitando de dolor y los brazos engarrotados era estúpido pensar en aquella posibilidad.

No obstante, incluso así, avanzaba muy rápido. 

Veinte minutos después del inicio de la carrera, Erika dio de bruces con un escarpado y peligroso barranco. Al fondo de éste, treinta metros de muro de tierra y piedra más abajo, el camino seguía llano y aparentemente fácil de recorrer. Lamentablemente, para llegar hasta él primero tenía que descender el muro de piedra, y teniendo las manos tal y como las tenía, aquello era totalmente impensable.

Nuevamente el Fabricante la ponía a prueba.

Casi tan impresionada por la altura como por el reto que descender aquel muro comportaba, Erika retrocedió varios pasos. Como acérrima enemiga de las alturas el mero hecho de plantearse el descenderlo le resultaba una auténtica prueba de valor. ¿Y qué decir del hándicap de las manos? De prueba de valor pasaba a tarea titánica.

Una tarea que, obviamente, no podía realizar. Aunque a decir verdad no tenía muchas otras alternativas. El desfiladero desde donde observaba el barranco se extendía a lo largo de centenares de metros a su alrededor hasta perderse en el bosque, por lo que el mero hecho de planearse el rodearlo carecía de sentido. Así pues, se quedaba sin opciones. ¿Sería posible que, después de todo lo que había hecho en el hospital para lograr escapar, su camino acabase allí? Erika sabía que el Fabricante no era bondadoso, y mucho menos con ella, pero le sorprendía que la dejase sin opciones. Si por algo se caracterizaba su querido Constructor era por su afición a los juegos, ¿y qué mejor diversión que aquélla?

Erika se obligó a si misma a volver a acercarse al barranco. La altura era muy impresionante, de eso no cabía duda, pero sabía que podía superarla. En el caso de haber tenido las manos totalmente sanas y fuerza de voluntad suficiente, la recolectora habría superado aquella distancia y cualquier otra, pero dadas las circunstancias se sentía totalmente impotente. Siempre podía intentar lograrlo sentándose en la tierra y dejando que la pendiente la llevase muro abajo, pero teniendo en cuenta la inclinación del muro era de esperar que muriese en la caída. ¿Así pues? ¿Qué opciones le quedaban? Erika sabía que aquélla era la mejor. De haber habido cualquier otra posibilidad, la recolectora no habría dudado en seguir adelante, pero era evidente que, de nuevo, el Fabricante no quería dejarla demostrar su valía. Los méritos y los honores, como solía decir Solange, era cosa de los guardias. El trabajo sucio, en cambio, era su auténtica especialidad.

Desanimada, Erika se dejó caer en el duro suelo de piedra. Aunque estaba muy orgullosa de realizar la tarea que le había sido asignada, Cooper necesitaba sentirse valiosa. Recolectar suministros y distribuirlos adecuadamente para alargar su vida útil el máximo posible era una labor complicada y básica para la supervivencia de Carfax, pero no todos parecían opinar lo mismo. Cualquiera podía guardar instrumental quirúrgico en cajas, contar limones o llenar bidones de gasolina. Cualquiera. No obstante, el conseguir hacerlo sin recolectar una bomba de relojería por error o partirse la espalda en el intento era una auténtica odisea en algunos de los casos. Lamentablemente, no todos lo sabían. Todos aquellos a los que Zane decidía armar en vez de instruir lo demostraba. Los recolectores cada vez eran menos mientras que los guardias se multiplicaban. Precisamente por ello Erika deseaba poder demostrar la importancia de su trabajo y el de los suyos. Sus conocimientos eran básicos para la supervivencia, y más en casos como aquellos en los que podía haber vidas humanas en juego. Y es que, en caso de accidente, ¿quién a parte de ella o alguno de sus compañeros iba a ser capaz de estudiar y valorar la situación antes de meterse de lleno en el campo de batalla?

Los factores influían demasiado como para arriesgarse tan abiertamente. Fluidos inflamables, gases tóxicos, materiales altamente peligrosos... ¿acaso Ember pretendía meter a sus hombres de lleno en la nueva trampa del Fabricante sin tan siquiera plantearse la posibilidad de estar poniendo en peligro sus vidas?

—Idiotas —murmuró por lo bajo—. No tenéis ni idea de dónde os metéis.

—Desde luego que no —respondió una segunda voz tras ella.

Sobresaltada, Erika dio un respingo. La soledad y silencio reinantes le habían hecho confiarse. No obstante, no estaba sola. De hecho hacía bastante rato que no estaba sola. Unos cuantos minutos antes, tras localizarla casualmente mientras avanzaba por el bosque en busca del mismo objetivo, Adam se había cruzado con la recolectora y había decidido seguirla por pura curiosidad.

—No tienen la menor idea, aunque creo que ninguno la tiene, ¿no? ¿O quizás tú sí?

Envuelto en su largo abrigo blanco, el cronista avanzó hasta alcanzarla. Se aculilló a su lado con una ligera sonrisa recorriéndole el rostro y centró la vista en el horizonte. Ante él se abría una espectacular vista compuesta por un cielo totalmente blanco, el empinado barranco y los lejanos árboles sumidos en la niebla.

Lanzó un silbido, impresionado.

—Bonito lugar —prosiguió al ver que Erika no respondía. No muy lejos de allí, se veía perfectamente el origen de la columna de humo—. Y bastante directo; por lo que he podido ver te orientas bastante bien por el bosque. ¿Se ha encargado Ember de tu adiestramiento?

Erika frunció el ceño. Por un instante había llegado a creer que durante todo aquel tiempo había reconocido su valía, pero la pregunta le delataba. Era evidente que el cronista se había olvidado por completo de que, tras salvarla del fuego cruzado donde había aparecido, habían pasado varios días perdidos en un bosque en los que Erika había mostrado su valía en más de una ocasión.

—Tan silenciosa como el resto —suspiró Adam ante la pasividad de Erika. Su conducta no le sorprendía lo más mínimo, pues el silencio formaba parte de su tónica habitual, pero incluso así seguía molestándole—. En fin, imagino que te dirigías hacia la columna de humo. Casualmente yo también iba hacia allí, y teniendo en cuenta cómo tienes las manos y que vas desarmada lo mejor es que vengas conmigo si no quieres acabar muriendo en el bosque. Venga. —El cronista se agachó a su lado para ayudarla a incorporarse—. Sé cómo podemos bajar.

Con una actitud más sumisa de lo posiblemente esperado, Erika se dejó guiar a través de los salientes dirección este hasta alcanzar un pequeño desnivel donde se iniciaba lo que parecía ser un estrecho y empinadísimo camino. Una vez allí, Adam se adelantó unos pasos para poder estudiar el terreno. El descenso por allí seguía siendo poco menos que un suicidio, pero al menos habían logrado descender unos cuantos metros.

Se agachó para palpar el muro de piedra. La superficie rugosa de la que estaba compuesta la roca le permitiría escalar, aunque dudaba que el descenso pudiese resultar sencillo. Demasiada inclinación; demasiada humedad. A pesar de ello, Adam no dudó. Volvió junto a la recolectora, se la cargó firmemente a las espaldas a pesar de su oposición inicial y regresó al saliente.

—Yo de ti me sujetaría fuerte —le recomendó con amabilidad mientras se preparaba para iniciar el descenso—. Imagino que no servirá de nada, pero seguro que te sentirás más segura.

Erika ni tan siquiera pudo asentir como respuesta. Nuevamente atenazada por el terror que le causaban las alturas, la recolectora empezó a temblar mientras que el valiente cronista descendía por el muro con la agilidad propia de una araña.

Oculto entre la hojarasca y los matorrales, Maxwell y Layla observaron en completo silencio como la superviviente se arrastraba por el terreno en dirección a su transporte. Desde su posición y distancia no podían ver con total definición a la mujer, pero sí pudieron captar los rasgos básicos.

La superviviente era una mujer de estatura bastante reducida y muy delgada cuya larga cabellera morena lucía recogida en una coleta alta. Su piel era muy blanca y de aspecto delicado, casi tanto como la porcelana, y por su constitución y semblante parecía joven, de unos treinta o treinta y cinco años quizás. El ceñido uniforme color burdeos que vestía estaba repleto de manchas de sangre, pero gracias a los rotos y descosidos dejaba entrever lo suficiente como para saber que estaba gravemente herida.

—Maldita sea —murmuraba entre lágrimas mientras se arrastraba—. Maldita sea, maldita sea... no, no, no... esto no tenía que acabar así... esto no...

Se detuvo entre jadeos para recuperar el aliento. Al volverse para contemplar las heridas de las piernas, las cuales colgaban inertes con los huesos rotos más allá de su cintura, la mujer dejó ver unos grandes y brillantes ojos grises y un rostro desfigurado por los cortes y quemaduras. Del cuello le caía un importante reguero de sangre muy brillante, como si se hubiese cortado, y de las manos, ambas rosadas bajo los restos de los guantes rotos, otro tanto.

La mujer lanzó un rápido vistazo a las heridas y cerró los ojos, al borde del llanto. Por su aspecto y condición era de suponer que no sobreviviría mucho más.

—Santa madre —murmuró Max, impresionado. Por mucho que intentaba percibir algo extraño en ella, aquella mujer parecía ser puramente humana—. Pobre muchacha.

Mientras decidía si acudir o no a su encuentro, la mujer siguió avanzando hasta alcanzar el inicio del desnivel que daba a la zona accidentada. Una vez en lo alto, se dejó caer torpemente. Rodó violentamente por la tierra, clavándose todos los cristales y piedras que hallaba en su camino en piernas y brazos, y siguió avanzando.

No muy lejos de allí, el fuego seguía consumiendo ávidamente la nave.

Max salió de su escondite de inmediato al escuchar su grito de dolor al clavarse un hierro en el costado. La mera idea de establecer contacto con ella le resultaba pavorosa, pues a pesar de su aspecto seguía sospechando que no podía tratarse de un humano, pero la piedad y la lástima impidieron que pudiese quedarse quieto.

Max y Layla corrieron a su encuentro. El hombre dejó el aparatoso fusil en el suelo, justo al lado del cuerpo de la mujer, mientras que la perra se apresuró a lamerle la cara en un intento desesperado por asegurarse de que, a pesar de la sangre, seguía viva.

—No te muevas —le recomendó Max tras arrodillarse a su lado y contemplar con perplejidad el estado de la superviviente. A simple vista era un auténtico milagro de que siguiese viva—. No te...

La mujer tardó unos segundos en responder. Al escuchar los primeros pasos se había detenido y cerrado los ojos, demasiado asustada para intentar fingir que estaba muerta. Pero una vez hubo escuchado la voz del hombre, la vida volvió a apoderarse de ella. Abrió los ojos, dos grandes ojos grises que, por el modo en el que los movía, parecían ya no ver nada, y alzó las manos en busca de algo que palpar.

—¿Lo... lo hemos conseguido... verdad? —murmuró con apenas un hilo de voz. La sangre se le escapaba de los labios con cada palabra—. ¿Hemos... hemos llegado a... a... a la compañía? ¿Estamos... en Carfax?

—Sí —respondió Max con voz temblorosa mientras le ofrecía la mano para que pudiese apretarla. Nada más cogerla, ella la presionó con las pocas fuerzas que le quedaban—. Estás cerca del campamento... pero no hables, estás mal herida. Layla, busca a la gente de Carfax. Busca a...

—¡Layla! —La mujer emitió lo que parecía una carcajada—. Oh... La... La... Layla... hacía tanto que no escuchaba ese nombre... y esa voz... oh, Max...

El hombre se apartó con rapidez, asustado. El aspecto de la moribunda superviviente había logrado que dejase atrás sus miedos y acudiese a su encuentro, pero ahora que acababa de pronunciar su nombre, Max volvía a temerla.

Retrocedió varios pasos más, sin apartar la vista de la mujer. Ésta no había dejado de sonreír a pesar de que él se hubiese apartado. Al contrario. Era como si, en el fondo, lo hubiese esperado.

—Me... me tienes miedo... —murmuró con una mezcla de sentimientos llenando de lágrimas sus ojos ciegos—. No... no te culpo de ello. Yo...

—Mejor no hables —insistió Max desde la distancia. A pesar de que la mujer era evidentemente inofensiva, la apuntó con el fusil—. No sé quién demonios eres ni a qué has venido, pero si lo que quieres es vivir será mejor que te calles.

—No s... ss... seas absurdo... —respondió ella con la voz entre cortada—. No soy... soy estúpida... sé... sé... sé perrrfectamente que... estoy muriendo... precisamente por ello debes... debes escucharme.... Nuestras muertes tienen que haber valido para... para algo... por tu alma, Max... tienes... tienes que escucharme...

La voz de la mujer empezaba a perderse. Receloso, Max se mantuvo a distancia de ella. Ni tan siquiera una vez hubiese muerto lograría confiar en alguien que conociese su nombre y el de su perra sin haberse conocido. No obstante, si lo que quería era que la escuchara, lo haría. Al fin y al cabo, ¿qué daño podrían hacerle las palabras de un moribundo?

—Te escucho.

—Diles... diles que no deben seguirla... que deben dejarla ir... que... que... diles que... que Arkarya... es una trampa. Arkarya es una trampa... el Fabricante...

Antes de que pudiese acabar la frase, uno de los tanques de combustible explotó. La onda expansiva hizo saltar a Max por los aires con la mala suerte de que su cráneo chocase contra el tronco de uno de los árboles.

Acto seguido, cayó al suelo inconsciente.

Ella, en cambio, no tuvo tanta suerte.

Finalizado el descenso, Adam y Erika siguieron el camino a través del bosque a gran velocidad. El vértigo se había cebado con la recolectora bloqueándola hasta el punto de incluso entrar en estado de shock. Erika se había sumido en un estado de semi inconsciencia, y durante largos minutos había permanecido totalmente rígida e inmóvil. Afortunadamente, las cosas habían cambiado cuando, finalizado el descenso, Erika había vuelto a poner los pies en tierra firme. A partir de aquel punto las fuerzas habían vuelto a ella gradualmente, y poco a poco había logrado recobrarse.

Pocos minutos después de reiniciar el viaje, ya inmersos en las profundidades del tupido y espeso bosque, el rastro del accidente les guio hasta la zona afectada. Erika y Adam se abrieron paso entre los escombros diseminados por todo el perímetro, y no se detuvieron hasta alcanzar la estructura en llamas del moderno transporte. Una estructura que, aunque ninguno de los dos era capaz de reconocer, ambos reconocían como la causante del aparatoso accidente.

Cautelosos ante una posible explosión a mayor escala, Erika y Adam recorrieron el perímetro manteniendo las distancias. Desde la lejanía la recolectora podía reconocer por el aspecto y olor la mayoría de los productos químicos vertidos y en llamas, pero no se atrevía a hacer un veredicto al respecto. El transporte que tenían ante sus ojos era tan moderno que sospechaba que los compuestos habían sido mezclados.

De todos modos, ya fuese en su pura esencia o mezclados, seguían resultando peligrosamente inflamables, por lo que recomendó precaución al cronista.

—Es cuestión de minutos de que todo esto salte por los aires —murmuró con timidez, con la mirada fija en los escombros—. Las llamas se propagan con rapidez.

—Entonces seremos más rápidos que ellas.

Se adentraron en el campo de escombros con rapidez y por separado. Aunque ambos buscaban lo mismo, supervivientes, sabían que el tiempo apremiaba demasiado como para darse el lujo de ir juntos. Así pues, a pesar de las circunstancias, empezaron a estudiar cuanto les rodeaba. Los escombros en llamas, la maquinaria que componía el transporte, las piezas desperdigadas por el suelo...

Erika no tardó más que unos minutos en localizar el cuerpo maltrecho de Max tendido en el suelo, al lado de unos arbustos especialmente crecidos. Layla, siguiendo las órdenes de su dueño, había salido en pos de ayuda dirección al campamento, pero al escuchar la explosión había regresado de inmediato. A partir de entonces, tras buscar y encontrar a su amo tendido en el suelo y con el rostro manchado de sangre, no se había alejado de él.

El perro enseñó los dientes con fiereza a Erika al arrodillarse a su lado. Aunque durante la celebración del día anterior se habían visto y le había lamido las manos, amistosa, en aquel entonces el instinto de protección la tenía totalmente cegada. Cualquiera que se acercase a Max sería víctima de sus potentes fauces.

—De acuerdo... —murmuró con tono átono, tratando de mostrarse serena. Erika volvió a incorporarse y, no sin antes lanzar un rápido vistazo a Max, retrocedió unos pasos.

Aunque el hombre yacía inconsciente, supuso que estaba bien por su aspecto. De una de las heridas abiertas al salir despedido por los aires brotaba sangre copiosamente, pero no la suficiente como para arriesgar la vida frente al perro. Además, el pecho se inflaba y desinflaba rítmicamente, así que, aunque necesitaría asistencia médica, por el momento podía esperar.

Decidió regresar al accidente. En aquel entonces Adam ya estaba inspeccionando el contenido de la cabina, por lo que decidió bordear una de las alas. Se detuvo ante el nombre ahora en llamas de la máquina y siguió avanzando hasta bordearla por completo. Una vez al otro lado de esta, justo delante del fuselaje deformado y consumido por las llamas, se detuvo. Ante ella, humeante, caliente y con uno de los cordones prendiendo, había una bota.

Una bota sorprendentemente parecida a las que ella misma calzaba.

Erika pisoteó el cordón hasta apagarlo y se agachó para contemplar el objeto de cerca. Aunque el fuego y el desgaste hubiesen consumido el cuero hasta convertirlo en lo que tenía ante sus ojos, era evidente que el modelo y el tamaño eran igual que el que ella misma calzaba en aquellos precisos momentos.

Era sorprendente, sí, pero también una pista importante.

Un escalofrío le recorrió toda la espalda cuando, al girarse, descubrió algo tirado entre la maleza. Los arbustos sobre los que había caído eran demasiado altos como para haberse dado cuenta de su presencia anteriormente, pero ahora que la bota le había dado la pista, Erika corrió en pos de los restos humeantes de la superviviente. De haber llegado varios minutos atrás, la recolectora habría podido escuchar los últimos gritos de la mujer al morir calcinada. Lamentablemente, a aquellas alturas no quedaban más que los restos del uniforme, la otra bota calcinada y, anudada alrededor del cuello quemado, una bonita cadena de plata de la que colgaba una estrella de cuarzo blanco.

Erika permaneció unos segundos observándola en silencio, profundamente inquieta. Había algo en la anatomía de aquel cadáver que le resultaba estremecedoramente familiar. Algo en la forma de la mandíbula, de las manos, del cuello... incluso en su postura.

Decidió agacharse para poder observarla un poco más de cerca. El hedor de la carne quemada era repugnante, pero la recolectora sentía una sorprendente necesidad de descubrir un poco más sobre la superviviente. Al igual que ella, la mujer era delgada y muy baja, con el rostro ovalado y evidente facilidad para encogerse en situaciones de terror. Sus ojos, ya consumidos por el fuego, habían sido grandes y seguramente bonitos, su cabellera larga y oscura, y su marca...

Muy lentamente, Erika acercó la mano hacia el cuello del cadáver para retirar los restos del uniforme. No sabía exactamente qué era lo que pretendía encontrar allí, pues en su mente estaban empezando a nacer extrañas ideas relacionadas con el cadáver y su procedencia, pero algo le decía que tenía que comprobarlo antes de irse.

Tenía que asegurarse de estar equivocada.

Así pues, muy delicadamente, Erika apartó el cuello de la chaqueta y descubrió  la carne quemada. Sorprendentemente, la marca había logrado sobrevivir al fuego, y estaba exactamente donde ella había sospechaba que la encontraría. 

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