
Capítulo 4
4 – El ritual de iniciación
Hacía unas horas que había dejado de llover. Acostumbrado a la falta de compañía, Zachary Frost se sentía abrumado cada vez que tenía que dar la bienvenida a nuevos carfaxianos. Desde su aparición, el cronista había sido elegido para realizar los rituales de iniciación gracias a su gran conocimiento sobre la naturaleza de los hombres. Entre los más audaces de la compañía se rumoreaba que podía leer en los ojos de las personas, pero no era cierto. Es más, teniendo en cuenta su ceguera, aquellos rumores podían llegar a considerarse un insulto, pero él no les daba mayor importancia. Zachary únicamente transcribía todo aquello que su mente era capaz de captar, y a través de esos conocimientos básicos y su empatía natural, estudiaba y comprendía a los hombres.
Después de muchos días de oscuridad, el escuchar a los hombres que le rodeaban le había hecho aprender mucho sobre Carfax. Sus gentes eran buenas, trabajadoras y leales. Eran grandes hombres y mujeres a los que admiraba y quería como si fuesen sus hijos, pero hombres al fin y al cabo. Imperfectos, cambiantes y negligentes. Pero era precisamente por sus defectos por lo que tanto les admiraba. Si bien sentía auténtico respeto por su fuerza de voluntad y coraje, eran sus miedos los que despertaban el amor en él. Sus miedos y defectos, los cuales, mezclados los convertían en lo que realmente eran. Y era precisamente gracias a esos factores por los que conocía tanto a los hombres. Ni veía en sus ojos, ni leía en sus mentes; simplemente seguía todo su proceso evolutivo desde la llegada hasta su unión definitiva a la compañía. Con aquella información tenía más que suficiente para conocerles en profundidad, aunque ellos no fueran conscientes de ello. Los habitantes de la compañía creían que el conocimiento de Zachary surgía de la brujería. Por suerte, a él no le importaba. Zachary Frost tenía demasiado trabajo plasmando a papel todo cuanto sucedía a su alrededor, y más aquella fría y lluviosa madrugada, como para pensar en tonterías.
Tan servicial como de costumbre, Gwendolyne Fenn, su ayudante, había preparado todo para que el ritual pudiese realizarse según establecía Barak Zane. Un ritual que él mismo había recibido el día de su llegada y que, desde entonces, había servido como bienvenida para todos los recién llegados.
El ritual era un acto más tradicional que funcional por el que absolutamente todos los carfaxianos parecían sentir especial respeto. Para ellos aquellos minutos en compañía de los cronistas pasaban a la prosperidad no solo por ser los primeros y posiblemente últimos, sino porque marcaban el inicio de su vida como miembro de la compañía. Antes del ritual los hombres eran considerados recién llegados, pero una vez completado pasaban automáticamente a ser uno más de la compañía.
Un miembro con derecho a elegir, a luchar y, sobretodo, a sobrevivir.
Para celebrar correctamente el ritual el cronista tenía que recoger trescientos noventa y nueve frutos de olmo negro, árbol que siempre aparecía perdido en la niebla junto a los recién llegados, y repartirlos entre todos los miembros de la compañía. Los frutos restantes, los cuales eran llamados sámaras, eran entregados a los recién llegados para que, en cierto momento del ritual, todos los miembros de la compañía, tanto nuevos como viejos, se alimentasen del mismo árbol.
A parte del alimento, otro de los factores más importantes del ritual era la luz. Para impedir que la niebla se apoderase de ellos y les separase, el ritual se celebraba frente a una enorme hoguera en la que todos los miembros de la compañía lanzaban un objeto personal. Cualquier posesión era bienvenida, por lo que tanto Zachary como Zane insistían en que no se lanzaran objetos especialmente preciados. No obstante, incluso así, siempre había algún carfaxiano que decidía lanzar un amuleto o una prenda de vestir para desearle la mejor de las suertes al recién llegado.
Además de la hoguera, el campamento era totalmente iluminado con velas para ahuyentar a las sombras. Los recién llegados estaban destinados a formar parte de la compañía, así que era necesario que absolutamente todos los carfaxianos estuviesen presentes y fuesen visibles.
Finalmente, el tercer factor clave para el éxito del ritual era la colaboración total y absoluta de la compañía. Aquel último componente era el más complicado de conseguir en la mayoría de los casos, pues lograr que los guardias dejasen sus puestos era una ardua tarea, pero Zachary confiaba en que lo Zane y el resto de cronistas lo conseguirían sin necesidad de tener que ordenárselo.
A la hora acordada, ocho minutos antes del inicio de la jornada (un minuto por cada recién llegado), empezó el ritual. Repartido por el claro que había frente al hospital, todo Carfax aguardaba con interés el inicio de la ceremonia que uniría a sus filas a los ocho nuevos compañeros: una anciana, un par de gemelas, dos guerreros, una chica albina, y un hombre y su perro. La mayoría de los presentes estaban ausentes, pues a pesar de respetar la tradición estaban demasiado cansados o entristecidos como para seguirlo abiertamente, pero había quién lo seguía con auténtica vehemencia. Aquéllos serían los primeros en felicitar y saludar a los recién llegados, aunque únicamente durante unos segundos. Inmediatamente después del acto, la compañía entera tendría que saludarles para concluir su bienvenida, por lo que serían las nuevas adquisiciones las que, campamento por campamento, tendrían que recorrer todo Carfax y darse a conocer.
Pero antes de los saludos, varias eran las acciones que debían realizarse.
Tras leer varios de los poemas compuestos por el propio Barak en honor al Fabricante, Zachary fue llamando uno a uno a los recién llegados. Una vez frente a las llamas de la hoguera y bajo la atenta mirada de todos los presentes, preguntó sus nombres. Grace Dayala, la anciana, Irina y Katia Petrov, las gemelas, Nevin Sverden y Lear Theobold, los guerreros, Cheryl Constance, la joven del pelo blanco, y Max y Layla, el hombre del subterráneo y su perra. A continuación, Barak se dirigió a ellos con voz clara y fuerte para darles la bienvenida. Al igual que todos al entrar, los nuevos miembros de la compañía estaban confusos e intimidados ante la situación, así que ninguno de ellos se atrevió a interrumpir el discurso. Le escucharon con mayor o menor interés desde el inicio al final, y una vez pronunciada la última palabra, formaron un círculo alrededor del fuego.
Había llegado el momento de la ingesta. Zachary pronunció unas últimas palabras a favor de los recién llegados, les encomendó a la suerte del Fabricante y recordó todos y cada uno de aquéllos que habían desaparecido hacía apenas unas horas. Seguidamente, convertidos todos en uno, la compañía degustó los frutos. Los restantes, pues no todas las plazas vacías habían sido ocupadas, serían lanzados al fuego al finalizar los saltos.
Tras consumir el alimento, Zachary les ordenó que se colocaran en fila tras la hoguera. Al fin había llegado el último paso del rito. Un paso que, como último de su antigua vida, debían dar solos. A partir de entonces, Carfax siempre estaría con ellos, pero primero tenían que demostrar que realmente aquel era su hogar.
Tenían que demostrar que eran carfaxianos, y para ello solo había un modo.
—La serpiente os protegerá del fuego —explicó Zachary en voz baja a los presentes—. Aunque quizás no os hayáis percatado de ello, todos y cada uno de vosotros la tenéis grabada en la piel. Es una especie de marca: un símbolo de protección. Ella os permitirá atravesar el fuego. —Los labios del anciano se ensancharon—. Percibo el miedo en vosotros, no me hace falta veros para sentirlo. Hiela los huesos, ¿verdad? —Sacudió ligeramente la cabeza—. No tengáis miedo, ella os protegerá. El fruto que acabáis de tomar la despertará. Ella os guiará hasta Carfax.
Desconcertados ante sus palabras, los unos se miraron a los otros, expectantes. El primero en atravesar la hoguera muy probablemente sería recordado por su valentía. No obstante, el temor a morir carbonizados era devastador. Aunque sus mentes no recordasen nada más allá de su aparición en aquella extraña realidad, el instinto sabía perfectamente que el contacto con las llamas les dañaría. Así pues, ¿por qué se lo pedían?
A pesar de sus sospechas sobre la posibilidad de haber caído en manos de algún clan caníbal, Clive Maxwell fue el primero en responder a la llamada. Debido a los nervios y la tensión no lo había percibido hasta entonces, pero había algo que le ardía en el antebrazo; algo que se movía con vida propia sobre la piel y que, con la voracidad del hambriento, devoraba cuanto encontraba en su camino.
La marca.
Max se levantó la manga de la camisa y comprobó que la serpiente en forma de ocho estaba allí, observándole con ojos inquisitivos. El Fabricante le había elegido a él para que atravesara la hoguera el primero, pero no estaba dispuesto a hacerlo solo.
Se arrodilló junto a Layla y comprobó que la perra también poseía la marca justo detrás de la oreja derecha. ¿Sería posible que, en el fondo, no les estuviesen mintiendo? Fuese cual fuese la respuesta, Max comprendió que no tenía demasiadas opciones. Si mentían moriría carbonizado o asesinado, pero si decían la verdad una nueva puerta se abriría ante él.
Acarició la cabeza de su mascota. Ésta, a diferencia de él, no parecía tener miedo alguno. Es más, estaba tan decidida que dio un paso al frente. Inmediatamente después, antes de que pudiese enfrentarse en soledad a aquel extraño trance, Maxwell se unió a ella.
—Si hay que morir lo haremos juntos, muñeca —le susurró.
Y así hicieron. Juntos se adentraron en el fuego.
—Buena caza, Adam —le felicitó Diane con aparente sinceridad al ver como los dos primeros nuevos carfaxianos, el hombre y su mascota, atravesaban las llamas con impunidad.
Una decena de hombres y mujeres se apresuraron a acudir a su encuentro para darles una cálida bienvenida. Hasta entonces, tratándose de simples desconocidos, la compañía había ignorado su corta presencia en el campamento. Ahora, en cambio, convertidos en miembros de puro derecho, su curiosidad aumentaba hasta tal punto que todos parecían ansiosos por conocerles.
Habían sido muy valientes.
—Son fuertes —respondió Adam mientras contemplaba la escena sentado en el frío suelo. Las botas de piel que se había hecho con el pellejo de la bestia que había derribado no eran lo suficientemente gruesas como para abrigarle del frío, pero incluso así las lucía con orgullo—. Encontrarán rápidamente su hueco en la compañía.
—No gracias a ti, desde luego. —Diane, que estaba cómodamente estirada en el suelo con la cabeza apoyada sobre la almohada que había cogido de una de las camillas del hospital, le dedicó una mirada jocosa—. ¿Por qué no te acercas a darles la bienvenida?
Compartieron una sonrisa cargada de complicidad.
—Ya sabes que no me gusta estropear las fiestas.
Uno a uno, todos los recién llegados fueron atravesando las llamas. Siguiendo la estela de Max y Layla, Nevin y Lear atravesaron también las llamas, el uno junto al otro, tal y como habían aparecido horas atrás. Éstos, tal y como era de esperar, fueron recibidos entre vítores por el grupo de guardias que, muy probablemente, se convertirían en sus futuros compañeros.
A continuación les siguió la anciana, Grace Dayala. La mujer se enfrentó al fuego con valentía y salió victoriosa, lo que logró hacer enloquecer a Carfax. Dayala fue recibida con una enorme ovación y grandes muestras de respeto y afecto. Incluso Ash Engels, que se había encargado de su rescate, hincó la rodilla ante ella y le besó la mano, ceremonioso.
—Es usted única, señora Dayala —aseguró antes de guiarla con suma delicadeza hasta su campamento donde otros tantos compañeros la aguardaban con entusiasmo, dispuestos a arroparla e invitarla a cenar.
Unos minutos después, totalmente aterrorizadas pero alentadas por las palabras tranquilizadoras de Zachary, la siguieron las gemelas, Irina y Katia. Ambas atravesaron las llamas cogidas de la mano y con rapidez, en apenas un brinco. Una vez al otro lado de la hoguera, empezaron a chillar y saltar de alegría, la una abrazada a la otra. Joris Lawson, el guardia que casualmente había dado con ellas y las había sacado del armario donde estaban encerradas, atadas y amordazadas, se apresuró a ir a su encuentro. Las abrazó como si de sus hermanas se tratase y, aprovechando que tenía a cada una en un brazo, las invitó a que le diesen un beso en las mejillas.
Finalmente todas las miradas se centraron en el último forastero. La joven de pelo blanco se mostraba aparentemente relajada al otro lado de las llamas. El miedo que la había paralizado en la cornisa había desaparecido al fin, pero consigo había traído un profundo sentimiento de preocupación. Ante ella, todos sus compañeros habían ido atravesando las llamas, más asustados o menos, pero guiados por la esperanza de poder lograrlo. Tal y como Zachary había prometido, habían pisado el fuego y la marca de Carfax les había protegido. Y había sido increíble.
Pero había llegado su turno. Era su momento de dar un paso al frente y convertirse en una nueva carfaxiana... ¿pero cómo hacerlo cuando no había ni rastro de la mágica marca? Durante los minutos transcurridos desde el avance de Max, Cheryl había intentado percibir alguna de las sensaciones descritas por sus compañeros en relación a la marca, pero no lo había logrado. Ella se sentía igual que antes de tomar el fruto, y no parecía que nada fuese a cambiar. Era como si, en el fondo, ella no poseyera la marca.
—Cheryl. —Escuchó que le susurraba el cronista con afecto a su lado. El anciano había sido muy atento con ella desde el principio—. No tengas miedo, pequeña. Estarás protegida, te lo prometo.
Cheryl le miró a los ojos. Sabía que no debía hacerlo, pues según había oído decir, Zachary era capaz de leer en las mentes cuando se establecía conexión visual, pero había sido algo instintivo... o quizás no. De hecho, en realidad no había sido tan instintivo como le habría gustado pensar. Cheryl estaba confusa, y con aquel gesto voluntario, en realidad, lo que había intentado era que Zachary percibiese sus dudas y pudiese consolarla.
Por desgracia, el cronista no pudo leer sus pensamientos. Podía percibir su nerviosismo y miedo, pero poco más. El motivo escapaba por completo de su entendimiento.
—Vamos —la animó, sonriente—. Sé que puedes. Eres muy valiente; muy pocos hubiesen aguantado como tú en esa cornisa. Lo que has hecho ha demostrado que eres una mujer muy fuerte, y Carfax necesita personas como tú.
Sus palabras lograron hacerla sonreír. Cheryl quería formar parte de la misma compañía que el cronista, pero temía que el fuego pudiese quemarla. Sin la marca, la joven no tenía nada con lo que protegerse.
Se preguntó si podría saltar la hoguera lo suficientemente rápido como para que al fuego no le diese tiempo a quemarla. Sabía que era complicado, pues las llamas solían devorar con rapidez el vello, pero confiaba en que sería capaz.
Además, siempre cabía la posibilidad de que estuviese tan nerviosa que ni tan siquiera fuese capaz de sentir la presencia de la marca...
Cheryl se obligó a confiar en sus posibilidades. Alzó la vista hacia las llamas y buscó con la mirada a la cronista que la había salvado. La mujer de la trenza estaba tumbada en el suelo, charlando con un chico, sin prestar la más mínima atención a su inminente llegada. La otra mujer, Erika, en cambio, la miraba con ansiedad al otro lado del fuego, ansiosa por recibirla y darle la bienvenida.
Ambas habían sido muy valientes. La joven estaba muy agradecida, pero era innegable que la que realmente la había impresionado con su actuación había sido la de la trenza. Diane había sido muy valiente; tan valiente que incluso la envidiaba. Un poco de determinación no le habría ido nada mal en aquellos precisos momentos.
No obstante, con ella o sin ella se le acababa el tiempo. Tenía que saltar... y así hizo.
El corazón de Erika latía desbocado en el pecho. A lo largo de su existencia había vivido varios rituales de iniciación, pero aquel estaba siendo el más emocionante sin lugar a dudas. Todos y cada uno de los nuevos carfaxianos eran especiales a su manera, y como tales eran bienvenidos. No obstante, había uno entre ellos que, dadas las circunstancias de su aparición, era especial para ella. Tan especial que, a cada segundo que pasaba sin moverse frente a las llamas, su nerviosismo aumentaba alarmantemente.
—Vamos, Erika, tranquila. —Escuchó decir a Ash Engel. Después de acompañar a la anciana al campamento, el valiente guardia había regresado con ella y el resto de curiosos para dar la bienvenida a la joven albina—. Lo hará bien.
—Tiene demasiado miedo —respondió ella instintivamente. Ambos habían pasado con anterioridad por su misma situación, por lo que, conscientes de la situación, Ash prefirió no contradecirla—. Ojalá pudiera acercarme un poco más.
—De eso nada, bonita. —Engel se aseguró de que no diese ni un paso más cogiéndola por el codo—. Tiene que hacerlo ella sola.
—Lo sé, lo sé, pero...
Las palabras se ahogaron en su garganta cuando vio que Cheryl daba un paso al frente. La joven albina se detuvo ante las llamas y cogió aire. Respiró profundamente. A continuación, esbozando una sonrisa triunfal, se lanzó sobre la hoguera, la atravesó de dos largas zancadas, y salió. Una vez alcanzado el otro extremo del fuego, se dejó caer al suelo entre gritos y sacudidas.
Estaba envuelta en llamas.
—¡¡¡Cheryl!!! —chilló Erika presa del pánico.
Liberándose de un fuerte tirón de la presa de Engel, el cual, al igual que prácticamente todo Carfax, estaba perplejo, se abalanzó sobre la chica. El fuego le envolvía y devoraba las ropas con voracidad, dibujando feos parches ensangrentados sobre su piel.
Si nadie la ayudaba, moriría.
Ignorando el fuego y el dolor que éste le causaba en las manos al devorar las yemas de sus dedos, Erika se quitó la chaqueta y empezó a presionarla contra el cuerpo en llamas de la chica. Taponó todos y cada uno de los puntos donde las llamas brillaban con fuerza, y no se detuvo hasta que, por fin alarmados por lo que ocurría, acudieron en su ayuda varios compañeros. Se formó un círculo alrededor de ambas. Todos parecían totalmente aturdidos. La chica se quemaba, y nada ni nadie parecía capaz de apagarla.
—¡Ayudadla! —chilló Erika ante la pasividad de los suyos. Aunque se hubiesen acercado, no parecían saber qué hacer—. ¡¡Malditos imbéciles, haced algo!!
Gareth Tarvik, uno de los guardias de mayor edad, la apartó con rapidez para dejar paso a varios doctores que, con Engel a la cabeza, se apresuraron a socorrer a la chica con sus propias ropas y cántaros llenos de agua.
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