Capítulo 22
22 – Juegos de niños
En el interior del hospital era complicado saber cuándo era de noche o cuándo era de día. Atrapado en aquel minúsculo cuerpo que ahora reconocía como propio, Ash se sentía impotente. Era cierto que le gustaba poder disfrutar de buenos tratos y de un lugar tranquilo y seguro como era el hospital, pero incluso así no podía evitar pensar en todo aquello que había dejado atrás. Su vida pasada, su compañía, sus amigos, Erika...
Ash se obligaba a sí mismo a confiar en las palabras de Leigh. Su buen amigo aseguraba que pronto volverían para ayudar a Erika y al resto; que encontrarían el modo de escapar de aquella extraña trampa a la que el Fabricante les había enviado, pero con cada hora que pasaba, el desánimo iba ganando la batalla. Sí, ciertamente deseaba poder cumplir con el plan de Leigh y regresar a por su querida Cooper, el problema era que, en realidad, no tenía la menor idea de cómo. Carfax debía estar en algún lugar, esperándoles, pero por mucho que los dos muchachos habían intentado hallar el modo de volver, no habían sido capaces. El hospital lo abarcaba absolutamente todo, y aunque intentasen ir más allá de las zonas preparadas para ellos, siempre encontraban puertas cerradas y enfermeros que les cortaban el paso.
Eran sus prisioneros.
A pesar de todo Ash se esforzaba por combatir el desánimo. Si había un modo de regresar a Carfax, ellos lo encontrarían, y lo harían antes de que fuese demasiado tarde.
Hacía mucho tiempo que Ash no dormía tan plácidamente. A lo largo de todos sus años de supervivencia en Carfax podía contar con los dedos de las manos las noches que había logrado descansar plácidamente. Aquellos días habían sido duras jornadas en las que el cansancio había sido tal que ni tan siquiera el instinto de supervivencia había logrado mantenerle alerta. El guardia había dormido profundamente, y tan solo Luther Ember había logrado despertarle. Habían sido, como bien le gustaba decir, grandes noches. A pesar de ello, el recuerdo de aquellas jornadas no se podía asemejar al indescriptible deleite que le producía el poder descansar en aquella suave cama de sábanas blancas. Cada vez que cerraba los ojos el muchacho se sentía caer en los brazos de la madre que jamás había conocido, y como si de un recién nacido se tratase, dormía plácidamente apoyado sobre su pecho, dejando que el ritmo de su corazón marcase el compás de sus sueños. Unos sueños lejanos y embriagadores en los que volvía a ser un hombre cuya existencia se veía al fin completa al ser correspondido por la mujer a la que siempre había amado. La única mujer de su vida. Lamentablemente, como cualquier otro sueño, aquella fantasía no era más que una vida paralela de la que seguramente jamás podría disfrutar y que, por supuesto, tenía final. Un final que, en aquella ocasión, vino dado en forma de sacudida cuando, tras bajar por primera vez de su cama, Leigh acudió a su encuentro.
—¡Ash! —Escuchó que le llamaba—. ¡Vamos Ash! ¡La doctora dice que podemos salir, que podemos dar un paseo! ¡Vamos, abre los ojos! ¡Maldito seas, sé que me estás escuchando!
Ash abrió los ojos con lentitud, deseoso de poder alargar unos cuantos segundos más el dulce sueño. Ante él, esbozando una perturbadora sonrisa tan enigmática como él solo, se hallaba el jovencito que ahora reconocía como su camarada.
—Demonios, ¿qué te pasa? ¿Es que no me has oído? ¡Vamos!
Dado que Ash aún no tenía fuerzas suficientes como para mantenerse en pie, la doctora les trajo una silla de ruedas para poder moverle. Leigh le ayudó a acomodarse, y una vez preparados, con el primero al mando, se lanzaron a los silenciosos y tristes pasadizos del amplio edificio en el que habían sido internados.
Al igual que ellos, había muchos otros chiquillos encerrados en distintas habitaciones. La mayoría de ellos estaban demasiado heridos o conmocionados como para poder pasear libremente, por lo que se mantenían en un discreto segundo plano, aislados tras las puertas de sus habitaciones. Los pocos con los que se cruzaban, en cambio, gozaban de un estado de salud parecido al suyo. Por desgracia, ninguno de sus rostros les resultaba familiar. A pesar de ello, dichosos por al fin haber logrado escapar de la habitación, los muchachos empezaron a moverse por la amplia estructura del hospital en busca de pistas o información que, lamentablemente, nada ni nadie parecía ofrecerles.
Recorrida la zona este del hospital, lugar en el que únicamente habían encontrado más habitaciones como las suyas y enfermos jugando en los pasillos o siendo perseguidos por doctoras creadas genéticamente con la misma fisionomía que la que les atendía, los muchachos se dirigieron hacia la zona oeste. Allí, aunque en los corredores apenas había señales de vida, las puertas ocultaban tras de sí lugares bastante más interesantes que la anterior. Laboratorios, consultas médicas, despachos, bibliotecas... incluso había una cantina en el interior de la cual hallaron a unos cuantos pacientes más.
Agotados por el esfuerzo, los muchachos se acomodaron en uno de los bancos para disfrutar de un par de zumos que, con aparente indiferencia, un enfermero de rostro inexpresivo les sirvió. En el hospital todo el personal parecía formar parte de un mismo todo: todas las doctoras eran igual físicamente, al igual que lo eran los enfermeros y el personal de limpieza. Los muchachos sospechaban que eso se debía a que, muy posiblemente, se tratasen de meros clones, pero no tenían la certeza. Sin embargo, no era la similitud de los empleados lo que más les inquietaba. Lo realmente desconcertante era el parecido que había entre todos los internados, y no precisamente por el físico. Los pacientes, todos niños debilitados y dañados, se mostraban como tristes títeres de cristal al borde del derrumbamiento. Los más fuertes eran capaces de moverse por los pasillos arrastrando los pies, charlar entre susurros e, incluso, jugar, pero poco más. Los dos muchachos que habían visto escapando de las doctoras habían sido una excepción. Los más débiles, en cambio, eran poco más que maniquís rotos aguardando el momento de apagarse definitivamente y dar paso a los nuevos.
—Que sitio más endemoniado —exclamó Leigh en un susurro tras lanzar una rápida mirada a su alrededor—. ¿Tú crees que son chicos de verdad? Cualquiera diría que son androides.
—Puede que no sean más que attrezzo —respondió Ash con las manos cerradas alrededor del frasco de cristal en cuyo interior se hallaba el zumo de frutas—. Al fin y al cabo, esto no deja de ser una obra de teatro más del Fabricante. No te dejes engañar.
—Claro, claro...
Aunque Leigh difería, no quería compartir sus pensamientos con su compañero. No lo creía adecuado. Por desgracia, le costaba ocultar sus cada vez más evidentes dudas. Aunque Ash insistiera en que todo cuanto les rodeaba formaba parte de algún plan maquiavélico del Fabricante, Leigh sospechaba que el juego de su archienemigo había llegado a su fin. Es más, estaba casi convencido. A pesar de ello, dado que no quería dañar a su compañero, lejos de mantener la conversación y desarrollarla, el muchacho se limitó a mirar de nuevo al resto de pacientes de la sala con disimulo. A simple vista todos parecían extraños con rostros cualquieras que no despertaban en él más que indiferencia. Sin embargo, había uno de ellos que, en mitad de tanto vacío y silencio, brillaba como una estrella en la noche.
Leigh forzó la vista para poder ver un poco mejor al extraño. Desde la distancia parecía tratarse de un cualquiera, pero ahora que se fijaba más en él, no cabía duda de que había contemplado en decenas de ocasiones aquel mapa facial.
Invadido de un repentino furor, el muchacho se incorporó, tomó la silla de su amigo por los mandos y tiró de él hasta la mesa donde el otro muchacho sorbía tranquilamente su zumo. Se sentó frente a él en un arrebato de valentía y le examinó con sumo interés.
Inmediatamente después esbozó una sonrisa pletórica.
—¡Capitán! —exclamó con una alegría que jamás había despertado dicha persona en él—. ¡Bendita sea nuestra suerte! ¡Es el capitán!
Mientras que el muchacho frente a ellos les miraba con cierta perplejidad y molestia, Ash no pudo más que parpadear con sorpresa. Ciertamente aquel muchacho era Luther Ember, claro que, con cuarenta años menos resultaba bastante complicado reconocerle. Sus rasgos eran mucho más suaves, su mirada más juvenil y su semblante algo menos recto. No obstante, seguía ofreciendo la misma aura marcial que de adulto.
—¿Capitán? —respondió el chico sin poder ocultar que su mera presencia e interrupción le incomodaba—. ¿De qué demonios...?
—¡Capitán! —prosiguió Leigh con entusiasmo—. No sabe cuánto me alegro de volver a verle; ahora que usted está con nosotros todo será muchísimo más fácil. ¿Puede decirnos qué está pasando? ¿Dónde estamos? Usted murió antes que nosotros, así que imagino que...
Un codazo en las costillas procedente de su compañero le instó a sellar los labios. Aunque no cupiese la menor duda de que aquel chico era Luther Ember, era evidente de que ni sabía de lo que estaba hablando, ni les reconocía. Quizás durante sus primeros días de estancia en el hospital sí que hubiese sabido quienes eran; de hecho, lo más probable era que les hubiese reconocido incluso antes él a ellos que viceversa. Sin embargo, a aquellas alturas, Ash Engels y Leigh Middlebrook ya no eran más que meros borrones para Luther Ember.
Visiblemente incómodo, el muchacho que una vez fue el capitán de la guardia de Carfax abandonó la mesa sin decir palabra. Siendo el capitán de naturaleza callada e incluso un tanto tímida, era de esperar aquella reacción, aunque incluso así resultó un tanto dolorosa. A pesar de la brevedad del encuentro, ambos habían sentido crecer la esperanza en su interior al reconocerle. Lamentablemente, ya se había esfumado.
—Era Ember, ¿verdad? Luther —murmuró Leigh con la tristeza reflejada en el semblante—. Era él... ¿no, Ash?
—Eso parece —admitió Engels sin poder evitar seguirle con la mirada hasta la puerta—. Aunque no debes dejarte engañar; Luther murió hace días.
Por un instante, Leigh tuvo la tentación de gritar a su compañero que se callase; que dejase de una vez su estúpida teoría de la trampa, sin embargo, antes de que pudiese escapar palabra alguna de su garganta, algo llamó su atención. Recién llegados del pasillo, con el pelo alborotado y expresiones traviesas en la cara, dos jóvenes vestidos con las mismas batas azules que los muchachos vestían entraron en la cantina. Barrieron la sala con la mirada, intercambiaron unas risitas al cruzarse con Ember y, a punto de darse la vuelta, el más alto de los dos detuvo al otro al encontrar en Leigh y Ash lo que estaban buscando.
Una vez cara a cara, descubrieron que el más bajo de los dos era una chica de pelo corto. Una chica que, al igual que su compañero, les resultaba sorprendentemente familiar.
—No vale la pena intentarlo con el capitán —exclamó el recién llegado con petulancia—. Por mucho que le insistáis, no va a reconoceros: le han lavado el cerebro.
—¿Qué le han hecho qué? —respondió Leigh con cierta sorpresa—. ¿Lavado el cerebro? Oye un momento, ¿vosotros no sois...?
—Le han borrado la memoria —le interrumpió la chica esbozando una sonrisa a la que le faltaban varios dientes de leche—. Fue hace apenas un par de días, así que ni os molestéis. Nosotros ya lo hemos hecho y no sirve de nada. No recuerda absolutamente nada. Y sí, camarada, somos nosotros. ¡Bienvenidos al mundo real!
El guardia mejor informado de todo Carfax, Axel Roland, y la ayudante de Erika Cooper, la recolectora Solange Meddle, les daban la bienvenida.
—No me lo puedo creer —murmuró Ash con los ojos brillantes—. ¿Significa entonces...? ¿Significa entonces que esto ha acabado? ¿Qué Carfax...?
Aunque al principio había querido negar lo evidente, toda la información conseguida a lo largo de todos los días que Axel y Solange llevaban en el hospital logró hacerle abrir los ojos. El sueño de Carfax había acabado. La muerte provocada gracias a la cual habían regresado al mundo real había sido causada debido a que el final del proceso de selección en el que se habían visto involucrados llegaba a su final. Un final cruel e injusto al que la mayoría no lograba sobrevivir, pues los daños sufridos en la realidad alternativa de Carfax se reproducían a nivel psicológico en sus cuerpos reales, pero ante el que ya nada podían hacer. El juego había llegado a su final y ahora únicamente les quedaba ver qué iban a hacer con ellos.
A lo largo de todas las jornadas que habían permanecido aislados en el hospital, Axel y Solange habían visto muchas cosas. Como les sucedía a Leigh y a Ash, nadie había querido informarles abiertamente de lo que estaba pasando, por lo que, utilizando todo tipo de métodos, habían logrado conseguir las piezas del gran puzle en el que ahora se había convertido su existencia. Un puzle complejo y lleno de lagunas que, seguramente, jamás lograrían discernir pero que, afortunadamente, poco a poco empezaba a dar un poco de sentido a todo.
Carfax era el nombre de la comunidad de la que todos sus miembros procedían; un lugar ya muy remoto en el que habían nacido y del que, siendo niños, habían sido arrebatados para ser introducidos en aquel perturbador experimento. La finalidad del experimento aún era un misterio, pues la información al respecto era complicada de conseguir, sin embargo, Axel y Solange habían logrado descubrir que se trataba de una especie de prueba de supervivencia. Una prueba en la que todos habían participado, aunque no con la misma finalidad. Mientras que los cronistas tenían la posibilidad de alzarse como vencedores y, por lo tanto, ser elegidos para fuese cual fuese el motivo del experimento, el resto de participantes, parias y homúnculos, no eran más que attrezzo; acompañantes, aliados, enemigos y amigos a través de los que los cronistas iban desarrollando su personalidad y, a su vez, iban siendo puestos a prueba.
El destino de los caídos durante el experimento era muy distinto dependiendo de las condiciones de su muerte. En la mayoría de los casos, si la muerte era muy violenta, los sujetos no lograban sobrevivir. Los traumas cerebrales que reflejaban las heridas físicas los dejaban incapacitados y, en consecuencia, les dejaban morir. El resto, en cambio, gozaba de una recuperación relativamente rápida gracias al equipo médico del hospital en el que se hallaban. Sobre el futuro que les aguardaba también había grandes dudas, aunque a grandes trazos se resumía en que, tras hacerles un reprogramado cerebral, es decir, borrarles la memoria, eran reinsertados en la sociedad. El papel que a partir de entonces jugasen en ésta era un gran misterio, pues según habían podido saber, en la época en la que les había tocado vivir los hombres desarrollaban distintos trabajos teniendo en cuenta sus capacidades físicas y mentales. Sin embargo, fuese cual fuese su destino, había algo claro, y ese algo era que nada de lo ocurrido en Carfax podría ser recordado.
—¿Es eso lo que le ha pasado a Luther? —se interesó Ash, aprovechando una de tantos silencios—. ¿Le han borrado la memoria?
—Sí —afirmó Axel con rotundidad—. Por lo que sabemos, la regeneración neuronal, que es como lo llaman, no se realiza hasta el final del proceso de recuperación. Sin embargo, Luther necesitó ser atendido de urgencia. —Su semblante se tornó sombrío—. A veces, descubrir demasiado vuelve locas a las personas.
La curiosidad había arrastrado a Luther Ember a realizar una investigación sobre el estado de su esposa e hija. Inicialmente, el descubrir que el mundo les ofrecía una segunda oportunidad para completar la vida que habían iniciado en Carfax le había animado enormemente. El capitán ansiaba poder recuperar su familia y seguir con lo que habían iniciado anteriormente. Lamentablemente, tras una intensa investigación en la que su integridad física se había visto seriamente expuesta en varios casos al enfrentarse abiertamente con miembros de la seguridad del hospital e incluso con las fuerzas del orden, el capitán había dado con la triste información del desenlace de sus familiares. Una información que, a pesar de su fortaleza mental, no había sido capaz de soportar.
—Dentro de poco se lo llevarán de aquí —prosiguió Axel—. Parece que ya tiene destino, así que es cuestión de días o quizás horas que desaparezca. Quién sabe, puede que así sea mejor.
—Pobre hombre —le secundó Solange por lo bajo—. Nunca tuvo suerte.
—Desde luego. —Tras unos segundos de reflexión, Leigh retomó la palabra—. ¿Y qué hay de los otros? Por lo que he podido ver por aquí, hay chicos que no son de Carfax. ¿Es posible que este experimento se esté realizando con otras comunidades?
—¡Por supuesto! —Solange volvió la mirada atrás. Aunque ahora ya solo quedaban ellos en la cantina, anteriormente había habido miembros de otras compañías—. Hay chicos de muchos lugares; compañías de las que no he oído hablar jamás. Por lo que hemos podido saber, todos están en la misma situación que nosotros; son parias u homúnculos a la espera de que les redistribuyan. Dado que sus compañías aún están muy lejos de Arkarya, van llegando en cuenta gotas, pero bueno, van llegando.
—¿Y qué pasará cuando los nuestros lleguen a la ciudad? —consultó Ash con curiosidad—. ¿Ellos seguirán también luchando? ¿Van a elegir a un candidato de cada compañía, o...?
La aparición de un enfermero clónico para limpiar el cerco de humedad dejado por el vaso de zumo de Ember en la mesa les hizo callar. Los muchachos le observaron sin disimulo alguno, con las miradas fijas en su peculiar anatomía, y permanecieron en silencio hasta que desapareció tras la barra. Una vez solos de nuevo, Axel respondió.
—Hasta donde sabemos, solo buscan a dos personas. Desconozco cómo lo van a hacer, pero creo que en cuanto llegue la cuenta atrás a su fin, los desconectarán a todos... al menos a los que queden aún allí, claro. Hay otras secciones del hospital como ésta en la que hay más carfaxianos. Muchas más.
—Están intentando mantenernos aislados para que no podamos actuar —prosiguió Solange—. Es como si nos temieran, y no les falta motivo. Aunque ahora no seamos más que niños, en la mente colectiva queda el recuerdo de Carfax, y si bien Ember por si solo ha sido un peligro, imaginad lo que podríamos hacer todos juntos.
Permanecieron unos segundos en silencio, fantaseando con todo lo que nuevamente unidos podrían hacer los miembros de Carfax. Era innegable que en los últimos tiempos la compañía había estado más dividida que nunca, ¿pero qué habría podido pasar en caso de haberse reunidos los auténticos carfaxianos que en otros tiempos tantas glorias habían acumulado? Era una utopía, lo sabían. En caso de que hubiesen sobrevivido, sus antiguos compañeros ya fallecidos hacía mucho tiempo actualmente estarían sirviendo en la sociedad. Sin embargo, fantasear con cómo podría haber sido la vida de haberse reunido todos en aquel espacio temporal era muy tentador.
Carfax podría haber llegado incluso más lejos en la vida real que en el experimento.
—Has dicho que hay una cuenta atrás. —Recordó Ash tras cruzar los brazos sobre el pecho—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Pues quiero decir lo que quiero decir. —Axel sonrió sombrío—. A nuestros compañeros les queda muy poco... puede que un par de días como mucho. Han decidido traer de vuelta a todo el campamento y dejar únicamente a los que realmente optan al premio. El resto... bueno, vosotros sois la clara muestra de que están volviendo.
—Hay algunos a los que están intentando mantener allí el máximo de tiempo posible —prosiguió Solange con voz ligeramente temblorosa—. Hay enfermos... y todos sabemos qué pasa cuando desconectan a enfermos.
Ash y Leigh intercambiaron una fugaz mirada. Aunque no sabían cual era el destino de los enfermos, podían imaginarlo, y más teniendo en cuenta el modo en el que Solange se había referido a ello.
Ambos sintieron como la sangre empezaba a hervirle en las venas. Aunque ellos hubiesen tenido la buenaventura de salir con vida de aquella traumática experiencia de la que pronto no les quedaría recuerdo alguno, no darían por completada su participación hasta asegurarse de que todos los suyos volvían con vida.
—Pero si traerles de vuelta en ese estado pone en peligro su vida, ¿por qué lo hacen? —consultó Leigh con visible preocupación—. ¿Por qué no alargar su estancia hasta que se recuperen? ¡Entonces la tasa de mortalidad sería inferior!
—Parece que hay alguien que no está dispuesto. —Axel suspiró con impotencia—. Según dicen las malas lenguas, el proceso es demasiado costoso, amigo. Ya sabes, hay demasiados intereses... aún no he podido descubrir demasiado al respecto, pero parece que las vidas humanas, y más las de huérfanos, no son demasiado valoradas en este querido mundo nuestro.
—¡Pero hay que impedirlo! —exclamó Ash alarmado. De haber podido levantarse, lo habría hecho—. ¡No podemos dejar que los traigan así! ¡Es un asesinato!
Leigh asintió con lentitud, demasiado sorprendido y horrorizado por la noticia como para poder decir palabra. Ciertamente lo que estaban planteando realizar con sus compañeros era un asesinato: un acto vil y despreciable frente al cual se negaba a mantenerse de brazos cruzados. Tenían que hacer algo, sí, ¿pero qué? ¿Cómo detener un proceso del que apenas tenían información y frente al cual no sabían cómo actuar en aquel estado? Leigh se sentía muy capaz de devorar el mundo entero si era necesario siendo un niño o un adulto, pero dudaba mucho que Ash pudiese seguirle. Claro que, ¿cómo dejarle atrás?
Un rápido vistazo le bastó para ver en los ojos vidriosos de su buen amigo todo el dolor que le causaba aquella triste noticia. Muchas buenas personas morirían si no hacían nada para impedirlo, y entre ellas, por mucho que le doliese, estaba alguien demasiado querido para Ash como para que pudiese permitir su muerte.
—Lo impediremos —anunció Leigh con rotundidad—. Tenemos que pararlo sea como sea; aunque ya no estemos allí...
—Sigue siendo Carfax —le interrumpió Axel bajando ligeramente el tono de voz. Hacía días que esperaba escuchar aquellas palabras—. Contábamos con ello, amigos... y tenemos un plan. De hecho lo diseñé hace días, pero me faltaba gente. Ahora, con vosotros, todo es distinto. Claro que es un tanto complicado.
—Bastante complicado en realidad —le secundó Solange—. Pero vale la pena. Aunque el experimento haya acabado, Carfax sigue vivo.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Diane al verse rodeada por aquel maravilloso entramado de edificaciones, túneles, puentes y muros de tan colosales dimensiones. En su mente, aquel lugar había sido totalmente distinto. La imagen mental de Diane se asemejaba más a una gran fiesta a la que ella y los suyos llegaban siendo los triunfadores y héroes; un lugar en el que ellos serían el epicentro y todo cuanto les rodease se ceñiría a sus deseos. Sin embargo, el lugar que la rodeaba era totalmente distinto a ello.
Arkarya era un lugar elegante, bello y de exquisito diseño en el que se debían haber invertido enormes cantidades de dinero para su creación. Sin embargo era un lugar sin alma; un laberinto de calles y edificio vacíos y abandonados en el que más que sus dueños, los recién llegados se sentía como intrusos. Intrusos en un lugar en el que, basándose únicamente en sensaciones, no eran bienvenidos.
No obstante, al fin habían llegado. Las puertas se habían abierto tras descolgar la cadena que las mantenía cerradas, y ahora se hallaban en su interior, justo en el centro de una magnífica plaza circular en cuyo suelo de cerámica roja había un gran ojo de cristal que parecía vigilar todos sus movimientos.
En un último arrebato de lealtad, el grupo había decidido no adentrarse en la ciudad sin el resto de carfaxianos. Hasta entonces, el periodo que habían pasado en soledad sin la pesada carga que comportaba toda la guardia del líder de la compañía había resultado ser bastante productivo; se habían movido con rapidez y apenas habían encontrado problemas. Sin embargo, incluso resultando ser en cierto modo una carga, no deseaban dejarles atrás. Con que Carfax se hubiese separado una vez, había más que suficiente. Además, todos tenían un mal presentimiento al respecto. Un presentimiento que, tras unas cuantas horas de espera, se vio materializado al atravesar las puertas de la ciudad únicamente tres personas: Barak Zane, Orace Green, y seguidos muy de cerca y con el rostro ligeramente lívido, su esposa, Bonnie Green. El resto, después de enfrentarse a sus propios demonios en el pantano, no habían logrado encontrar la senda.
Reunidos ya los nueve participantes restantes, se hizo un nuevo parón con la esperanza de que el resto de carfaxianos acudieran a la llamada. Lamentablemente, tras casi dos horas de espera, se les dio por desaparecidos. Al igual que muchos otros antiguos componentes de la compañía, aquellas almas se habían perdido.
—Debemos continuar —anunció Zane alzándose todo lo alto que era por encima de sus compañeros que, sentados sobre el frío y duro suelo, le contemplaban en respetuoso silencio—. Estamos muy cerca.
Dejaron atrás la plaza ascendiendo por unas empinadas escaleras de caracol doradas que daban acceso al piso superior. Una vez arriba se adentraron en una bella avenida en la que arcos de agua dividían en tres los caminos que tomar. El primero, el cual se perdía entre las aguas del oeste, daba a unos colosales jardines de cristal en cuyo interior aguardaba una estructura semiderruida. El segundo, el camino hacia el este, guiaba a los valientes hasta el corazón de una zona aparentemente industrial llena de naves y maquinaria de aspecto muy moderno. Finalmente, el tercero, el cual avanzaba hacia el norte, daba al corazón de la ciudad, allí donde los edificios se unían entre sí a través de torres, columnas y todo tipo de puentes colgantes de exquisito gusto arquitectónico.
Se detuvieron ante el cruce de caminos. Aunque estaban rozando su objetivo, todos podían percibir que aún había varios puentes que recorrer antes de alcanzar el destino final.
—Tres caminos, tres grupos. —Zane dio un paso al frente, deteniéndose así frente a la entrada del camino central—. Adam, Maxwell, os encargaréis del oeste. Diane, tú irás con la niña al este. Nosotros nos encargaremos del norte; volveremos a encontrarnos aquí mismo en tres horas. Rastrearemos la zona. No sé exactamente qué es lo que debemos hacer, pero confío en que no tardaremos en descubrirlo.
Con la sensación de estar avanzando por un puente a punto de desmoronarse, los tres grupos se adentraron en sus pertinentes rutas. Tal y como habían visto en el cruce de caminos, magníficas fuentes tubulares de metal lanzaban chorros de agua fresca en forma de arco por encima de sus cabezas. Bajo sus pies, el suelo iba adoptando distintas tonalidades dependiendo de su objetivo, aunque nunca perdía la consistencia ni sencillez que habían encontrado en la plaza inicial. Arkarya era un lugar de contrastes, y estaban a punto de descubrirlo.
Adam y Maxwell no tardaron más que unos minutos en adentrarse en una densa y frondosa selva de cristal en la que insectos azulados del tamaño de puños zumbaban de un lado a otro. El lugar era acogedor, con marañas de plantas diseminadas por todo el entorno y grandes árboles cubriendo de ramas y hojas todo cuanto les rodeaba, pero también resultaba un tanto amenazador. Convertidas en agujas de cristal de las que rezumaba icor azulado, las raíces de los colosales árboles serpenteaban por el suelo en busca de víctimas. Sus movimientos eran lentos y pausados, como los de una serpiente adormilada, pero incluso así tenían que mantener la guardia, y es que, aunque fuesen lentas, su número era tan elevado que el peligro acechaba en todos los rincones.
Recorrida la parcela de selva, Maxwell, Layla y Adam alcanzaron los alrededores de lo que parecía ser una torre abandonada. A simple vista la construcción era sencilla, un edificio de planta circular medio derruido por cuyos muros la naturaleza se había ido abriendo paso. Sin embargo, una vez alcanzada su entrada, en su interior albergaban unos muros de piedra no se correspondía con la estructura. Había salas repletas únicamente de columnas, escalinatas que ascendían y bajaban y enormes corredores en cuyas paredes miles de espejos daban la bienvenida a los presentes empleando las bocas de sus propios rostros.
Les aguardaba, en definitiva, un mundo entero.
Con la sensación de estar adentrándose en la garganta de un gran reptil hambriento, Adam fue el primero en cruzar el umbral de la puerta. Para él, aquellos enormes salones y corredores de paredes oscuras y aparentemente desnudas no parecían significar nada. Para Maxwell, en cambio, aquel universo de dolorosas sensaciones, sonidos desgarradores y datos cuya mente no era capaz de procesar, significaba un alto en el camino. Era algo así como un muro mental frente al que no le quedaba más opción que detenerse a no ser que quisiera poner a prueba una mente que, sin lugar a dudas, no soportaría la presión.
—No puedo pasar —murmuró Maxwell tras verse obligado a dar un paso atrás tras cruzar el umbral de la puerta. A su lado, Layla se había lanzado al suelo con las orejas gachas. El mundo codificado más allá de aquella puerta no era accesible para seres inacabados como bien podía ser considerado el dúo—. Si paso es posible que me quede ciego, o sordo... o que me explote la cabeza.
—¿De veras? —respondió Adam desde el interior de la sala, sorprendido. Aunque ninguno de sus sentidos no pudiera captar aquello que tanto parecía dañar a sus compañeros, confiaba en sus palabras—. Quédate entonces aquí; no tardaré. Vigila la zona, ¿de acuerdo?
—¿Crees que puede haber alguien?
—Ya no sé qué pensar —confesó Adam lanzando una mirada a su alrededor—. Más que una ciudad, esto parece un cementerio. Sea como sea, vigila. Si pasase algo dispara y vendré en tu ayuda de inmediato.
—No hay problema, aunque... ¿qué esperas encontrar ahí? Parece abandonado; ¿acaso no deberíamos encaminarnos hacia la ciudad? Este camino no parece ser el correcto.
—Pero ya estamos en la ciudad; atravesamos la muralla.
—¿Y qué? —Maxwell sacudió ligeramente la cabeza—. Tengo un muy mal presentimiento, muchacho.
Acompañado por la antigua soledad a la que hacía tanto tiempo que apenas visitaba, Adam se adentró en los largos y silenciosos pasillos negros que las ruinas habían preparado para él. A diferencia de Maxwell, el cronista no podía percibir nada en aquella estructura, y eso le preocupaba. Él no era un experto en la materia; el Fabricante le había sorprendido en mil y una ocasiones, sin embargo, aquella vez tenía el presentimiento de que algo se le escapaba. Pasillos, escaleras, salas vacías, muros negros, espejos... ¿qué significado podía tener todo aquello para alguien que, en el fondo, únicamente buscaba encontrar un hogar?
Antes incluso de poder ser consciente de ello, Adam comprendió que se estaba desorientado. Aquel lugar no era nada a parte de un gran laberinto en el que perderse. Sin embargo, si realmente aquella estructura había sido diseñada para que sus visitantes se perdieran, era porque albergaba algo en su interior. Algo demasiado secreto como para permitir ser descubierto con sencillez pero a la vez necesario para poder seguir uniendo las piezas de aquel rompecabezas.
Decidió seguir adelante. En varias ocasiones la salida junto a la cual aguardaban sus compañeros se presentó como una opción válida a través de la cual finalizar con aquel extraño viaje. Sin embargo, Adam no la tomó en ninguna de las ocasiones. Aunque iba y venía por los pasillos, confundido a la par que mareado, se negaba a aceptar que aquella ciudad pudiese ocultarle lo que fuese que guardaba en su interior. Y es que, aunque no podía asegurarlo, puesto que no era más que una sensación, Adam empezaba a compartir el presentimiento de que, aunque hubiesen atravesado las murallas, aún no habían alcanzado la ciudad.
—¿Qué clase de tecnología es esta? —De pie frente a un enorme cilindro metálico en cuyo interior miles de placas de circuitos se unían entre sí a través de cables y conexiones, Cheryl contemplaba con curiosidad pero sin comprender todo aquello que, conformando el mecanismo de lo que parecía la mismísima ciudad, les rodeaba—. Parece un corazón.
—No descartes que lo sea.
De hecho, Diane estaba prácticamente convencida de que, en cierto modo, la niña estaba en lo cierto. Hacía ya unos minutos que habían alcanzado la zona industrial a la que el camino elegido les había llevado, y por mucho que habían investigado distintas naves, seguían sin saber exactamente a qué se enfrentaban.
El complejo industrial parecía ser una enorme maquinaria cuyas partes habían sido diseminadas por las distintas naves. A simple vista, cada uno de los mecanismos encerrados en las distintas edificaciones parecían ser independientes. No había aparente conexión alguna entre ellos, y aunque había piezas que se repetían y los procesos eran sorprendentemente parecidos, la falta de unión física parecía mantenerlos aislados los unos de los otros. No obstante, era obvio que había algo que les unía. Algo que, marcando sus ritmos con estremecedora rigidez, había logrado que cada una de aquellas máquinas, a pesar de trabajar independientemente, formara un todo con el complejo.
Un todo que bien podía asemejarse a un cuerpo humano.
—Parece el motor de la ciudad —decidió Diane tras investigar unas cuantas naves más—. La iluminación, la energía, el agua, la ventilación... cada una de esas máquinas controla algo dentro de este lugar.
—Entonces aún no hemos llegado a la ciudad —reflexionó la niña volviendo la mirada hacia las lejanas y elevadas edificaciones.
—No, aún no. Creo que una vez que completemos esta parte, el puzle estará acabado. Sin embargo, antes debemos comprender el motivo de nuestra presencia aquí. —Diane cruzó los brazos sobre el pecho—. Si al menos supiésemos lo que han encontrado los otros...
La cronista barrió con la mirada el complejo industrial. Aquella última pieza por la que ahora luchaba marcaría un antes y un después en su existencia. Atrás quedaría la supervivencia y los años de sufrimiento campo a través; los viajes por la niebla con los ojos vendados y las dudas al ver que el camino marcado no lleva a otro lugar sino que a una trampa.
Atrás quedaría todo aquello. Los miedos, las trampas y las muertes, aunque también el motivo de su existencia. Ahora que Diane ya no iba a poder ejercer de cronista, ¿qué sería de ella?
Alzó la mirada hacia los lejanos edificios, invadida de un desagradable sentimiento de melancolía más propio de Adam que de ella. El final de una etapa llegaba a su final, y le gustaba, por supuesto, llevaba toda su vida luchando por ello, pero no podía evitar sentir cierto temor. Una vez alcanzasen las puertas, ¿qué sería de ellos?
Por mucho que lo intentaba, Diane era incapaz de recordar aquel extraño sueño en el que su propio yo le había hablado del final de su viaje. Las puertas de la ciudad se abrirían para ellos, sí, pero solo uno podría atravesarlas. Ese era el juego del Fabricante. Uno las atravesaría, y ese uno, al parecer, sufriría el tormento de su nuevo destino. La gran duda era, ¿cuál sería ese destino?
El mero hecho de pensar en tener que acabar con Adam tal y como había planteado su propio yo del futuro la ponía enferma.
—¿Diane? Creo que deberíamos seguir, Diane. —Cheryl rompió el silencio con timidez—. Aún no las hemos visitado aquellas naves de allí.
Diane siguió la mirada de la niña hasta la zona aún por descubrir. Ciertamente allí aguardaban más naves cuyo interior era una incertidumbre. No obstante, Diane sabía lo que allí encontraría. Tiempo. Tiempo y más tiempo para reflexionar.
Tiempo para decidir.
A pesar de ello, se pusieron en camino.
Zane había elegido el camino de la ciudad. Desde el primer momento en el que los había visto, el cronista no había tenido duda alguna de hacia dónde debía concentrar sus esfuerzos, y tras unos cuantos minutos de ascenso por una empinadísima escalera de caracol, al fin había alcanzado su objetivo. La ciudad, la magnífica y bella ciudad con la que tantos años había estado soñando.
El sueño de su vida desde que, siendo el único superviviente de Carfax, había decidido empezar de nuevo la compañía. Barak Zane había luchado desde entonces por alcanzar aquel triunfo, y ahora que al fin lo tenía ante sus narices no podía más que dejarse llevar por la emoción y el entusiasmo.
La ciudad. La ciudad estaba allí, ante sus ojos. A su alcance.
Guiado por la emoción, Zane se adentró en la amplísima avenida a la que las escaleras le habían llevado. Al final de ésta, justo detrás de lo que parecían ser unas sencillas puertas de madera cerradas, se hallaba la entrada a la ciudad.
Seguido de cerca por el matrimonio Green, Zane avanzó hasta alcanzar el final de la avenida. Más allá de las puertas un océano de edificios y oportunidades les aguardaban en completo silencio, iluminando el cielo con mil colores y empapando el aire de la exquisita fragancia del éxito.
Únicamente tenían que cruzar las puertas.
Mientras inspeccionaba el sencillo cerrojo que sellaba las puertas, Zane no pudo evitar sentir cierta incomodidad al verse allí mientras que los otros dos cronistas estaban donde fuera que les hubiese llevado los otros dos caminos. A diferencia de él, ellos no parecían haber visto la auténtica verdad de los caminos, por lo que no habían dudado en obedecerle tal y como siempre hacían. Sin embargo, él sí sabía perfectamente el motivo por el cual había repartido de tal modo las sendas, y aunque creía que era lo correcto, no podía evitar sentir cierta vergüenza ante sus actos... claro que, ¿por qué? Él era el elegido para completar el viaje; era el líder de Carfax y el hombre gracias al cual aquel sueño había podido existir. Él había empezado la compañía y él tenía que acabarla... sin embargo, después de tantos años de fiel servicio por parte de los cronistas no podía evitar sentir cierta lástima por ellos. Nadie merecía más que ellos conquistar el futuro a su lado... no obstante, no podía permitirlo. El Fabricante solo podía tener un elegido, y ese elegido tenía que ser él.
Nadie más.
Invadido por el temor de quedar relegado a un segundo plano debido a la vitalidad de los jóvenes cronistas que le acompañaban, Zane tomó entre sus manos el candado y tiró de él con todas sus fuerzas. En algún lugar de los otros dos caminos debía hallarse la llave que diese acceso a la ciudad, sin embargo, él no podía esperar. El tiempo ya había pasado para él, y aunque aún no era un viejo, sabía perfectamente que podía ser eclipsado con facilidad. Precisamente por ello tenía que darse prisa y atravesar las puertas antes de que lo hiciesen los muchachos. Tenía que encontrar el modo de hacerlo... ¿pero cómo?
Como tantas otras veces había hecho, Zane pidió ayuda a su venerado Fabricante. Si bien este no siempre se había mostrado amistoso y cercano, hasta entonces le había mantenido con vida, señal de que, tal y como siempre había sospechado, era su favorito. No obstante, ahora necesitaba algo más de él que el simple hecho de que le dejase con vida.
Zane necesitaba entrar, y necesitaba hacerlo ya.
—¡Joder! —exclamó tras intentar arrancar el candado sin éxito—. ¡Es imposible!
—Déjeme a mí —se ofreció Bonnie.
La mujer se extrajo una horquilla del cabello, objeto de lujo en Carfax, y empezó a manipular el candado. Si bien aquella dama no era de su agrado, Zane no había dudado un instante en llevarla consigo para aquella travesía. Bonnie Green era mentirosa, envidiosa y manipuladora, pero también muy astuta. Lo suficientemente astuta como para haber logrado culpar de todos sus actos a Isabel Ember y, además, adueñarse de su privilegiada posición en la compañía. Eso sí, Bonnie podía engañarles a todos, pero no a él. Zane había visto desde un inicio la maldad de su alma y desde entonces siempre había sabido que aquella mujer sería peligrosa. No obstante, en aquel entonces era útil, y más si a su lado iba el pusilánime de su marido. Éste, a pesar de no ser más que una burda imitación del gran Luther Ember, lograba controlarla, y eso le gustaba. De hecho, era lo único que le gustaba, u es que, mientras que Ember había sido un gran capitán, estricto y efectivo a la par que leal y bondadoso, Orace Green apenas era capaz de mantener a raya a sus hombres. No obstante, incluso así, a su lado tenía a alguien a quien Zane quería tener controlado, por lo que en general le había resultado bastante útil.
Pero el viaje acababa allí, y aunque habían servido de ayuda, ahora había llegado el momento de ejercer el auténtico papel por el cual habían sido invitados a participar en aquella obra teatral.
—Se resiste —se quejó la mujer mientras manipulaba el candado—. Es sencillo, pero...
—Entonces déjalo —convino su marido—. Hay otras maneras.
—No, puedo hacerlo.
—Bonnie, vamos, te vas a hacer daño al final. Deja...
—¡Cállate de una vez!
Un chisporroteo eléctrico azulado recorrió las cadenas del candado como aviso. El Fabricante les estaba advirtiendo de que sus acciones no era adecuadas y que, por lo tanto, debían cesar de hacerlas de inmediato. Zane era consciente de ello. No obstante, los Orace no parecían haberse percatado de ello. Ella insistía mientras que él, molesto por su actitud, no hacía más que insistir en que había otras opciones.
Sí, las había, desde luego.
Consciente de que la carrera de Bonnie acababa allí, Zane permaneció con los labios sellados. De haber sido cualquier otra persona, el cronista le habría advertido del peligro que corría y, con buenas maneras, habría intentado salvarle la vida. Sin embargo, Bonnie Green no merecía aquel trato. No después de todo lo que había hecho con los Ember.
En el fondo, era un buen castigo.
Así pues, manteniéndose a una distancia prudencial y atrayendo consigo a Orace antes de que la tragedia se sucediese, los dos hombres contemplaron como una nueva descarga eléctrica de grandísima potencia atravesaba el cuerpo de la mujer y lo hacía arder hasta quedar totalmente calcinado.
Horrorizado, Orace Green empezó a sollozar, abatido y tembloroso, pero siempre manteniendo la distancia, temeroso de que una segunda descarga eléctrica pudiese castigarle. Aunque siempre había sospechado de las malas acciones de su esposa, Orace Green había amado a aquella mujer de todo corazón.
—Vamos, vamos —le consoló Barak con unas cuantas palmadas en los hombros—. No dejes que esto te nuble la vista, amigo. El camino debe continuar.
Y creía saber cómo. Nuevamente pondrían a prueba al Fabricante intentando trampear el camino, y posiblemente con ello conseguiría que el propio Orace sufriese su ira, pero lograría cruzar las puertas antes de que los cronistas llegasen.
Tenía que hacerlo.
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